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Los premios

Los enamoramientos

Javier Marías

Madrid, Alfaguara, 2011

402 pp. 19,50 €

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La noticia literaria del mes pasado fue la concesión del Premio Nacional de Narrativa a Javier Marías por su novela Los enamoramientos. Fue una noticia doble, pues Marías respondió que, si de aceptar se trataba, prefería, como Bartleby, no hacerlo. Acto seguido convocó una rueda de prensa en el Círculo de Bellas Artes para explicar sus razones. Al hacerlo se mostró medido e incluso considerado. Contestó las preguntas de los periodistas con paciencia de monje tibetano, habló de la crisis de la cultura, lamentó que se recortaran los presupuestos de las bibliotecas y, sobre todo, se explayó acerca de los deberes del escritor para consigo mismo y, en un sentido más amplio, para con sus mayores. El rechazo –afirmó– se condecía con una decisión madurada desde hacía años: no aceptar distinciones provenientes del erario público. «Creo que el Estado no tiene por qué darme nada por ejercer mi tarea de escritor que, al fin al cabo, es algo que yo elegí.» Recordó también que su padre, el filósofo Julián Marías, nunca había ganado un Premio Nacional pese a los excelentes ensayos que había publicado, como tampoco lo habían hecho Juan Benet, Juan García Hortelano ni, al menos por ahora, Eduardo Mendoza, cosa que le parecía «chocante». Si a ninguno de ellos le había tocado, quizá tampoco él lo merecía. Esa nota, la verdad, sonó un poco falsa, pero, caramba, no era poca cosa ver a Marías haciendo votos de humildad.

A dos semanas del Nobel, cuando todo el mundo se rasga las vestiduras porque un cónclave de suecos ningunea a tal o cual escritor, el rechazo sirvió para recordarnos, si hacía falta, que los premios son dudosas asignaciones burocráticas. Plegarse a ellos poco tiene que ver con la literatura misma. En ese sentido, Marías no fue quizá lo bastante lejos: habría podido resaltar lo arbitrario de ofrecer este premio a esta novela, que, según ha de saber, no es ni remotamente tan buena como las mejores que ha escrito y no fueron premiadas; habría podido comprometerse, por ende, a no aceptar premios de ninguna índole (claro que si los dan en Alemania…), actitud que ha elegido, por ejemplo, Alice Munro, al opinar que el reconocimiento pasa por otro lado; habría podido hacer una señal de protesta en dirección a Estocolmo, donde año tras año se disfraza la geopolítica de estética (pero con Estocolmo, claro, no se juega). Más de uno se habrá quedado con la intriga, entretanto, de si se quiso premiar una novela o una trayectoria.

Porque Los enamoramientos es una novela premiable, en el sentido de que sirve para echar a andar la maquinaria del márketing. Pero lo cierto es que a Marías, como novelista, se lo nota cansado. Pienso en una idea de W. G. Sebald: los escritores tienen un período productivo de unos veinticinco años, flanqueado por el aprendizaje del oficio y la repetición más o menos competente de sus intuiciones clave. Hay muchos ejemplos y unas cuantas excepciones; en relación con la obra de Marías, podría plantearse un arco que fuera desde Todas las almas, su primera novela realmente personal, hasta la trilogía Tu rostro mañana, que él considera la mejor. El cálculo no es matemático, así que hay que tomarlo con pinzas. Pero él mismo ha observado, tras la publicación de su trilogía, que le parecía «haber dicho todo lo que tengo que decir en el campo de la novela. Si alguien me pregunta: “¿y ahora qué?”, le diría: “Nada. A descansar”». Y también: «Tengo la sensación de que no voy a escribir más novelas. […]. No voy a hacer ya nada de dimensiones equivalentes» (mil seiscientas páginas). También declaró que le interesaba volver al cuento, un género en el que había escrito dos libros, y la predicción acaba de cumplirse con la publicación de sus cuentos completos, Mala índole. Pero antes escribió una larga novela. Una novela, ahora es obvio, marcada por el cansancio.

Marías es poco dado a las formas breves, pese a haberlas cultivado en artículos y en ensayos: sus Vidas escritas son el mejor testimonio de sus considerables dotes para la escritura compacta. Pero como narrador es uno de los maximalistas más comprometidos de la literatura española, alguien siempre dispuesto a expandir el tejido de la prosa bajo la influencia de escritores como Faulkner, Juan Benet y Thomas Bernhard (hay quien dice Nabókov, aunque yo no lo veo). Faulkner y Benet incidieron en la primera mitad de su obra –El siglo, por ejemplo, es una fiesta benetiana de oraciones subordinadas, comentarios parentéticos, barroquismos léxicos y cambios abruptos de registro–, mientras que la presión de Bernhard empezó a sentirse a partir de los años ochenta, cuando las traducciones de Miguel Sáenz repercutieron como campanadas en el ámbito español. Hasta qué punto las influencias fueron positivas es discutible. Puede constatarse que, mientras Benet investigó vidas demolidas por circunstancias políticas hostiles, Marías se limitó sobre todo a los dilemas de una clase profesional atormentada, lo que tiene bastante menos peso moral; de manera similar, el «arte de la exageración» de Bernhard se convierte en las últimas y más expansivas novelas de Marías en una prolijidad que no siempre merecen los flacos hechos narrados.

