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Maestro Cañizares, sanador de libros

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Algunos pueblos de Toledo parecen enemistados con el tiempo. Aún es posible pasear por sus plazas y cruzarse con un grupo de mujeres enlutadas, charlando a la entrada de sus casas, mientras cosen el bajo de un pantalón o fabrican jabón en un barreño. De vez en cuando, aparece un vecino con la piel tostada, la mirada huraña, una gorra de visera y tres o cuatro galgos agrupados por una traílla. El pueblo donde vive el maestro Cañizares es uno de sus pueblos. En su pequeña plaza, una iglesia de estilo mudéjar ofrece su sombra a los parroquianos, que ocupan sus bancos con la tranquilidad de quien vive lejos del bullicio y la confusión de las grandes aglomeraciones urbanas. A veces, una pareja de la Guardia Civil charla con el párroco, un viejecito diminuto con alzacuellos y una chaqueta de lana. La estampa evoca algo arcaico, un tiempo de arraigo, resignación y quietud. El único comercio a la vista es una tienda de ultramarinos, con una barra que sirve de bar, una vieja balanza de color blanco y un mostrador en que se despacha carne. La penumbra de su interior desprende una tranquilidad conventual. No parece un lugar de encuentro, sino de recogimiento. La primera vez que me acerqué al pueblo entré en el establecimiento y pedí un café, preguntando por la dirección que me había facilitado el maestro Cañizares.

? Eso está en las afueras. Siga hasta el fondo de la calle principal y luego giré a la izquierda. Es la última casa.

Las indicaciones me llevaron a una llanura salpicada de cerros, huertos y olivares. Los campos de trigo y cebada invadían la mayor parte del paisaje, alejando el horizonte hasta lo inconcebible. Una hilera de casas bajas avanzaba por un camino de tierra sin asfaltar. Todas eran idénticas, salvo la última, que parecía enterrada entre catalpas, fresnos y acacias. Bajo el sol de junio, el breve paseo me resultó agotador. Veinte años después, casi nada ha cambiado. El pueblo y sus afueras conservan el mismo aspecto, pero los árboles han crecido, ocultando la casa. Sólo asoma el vértice del tejado, de un rojo violento, casi estridente. Eso sí, el maestro Cañizares y yo hemos envejecido. Las canas, el sobrepeso y las manchas en la piel así lo atestiguan. Nuestro perfil se ha curvado lamentablemente, simulando un incompleto signo de interrogación. El tiempo ha dejado una huella más visible en nuestra ruinosa humanidad que en la apariencia de las cosas. Una planicie de almendros recién florecidos insinúa que el mundo es eterno, pero no el hombre, que cada primavera se apaga un poco más.

Cañizares era un joven delgado, con una melena becqueriana y unas manos sonrosadas, vigorosas, de campesino familiarizado con las tareas del campo. La melena no ha desaparecido, pero ahora es blanca y más corta. La piel ha perdido su tonalidad encarnada y parece madera vieja. Cuando me estrecha la mano, siento la calidez del primer día, pero noto un tacto sarmentoso. Los dedos parecen ramas llenas de nudos, con infinidad de inviernos sobre su corteza, cada vez más áspera. Sin embargo, sus carcajadas estruendosas, de corsario con mil abordajes a sus espaldas, permanecen inalterables. A pesar de vivir en una tierra de silencios y pocas palabras, su conversación fluye inagotable, saltando de un tema a otro: literatura, cine, egiptología, paisajes. Paisajes naturales o urbanos, pero también paisajes del alma, que no pueden sobrevivir sin la memoria. En su taller, una fotografía de Chaplin en Tiempos modernos soporta estoicamente el paso de los años. Es la escena en la que el melancólico vagabundo se convierte en estandarte de una manifestación obrera, tras recoger accidentalmente una bandera roja.

? La vida casi siempre es una cadena de malentendidos –comento una vez más al observar la fotografía.
? Mirada de cerca, la vida es una tragedia, pero vista de lejos, parece una comedia –responde invariablemente Cañizares, citando a Chaplin, con su voz jovial y atronadora.

Los dos hemos perdido el miedo a ser reiterativos. A cierta edad, ya no te preocupa ser original, sino rescatar viejos recuerdos. Con una bata blanca y unas gafas plateadas para la vista cansada, su aspecto cada vez coincide más con la imagen que se presupone al encuadernador, un artesano que sana a los libros enfermos, mezclando tradición y modernidad, amor a la belleza y rigor científico, paciencia, genio e ingenio. Su barba descuidada es un homenaje a la estética de nuestros días, que ha convertido el desaliño en estilo. Las herramientas que se alinean en las paredes siempre me hacen pensar en los gremios medievales, donde el trabajo no era simple rutina, sino un rito que asumía el error como una escala necesaria en el anhelo de perfección. La prensa de hierro fundido y bronce no es menos solemne que la campana de una iglesia románica. Aunque es un ingenio mecánico, despide un aire espiritual. Los libros que se acumulan en las mesas y estanterías parecen seres inertes, aguardando una segunda navegación.

Nos damos un abrazo, hablamos sobre la familia y nos sentamos en un porche sombreado por un enorme cinamomo, que no se cansa de arrojar bolitas amarillas y rugosas.

