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Chinua Achebe: Todo se desmorona

Todo se desmorona

CHINUA ACHEBE

Todo se desmorona, de Chinua Achebe, ha sido publicado por Ediciones del Bronce.

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Hay en esta novela una escena modélica por lo que tiene de eficiencia narrativa. Se trata de contar el movimiento de unas emociones a través de unas acciones, un movimiento que busca alcanzar la sugerencia por medio del contraste: muestra cómo las acciones hablan de algo que aparentemente no les pertenece: la interioridad.

La escena es aquella en la que cuenta la muerte de Ikemefuna, hijo adoptivo del protagonista de la novela, Okonkwo. Este niño es de una aldea vecina y fue entregado a la aldea de Okonkwo en prenda por la reparación de una ofensa cometida. Okonkwo es el guerrero más fuerte y el niño es puesto a su cuidado hasta que se decida cuál será su destino. Okonkwo llega a considerarlo un hijo y lo aprecia tanto o más que al suyo propio. Y, en fin, Ikemefuna y el hijo de Okonkwo establecen además una verdadera relación fraternal.

Entonces sucede que la aldea decide que la forma ritual de reparación de la ofensa cometida es la muerte de Ikemefuna. No se anuncia así al lector, sino por vía indirecta. Un día, varios guerreros se disponen a salir a la selva llevando a Ikemefuna con ellos. Entonces, uno de los guerreros le dice a Okonkwo: «Ese chico te llama padre. No participes de su muerte».

Pero Okonkwo decide ir con ellos, lo que es una muestra admirable de su confusión, pues no podrá evitar esa muerte. Anuncia en su casa la partida, dice que lo van a devolver a su aldea e incluso harán que el niño lleve consigo un cántaro de vino de palma, que es un obsequio ritual entre las aldeas. Entonces cae el primer silencio sobre su casa, un silencio provocado por los adultos que saben y los niños que intuyen que algo malo va a suceder. El único que no sabe es Ikemefuna. La manera de potenciar dramáticamente la escena es la siguiente: el narrador va contando el tono distendido de la marcha del grupo en contraste con el silencio que reina en la casa de Okonkwo. Al mismo tiempo opera como alter ego de Ikemefuna y hace notar que éste siente algo extraño, pero que pronto desecha esta sensación al ver que Okonkwo, su padre adoptivo, camina tras él, lo que le hace sentirse seguro. No olvidemos que el lector sigue sabiendo que Ikemefuna va a la muerte y que Okonkwo, casi con toda seguridad, no podrá hacer nada por evitarlo. El dramatismo es verdaderamente alto y porque cuenta con el lector tanto como con la situación.

El paso siguiente es que la fingida animación del grupo decae y el silencio (segundo silencio) se apodera de ellos. Entonces Ikemefuna –otra vez el narrador opera como alterego– empieza a pensar en su verdadera madre (no en el padre, pues para él, el padre es Okonkwo, que va detrás guardándole las espaldas) y en si estará viva en su aldea; la invoca jugando el juego de cantarse una canción que, según la termine pisando con el pie izquierdo o el derecho –al igual que el juego de deshojar la flor bajo la pregunta «me quiere, no me quiere»– le dirá si su madre está muerta o vive. Así pues, el narrador opera en paralelo: de un lado, las actitudes y movimientos del grupo en marcha; de otro, los pensamientos y sensaciones del pequeño Ikemefuna.

De pronto, uno de los hombres que va tras él carraspea e Ikemefuna se vuelve. El hombre le gruñe y le dice que siga y no mire para atrás. En el modo de decir del hombre hay algo que produce en Ikemefuna un escalofrío: en este momento se juntan las sensaciones del lector, que asiste impotente y estremecido a lo que va a suceder, y la sensación de estremecimiento de Ikemefuna. Pero, además, Ikemefuna se hace una pregunta: ¿por qué Okonkwo, que iba tras él, ha desaparecido hacia los últimos puestos de la fila de hombres que avanza por el bosque?

La muerte la cuenta el narrador, en un rasgo genial, desde un nuevo punto de vista: el de Okonkwo, al que ha reintroducido magistralmente en la escena con la pregunta anterior. Okonkwo ve cómo el guerrero que carraspeó levanta su machete para asestar un golpe a Ikemefuna. Okonkwo no mira, pero oye el ruido del cántaro que Ikemefuna llevaba al caer y romperse. Lo siguiente que escucha es la voz del niño, que grita: «¡Padre mío, me han matado!»; entonces mira y lo ve correr hacia él. Y cierra así el autor esta escena: «Aturdido por el miedo, Okonkwo desenvainó el machete y remató al muchacho. Tenía miedo que le consideraran débil».

No sólo es admirable el mecanismo narrativo que consigue conmover de manera impresionante al lector por esa muerte. Es que, además, en la ritualidad de esa muerte se encierra el dilema central del protagonista de la novela, Okonkwo, que desea ser uno de los señores de la aldea, que posee la imagen de ser el mejor de los guerreros y al que la necesidad de mantener y consolidar esta posición lleva a matar a un muchacho al que ha amado y en el que depositaba más esperanzas que en su propio hijo para que le sucediera. En su punto emocional más alto, el deseo de poder de Okonkwo se manifiesta como miedo y confusión.

Quienes lean esta novela quizá no vean más allá de una historia exótica o, en el mejor de los casos –y ya es bastante, pues ese es el fondo sobre el que se desarrolla el drama-el conflicto de un choque de culturas, la blanca y la aborigen. Pero hay un punto más que la convierte en una obra poderosa: en Okonkwo –y, de modo genialmente resumido, en la escena comentada– está en toda su potencia el destino y la servidumbre del poder. Uno de los grandes temas de todos los tiempos.

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Ficha técnica

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