Sin entrar en un análisis retrospectivo de la obra, cabe plantear que en Los enamoramientos, si no antes, se afianza una suerte de etapa manierista. Desde una postura caritativa se diría que se acentúan sus rasgos de estilo, pero también podría hablarse de manías. Bioy Casares prevenía a Borges contra las manías, porque a la larga «escriben a través de uno»; a Marías, un Bioy le vendría de perlas. En esta novela no sólo persisten las frases de sinuosidades arrítmicas, la perorata seudofilosófica, la generalización sentenciosa; también han conquistado espacios en los que un novelista menos seguro de sí mismo las evitaría a toda costa, como los diálogos. Desde hace unas cuantas novelas, los personajes de Marías no conversan, sino que monologan unos enfrente de otros, como si practicaran un discurso delante del espejo, pero ahora se alcanzan instancias realmente autoparódicas. Una réplica característica: «Ese es el error, un error propio de niños en el que, sin embargo, muchos adultos incurren hasta el día de su muerte, como si a lo largo de su vida entera no hubieran logrado darse cuenta de su funcionamiento y carecieran de toda experiencia. El error de creer que el presente es para siempre, que lo que hay en cada instante es definitivo, cuando todos deberíamos saber que nada lo es, mientras nos quede un poco de tiempo», etc. El discurso continúa en esa vena durante tres páginas. ¿Habla algún humano así hoy en día? ¿Lo hizo alguien después de, digamos, Cicerón? Y nótese la extraña combinación de perogrulladas, seriedad y registro escrito («incurren», «instante», «carecieran»). Este personaje cree que está diciendo algo importante. Y se diría que el autor también.

Los enamoramientos es un libro que se toma muy en serio. Y, sin duda, plantea grandes temas: la muerte y el enamoramiento, lo cual, según uno de los personajes, no es lo mismo que el amor. En ningún momento, por fortuna, se pronuncia la frase Eros y Tánatos, pero Marías teoriza hasta hartarse sobre la relación de ambos, sugiriendo que es más compleja de lo que habitualmente se cree. Como en Mañana en la batalla piensa en mí o Corazón tan blanco, la historia se complejiza conforme avanza, con la diferencia de que en Los enamoramientos la complejidad es en muchas ocasiones decorativa. El postulado central, en cambio, es sencillo. La narradora, una editora llamada María Dolz, se sienta a menudo en un café y observa a dos clientes de edad mediana y medios holgados, Luisa y Miguel Desvern, que se le antojan la pareja perfecta. Un día el azar desgarra esa perfección, cuando sin ningún motivo un vagabundo mata a Miguel Desvern a cuchilladas. María se entera del caso en el periódico y se obsesiona con él como suelen obsesionarse los personajes de Marías cuando hay un muerto. Poco después, se acerca a la viuda y traba con ella una especie de amistad; y más tarde inicia un romance con quien fuera un amigo íntimo de Desvern, un mujeriego tenebroso llamado Javier Díaz-Varela (Javier es una especie de alter ego del autor, al que Marías también presta sus señas particulares: mentón «partido», «pelo en pecho», «ojos rasgados», «boca carnosa», etc.: por qué el autor cae en este narcisismo descriptivo es realmente un misterio). En el curso de la novela, va delineándose la idea de que Díaz-Varela orquestó el asesinato con ayuda de un cómplice para quitar a Desvern de en medio y casarse con Luisa. Y Dolz, despechada, se enamora de Díaz-Varela.

La intriga no se resuelve, porque el único punto de vista es el de María, y ella reúne más hipótesis que pruebas. Se trata de una de las indefiniciones que parecen fascinar al autor, aunque, en realidad, lleva a un postulado posmoderno bastante banal: la verdad es una construcción narrativa. Estupendo. Pero un cadáver es un cadáver. Y el hecho de que un tercero no sepa cómo ocurrieron las cosas no quiere decir que no hayan ocurrido de un modo particular y sólo de uno. O quizá Marías quiera exponer la inestabilidad de la narración misma; en tal caso, el problema es que cae en una narración inestable, de estructura precaria e incómodos desequilibrios. Puede que la culpa la tenga su método de composición. Como ha dicho varias veces, al escribir avanza a tientas, sin un plan preconcebido, «progresando por medio de digresiones». Cuando eso surte efecto vemos una sólida construcción sebaldiana como Negra espalda del tiempo, pero en Los enamoramientos la falta de forma es manifiesta. Abundan los capítulos de relleno, los episodios innecesarios, las inserciones poco avisadas: por ejemplo, una larga conversación por teléfono con un escritor pagado de sí mismo, o un encuentro en casa de Díaz-Varela con Francisco Rico, a quien se presenta como el súmmum del ingenio y se le hace decir puras simplezas. Lo más frustrante es que ese material parece ocultar una sugerente novela breve sobre el amor, como lo fue El hombre sentimental. Lo cierto es que a Marías no le hacen falta premios, sino un buen editor.

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