? Son tóxicas –advierte?, pero habría que comerse un saco para envenenarse. En pequeñas dosis, tienen propiedades alucinógenas.
Sonrío, sin sorprenderme, pues la botánica es una de sus grandes pasiones. La ironía, también.
? No lo he comprobado –aclara?. Tengo bastante con el pegamento y la cola para pegar la tela en los cartones. Ya sabes que el lomo se cose con hilo vegetal. Creo que todos los encuadernadores empezaremos a morir por la copa, como los árboles. Claro que antes perderemos la razón. En realidad, es una insensatez intentar vivir de este trabajo en los tiempos actuales.

Este año, marzo finaliza con temperaturas de verano. El ocre y el verde se suceden en unos campos vacíos, que parecen dormidos. Saco mi pipa, una Dunhill extraordinariamente cara y tristemente desperdiciada. Mi garganta apenas soporta el humo, pero mi fetichismo es tan irracional como persistente. Aplasto el tabaco con el pulgar y enciendo una cerilla. Un humo aromático sube lentamente, mientras la nicotina produce cierta embriaguez en mi cerebro, agravada por la cerveza tostada que me ha servido mi amigo. Cañizares bebe su cerveza con una tranquilidad ceremoniosa, casi como si intentara prolongar el momento. En veinte años de afectos y confidencias, hemos compartido muchas experiencias. Evocamos algunas, como nuestras largas charlas sobre las distintas versiones cinematográficas de Frankenstein:

? Nadie superó las películas de James Whale –afirma, con ojos de ensoñación.
? Es cierto –asiento, igualmente nostálgico.
Acude a mi memoria, la nota de suicidio de Whale: «El futuro está lleno únicamente de dolor y de viejos recuerdos». Me pregunto si puede aplicarse el mismo razonamiento a nuestras vidas.
? ¿Qué sucederá con nuestras bibliotecas? –pregunto.
? Se dispersarán. No es un mal destino.
? Tú tienes dos hijos. ¿No te gustaría que conservaran los libros?
? No sé si lo harán, pero, desde luego, yo no se lo pediré. Una biblioteca es como un río. Se debe respetar su curso, siempre imprevisible.
? ¿Qué sucedió con la calavera que apareció en el pozo?
Miro al pozo del jardín, con su brocal de piedra y su polea.
? Se la llevó la Guardia Civil –contesta, riéndose como un bucanero que habla con humor de un botín perdido?. Yo quería conservarla. Es un recordatorio permanente de nuestra insignificancia. La pintura barroca explotó la imagen hasta el aburrimiento, pero sin agotar su hechizo. Nadie pasa de largo ante una calavera. A veces, pienso que los cimientos de mi casa esconden un yacimiento arqueológico. Desgraciadamente, este páramo no es el Valle de los Reyes.

Volvemos a su taller y me entrega los libros que le di hace un mes: la primera edición de La casa encendida, de Luis Rosales, con dibujos de José Caballero; una edición de 1921 de la Divina Comedia, traducida por Manuel Aranda y Sanjuán, con ilustraciones de Gustavo Doré; una versión de la Biblia de Cipriano de Valera, publicada en 1930; y La Sinfonía Pastoral, de André Gide, traducida por Arturo Serrano Plaja y publicada en Buenos Aires en 1947. De acuerdo con mis indicaciones, ha encuadernado los tres primeros títulos en plena piel y, el último, en holandesa. El trabajo es espléndido: piel de becerro con gofrados, lomos ornamentados con filigranas en los nervios, esquinas estampadas, adornos dorados, el canto con sus barbas, la cabezada anclada a la costura, las guardas pintadas a mano por Carmen, su mujer, que trabaja con verdadero primor y vivísima imaginación. Oler y explorar los libros con las yemas de los dedos produce un placer físico, sensual. Felicito al maestro y le entrego nuevos títulos, fantaseando con el cambio que experimentarán en unas semanas.

Salimos al camino que lleva hasta su casa. La estepa tiembla bajo el sol, casi como si tuviera fiebre. De lejos, el pueblo parece una frágil embarcación a punto de desaparecer por un filo azulado. Unos pájaros entran y salen de una casa abandonada. Nos despedimos con un abrazo.

Cuando regreso al pueblo, la plaza está vacía. El párroco y los agentes de la Guardia Civil se han esfumado. La tienda de ultramarinos ha bajado el cierre. Unas palomas se agrupan en el tejado de la iglesia; quizás han anidado en un árbol cercano o en una cornisa. Un perro sucio y con el pelo enredado dormita en una acera, disfrutando del sol de un marzo cálido. El sonido de una fuente con tres caños produce una ilusión de frescor. Hay una ventana abierta, con el alféizar lleno de flores. Una mujer joven canta una copla, tal vez escuchada a una abuela que ya sólo tartamudea. Celebro que el tiempo se detenga en algunos lugares, que una aparente impasibilidad desdibuje el paso de los años. Algunas cosas no deberían extinguirse jamás, como el arte de sanar y encuadernar libros, que es una forma de sanar y curar almas.

La perspectiva del reencuentro me ayuda a alejarme sin demasiada tristeza.

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