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La impotencia de la política (I)

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Parece razonable afirmar que no hay frustración sin expectativas, aun cuando la única expectativa que tengamos sea la de no frustrarnos demasiado. Y en ningún sitio es más claro el papel central de las expectativas en los estados de ánimo como en la esfera política, por la sencilla razón de que esperamos mucho de ella. Desde ese punto de vista, todos somos utopistas. Sobrevaloramos las capacidades de la política, a la que atribuimos una capacidad para la ordenación de la vida social que excede con mucho sus verdaderas posibilidades. Es por ese agujero por donde suele colarse el fantasma del populismo, estrategia discursiva en absoluto restringida a los grupos políticos explícitamente señalados como tales.

No extrañará, por tanto, que uno de los principales temas del repertorio populista sea la sumisión de la política a los mercados y, por tanto, su transformación en mera tecnocracia. A despecho de los intereses ciudadanos, transmutados ahora en «pueblo», los gobernantes actuarían así al dictado de los verdaderos detentadores del poder, que son quienes tienen también el dinero; mientras que ellos mismos se habrían convertido en una casta orientada a la satisfacción de sus propias necesidades. ¡Plutocracia y oligarquía!

En el plano teórico, esta vieja idea ha encontrado nuevas formulaciones en el curso de esta crisis, y aun antes de la misma. Colin Crouch sostiene que estamos en transición hacia una sociedad posdemocrática que emplea las instituciones de la democracia, pero vaciadas ya de contenido sustantivo, al modo de un simple envoltorio formal: la democracia representativa entera sería un zombieColin Crouch, Post-Democracy, Cambridge, Polity, 2004.. Por su parte, Erik Swyngedouw habla de pospolítica: aquella que reduce el margen de elección de los actores democráticos a pequeños detalles técnicos, presentándole cursos alternativos de acción que apenas difieren entre sí, por subordinarse la política democrática a los imperativos de la simple gestión. Algo de eso hay, pero se requieren matizaciones.

Sucede que la idea de que la política ha sido colonizada por la economía y neutralizada por la tecnocracia presupone sutilmente que, si pudiéramos recuperar el sentido recto de la acción política, entendida además como acción democrática, la crisis sería mucho más fácilmente resoluble, o no habría tenido siquiera lugar. Dicho de otro modo, si la política no puede, es porque no la dejan; y pasaría a poder en caso de que la dejaran desenvolverse libremente. Desde este punto de vista, la demanda de que la política se imponga a la economía es también la formulación de un deseo: que las decisiones colectivas puedan dar otra forma a la realidad; como si el acto mismo de decidir poseyera cualidades mágicas.

Tenemos un buen ejemplo de esta suposición tácita en la afirmación hecha por Juan Torres, uno de los dos responsables del programa económico de Podemos, en relación a éste. A su juicio, los problemas económicos de los españoles no tienen soluciones técnicas, sino políticas: porque toda solución es política. Tal como expone en otro lugar,

Ningún problema económico tiene solución «técnica». Todos tienen soluciones políticas, entendiendo por política toda aquella decisión que no depende de un criterio objetivo, sino de una preferencia del tipo que sea.

Siendo cierto, no es el del todo cierto. Porque también hay problemas sin solución, así como problemas que no pueden solucionarse, total o parcialmente, sin haber descartado previamente un buen número de preferencias para las que la realidad no tiene acomodo. Y hay aún no pocos problemas cuyo abordaje requiere de la aceptación de un conjunto nada desdeñable de límites técnicos. Pensemos en el objetivo de proporcionar un empleo a todos los españoles, retribuido idénticamente con independencia de la función que cumpla cada trabajador; o en la hipotética abolición del dinero. Eso no quiere decir que las decisiones económicas no impliquen preferencias de valor; por supuesto. Pero si la política no se viera sometida de facto a estas limitaciones, la economía habría de funcionar a las mil maravillas en aquellas sociedades donde sobra «voluntad política».

Pero, ¿de dónde viene la idea de que la política, entendida como toma de decisiones colectivas, es omnipotente o necesariamente eficaz como tal? ¿Y si la política estuviera aquejada de una cierta impotencia constitutiva, si no pudiera tanto como queremos pensar, aun cuando no deje de disfrutar de una notable capacidad para influir sobre la realidad social?

Se sobreentiende que nos referimos a los límites de la acción política, entendiendo por límite no tanto una restricción de aquello sobre lo que la política puede decidir (porque, potencialmente, puede decidir sobre todo aquello que quiera someter a su campo decisorio), sino más bien una restricción de aquello sobre lo que puede decidir eficazmente (esto es, con una eficacia razonable), lo que resultaría en una autolimitación de aquello sobre lo que debe decidir. Naturalmente, todo aquello sobre lo que la política pueda decidir eficazmente dará lugar a mejores o peores resultados según cuál sea, a su vez, el acierto de las decisiones adoptadas.

Es importante hacer aquí una precisión. Y es que no nos preocupamos únicamente por la dimensión democrática o participativa de la política, entendiendo así los medios como un fin en sí mismo, sino también por sus resultados. Porque, si no fuera así, podríamos someterlo todo a la deliberación formal democrática, con independencia de los rendimientos socioeconómicos resultantes. ¡Hágase la democracia y perezca el mundo! Esta alternativa se asentaría sobre la superior satisfacción moral que proporcionaría el pleno autogobierno; tanta, que se llevaría a término a despecho de su eficacia. Sospecho, sin embargo, que no es así. Nos preocupan los resultados tanto, al menos, como los principios. Así como no estamos dispuestos a sacrificar por completo estos últimos en nombre de la eficacia, tampoco queremos desentendernos de los resultados para dar plena satisfacción a los principios. El idealismo limita con la despensa.

Sin vocación exhaustiva, quisiera explorar brevemente dos predicados diferentes de la misma tesis. Se trata de 1) Los límites de la política per se, que dan lugar a lo que podríamos denominar su impotencia constitutiva; y 2) Los límites contemporáneos de la política, o el conjunto de circunstancias que agravan simultáneamente esa impotencia inicial y la revelan: una impotencia sobrevenida antes que coyuntural.

Quizá sea necesario clarificar que no está hablándose de lo político, sino de la política, en su doble sentido de actividad colectiva orientada a la toma de decisiones y de acción política derivada de la decisión así adoptada. Se trata de poner de manifiesto los límites de la política precisamente allí donde ésta habría de ser más capaz: donde se han alineado las voluntades de los participantes y los poderes estatales se ponen al servicio de la realización de un fin completo. ¡Incluso entonces es relativamente impotente! Por el contrario, cuando la teoría política contemporánea habla de lo político, se refiere a un fenómeno mucho más amplio, que desborda el sistema político formal para incluir todos aquellos aspectos de la realidad social que dan forma, directa o indirectamente, a la concreta configuración política vigente en un momento dado (incluyendo el lenguaje, las costumbres sociales o las percepciones mayoritarias). Pero si la política colectiva y concertada posee limitaciones intrínsecas, las unidades políticas más reducidas –como los movimientos sociales o el propio individuo– no serán sino más impotentes, aunque no necesariamente estériles.

Pues bien, hay que empezar por preguntarse si la política no está aquejada constitutivamente de algún tipo de impotencia; si la acción política, en fin, sea cual sea el poder que haya conseguido amasar, no está limitada por aquello que pueda conseguir, por mucho que quiera lograrlo. Pensemos, por ejemplo, en la persecución de la plena igualdad de oportunidades, el control político del lenguaje en la persona de los hablantes o la felicidad colectiva. En todos estos casos, la acción política podrá orientarse hacia esos fines, que a su vez será capaz de realizar en alguna medida variable; pero ninguno de ellos es susceptible de una completa y duradera consecución. Eso significa que la política, en cualquiera de sus versiones, autoritaria o democrática, estará limitada por razones que atañen a su ambigua relación con la realidad social. Y esa limitación será tanto más clara cuanto más complejo sea el orden social sobre el que recaiga esa actividad política.

¡Cuánto nos cuesta aceptar esta idea! Probablemente debido a que la propia existencia de la política está fundada implícitamente sobre la premisa opuesta: una plena capacidad aplicada a la realización de fines colectivos. En su último libro, el británico Michael Freeden ha señalado que la capacidad para actuar políticamente de forma decisiva es indispensable para la organización de la vida social, razón por la cual la política es la conceptualización de una esfera de la conducta humana que se arroga esa capacidad. Significativamente, sugiere, la constitución de lo político empieza con la idea de Dios, en especial el dios de las religiones monoteístas: una entidad política plenipotenciariaMichael Freeden, The Political Theory of Political Thinking. The Anatomy of a Practice, Oxford, Oxford University Press, 2013.. Así, Hobbes describió su Leviatán como «un Dios mortal, al que debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y defensa»Thomas Hobbes, Leviathan, Harmondsworth, Penguin, 1968, p. 227.. Por su parte, Jean Bodin, primer teórico de la soberanía, la definía como un poder absoluto, ilimitado e indivisibleJean Bodin, Los seis libros de la República, trad. de Pedro Bravo, Madrid, Tecnos, 2006.. Nostalgia del absoluto de la que ahora nosotros, posmodernos y frustrados, sentimos a su vez nostalgia.

Ya que no es descabellado pensar que algo de esa concepción teológica de la política subsiste en toda idea de la misma, incluida una política democrática que, desarrollada sin cortapisas, parecería llamada a disfrutar de una similar capacidad para la realización de sus finalidades. Desde esta perspectiva, las doctrinas políticas que más fe tienen en la acción colectiva son auténticas religiones políticas. Tanto el decisionismo fascista como la reorientación revolucionaria de los fines estatales y las versiones fuertes de la democracia radical son afirmaciones de la capacidad de la política para diseñar eficazmente la realidad social. Más aún, no pocas catástrofes sociales han sido el resultado de la sobrevaloración de esas capacidades: desde la utopía racial hitleriana al Gran Salto Adelante maoísta. Puede destilarse a partir de estos elementos una somera definición de la hubrys política: querer no es poder.

Frente a esta tradición, recelando de semejante confianza, se sitúan no pocos pensadores liberales cuya intuición fundamental es precisamente la contraria: la idea de que la política está sometida a límites, porque no puede realizar cualquier fin; por no poder realizarlos, debe ser sometida preventivamente a límites debidamente institucionalizados: separación de poderes, imperio de la ley, elecciones periódicas. Pero no hablamos aquí tanto de los límites que el liberalismo político aconseja para la política, cuanto de aquellos que pueden serle señalados constitutivamente; es decir, de las razones por las cuales esos límites son sugeridos.

Quizás haya sido Michael Oakeshott quien más claramente haya alertado acerca de los límites constitutivos de la política por la vía de denunciar la peligrosidad de una concepción racionalista –ingenieril– de la misma. Para Oakeshott, el mito de la política racionalista se basa en la creencia de que todo problema social conoce una solución racional, que es, por definición, la solución perfecta: todo conocimiento es así, por tanto, conocimiento técnico. De ahí también su recelo ante las ideologías, que considera conjuntos prefabricados de soluciones para problemas colectivos que, por definición, implican una deliberación previa sin previa fijación de fines ni mediosMichael Oakeshott, Rationalism in Politics and Other essays, Indianápolis, Liberty Fund, 1991..

Ahora bien, ¿no es también un racionalista, en el sentido de nuestro autor, quien demanda soluciones en nombre de la Política con mayúsculas y afirma la capacidad de ésta para proporcionarlas? En otras palabras, al sugerirse que la repolitización de lo despolitizado es capaz de procurar la redención colectiva, ¿no está incurriéndose en una sobrevaloración de las capacidades de la política, susceptible de provocar decepciones a diestro y siniestro?

Otra posibilidad es que más bien esté reclamándose la competencia de la política sobre determinados asuntos que se nos aparecen ahora –sin razón válida– emancipados de ella, con independencia de cuáles pudieran ser los resultados de esa reapropiación. Nada hay que objetar a ello. Pero, de ser así, la apelación poética a las potencialidades de la política democrática debería llevar adosada una cláusula que advirtiese sobre sus inevitables, inherentes limitaciones.

Paradójicamente, las mismas razones que sirven para reclamar la jurisdicción de la política sobre asuntos que le han sido hurtados sugieren la necesidad de limitar sus competencias, a la vista de su impotencia relativa. Esas razones recorren la historia del pensamiento político: la pluralidad humana, que implica divergencias de valores y fines entre individuos o grupos; la escasez relativa de bienes, que impide satisfacer todos esos fines y realizar todos esos valores simultáneamente, aun en el supuesto de que esa presunta «satisfacción» fuera posible o duradera; la subsiguiente imposibilidad del consenso absoluto entre seres humanos, o la radical volatilidad del mismo, así como la insuficiencia de aquellos acuerdos que pudieran alcanzarse; la peligrosidad de unos hombres para con otros, ya se entienda ésta en sentido fuerte o en uno más débil que admita, cuando menos, la tendencia de los seres humanos a abusar de su poder. No se trata, a la vista de estos obstáculos, de renunciar a la política: todo lo contrario, porque ésta es un medio irrenunciable para hacerles frente. Sí parece conveniente ajustar nuestra concepción de la política, a fin de no sobrecargarla con tareas que no puede cumplir.

Bien podría decirse que la tradición cautelosa que recela de las concepciones soberanistas de la política culminan en el pragmatismo antifundacionalista de un Richard Rorty. Para él, una sociedad liberal no tiene más objetivo que la libertad ni otro contenido que el resultante de los intercambios libres y abiertos entre distintas prácticas lingüísticas. Más aún, Rorty sostiene que, para el ciudadano ideal de su sociedad liberal, los fundadores y preservadores de la misma son vistos «como poetas, más que como gente que haya descubierto o posea una clara visión de la verdad sobre el mundo o la humanidad»Richard Rorty, Contingency, Irony, and Solidarity, Cambridge, Cambridge University Press, 1989, p. 61.. Porque esa claridad no existe, ni puede, por tanto, ser impuesta a los demás.

En suma, la capacidad de la acción política para ordenar los asuntos colectivos no puede desdeñarse ni exagerarse. No obstante, a esas limitaciones constitutivas hay que añadir otras, directamente relacionadas con los problemas que discutimos en España ahora mismo, derivadas del progresivo aumento de la complejidad social, acelerado en los últimos dos siglos. Resulta de ahí la impotencia sobrevenida de la política, sobre la que trataremos aquí la semana que viene, además de extraer las prescripciones correspondientes para el ciudadano de una sociedad democrática.

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