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Psicopatología de la melancolía

Los jardines secretos de Mogador

ALBERTO RUY SÁNCHEZ

Alfaguara, Madrid, 264 pág.

Con la literatura en el cuerpo (Historias de literatura y melancolía)

ALBERTO RUY SÁNCHEZ

Emecé, Barcelona, 248 págs.

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Tengo que confesar de entrada que soy muy mal lector de libros como Los jardines secretos de Mogador, y que estoy convencido de que el único intento contemporáneo válido de competir con Scherazada se lo debemos a John Barth en las escasas sesenta páginas de «Dunyazaidea», la primera parte de su novela Quimera (1972, hecha traducir tempranamente al castellano por Julián Ríos en Fundamentos, Madrid, 1976). Tendría que seguir confesando que lo antedicho no habla para nada en contra de Los jardines secretos de Mogador, sino de mis falencias básicas, que son muchas. Hay una especie de rara antena antitrascendente que implantaron en mis genes (o bien es parte congrua innata de los mismos) y me lleva al rechazo visceral de ciertos libros tan indeglutibles para mí como la Biblia, por poner un ejemplo que todo el mundo entienda.

Dicho esto, y no es poco –me parece–, quizá deba añadir que Los jardines secretos de Mogador se lee muy fluido como puro texto, bien que personalmente no me guste el uso de galicismos tales como minarete y muecín, flamas y tamburines, existiendo alminar y almuédano, llamas y panderetas. Pero es evidente que Alberto Ruy Sánchez sabe manejar el idioma y sabe armar una historia, siguiendo claves secretas relacionadas con el número nueve, que es el canónico de los meses de un embarazo, en este caso el de la protagonista. Sólo no me tomen a mal que no prescinda de un guiño a los millones de sietemesinos que en el mundo han sido: aquí no se os concede ni la sombra de una única oportunidad, el esquema del libro está pensado para el común denominador 9, así es que el 7 se queda para jugar a las siete y media. Y punto.

¿De qué trata el libro, de qué va en él? ¡Pero si el título mismo ya no deja lugar a dudas!

El libro trata de jardines y de Essaouira –que dicho sea de paso es un topónimo más caligráfico que Mogador–, y de la bella Jassiba y de cómo le hurta su cuerpo al narrador si éste no le cuenta cada noche un nuevo jardín de la ciudad. Es decir, Las mil y una noches pero con los papeles trocados, aunque sin perder la posibilidad de incluir entre sus páginas todo lo que el narrador sea capaz de narrar como jardín. Para quienes gusten de este tipo de literatura, que es y no es narración, que es y no es ensayo sublimado, que es y no es poesía en prosa –«prosa de intensidades», como el mismo Ruy Sánchez la llama en el otro libro de mi reseña–, Los jardines secretos de Mogador son un regalo llovido del cielo, por más que en Mogador no llueva nunca.

Harina de otro costal es el segundo libro de Ruy Sánchez. Lo que en Robert Burton fue Anatomía de la melancolía se convierte en el segundo libro de Ruy Sánchez que me cabe el placer de reseñar, en psicopatología empática del mismo sentimiento, a través de la obra de Rilke y Pasolini, la Yourcenar y Max Frisch, Beckett y Nadiezhda Mandelstam, amén de dos recuperaciones que nos están haciendo mucha falta: las de Zamiatín y Panait Istrati. Es, sin embargo, en el ensayo sobre George Orwell y su Milnovecientosochentaycuatro –y no 1984 (la obra se titula en inglés NineteenEighty-Four , y don Orwell no acostumbraba a dar puntada sin hilo)–, es en este ensayo, pienso, donde el autor llega a la mayor profundidad de su análisis de un talante humano y su relación con la obra a que dicho talante da lugar. Ignoro si Ruy Sánchez ha tenido la oportunidad de leer los textos que Orwell escribió como comentarista político para la BBC durante la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo los párrafos que le suprimió la censura y que: a) le movieron a abandonar ese tipo de trabajo, pero sobre todo b) le dieron la clave de lo que debería ser el idioma de una comunidad gobernada por el Big Brother. No importa: los haya leído o no, el texto que tiene como protagonista a Orwell merece por sí solo un elogio muy cualificado, y hasta emocionado, a título personal.

También es memorable lo que Ruy Sánchez escribe acerca de Shostakovich, pero entiendo que éste es un capítulo que requiere rancho aparte. Se necesitaría un estudio exhaustivo de las partituras de la Sexta, sobre todo la Sexta, y la NovenaSinfonías para intentar desentrañar hasta qué punto Shostakovich se convierte a partir de un momento determinado, según ha dicho uno de sus estudiosos, en Pimenn, el monje cronista de Boris Godunov, y su música puede ser oída como un comentario a la sangrienta historia del estalinismo. Claro está que Shostakovich debió padecer todos los miedos, y en ello estoy de acuerdo con Ruy Sánchez, pero hay algo que su música demuestra de una manera que alegra el corazón: nunca lo padeció delante del papel pautado. Basta recordar lo que escribió sobre el estreno de su novena, en noviembre de 1945, cuando todos esperaban de él un ditirambo a la victoria sobre el nazismo y él les ofreció de entrada un allegro que parecía la melodía de un golfo callejero tocando la armónica: «Stalin se enfureció. Estaba profundamente dolido porque en mi sinfonía no había ni coro ni solistas. Ni tampoco apoteosis, ni siquiera una miserable dedicatoria. Era sólo y nada más que mi música, que Stalin no comprendía muy bien, y cuyo contenido era dudoso». Y tanto. Pienso, pues, que aquí convendría profundizar mucho, escuchando con mucha paciencia y atención la música que Shostakovich compuso en esos años de su más profundo miedo. A mi juicio, musicalmente supo disimularlo bastante bien.

Lunares en el texto [¿y dónde no los hay?]: a) La obra maestra de Max Frisch no se titula Mi nombre es Gantenbein; se trata de una identidad mucho más hipotética y deslavada: Digamos que mellamo Gantenbein ; b) A Dimitri –inapelablemente Dimitri– Shostakovich se lo nombra tres veces Mijaíl, una de ellas en el índice del libro. Y c) El Tolstói a quien se alude en la página 143 es Alexis, pero –tal como allí se lo presenta-el lector inadvertido creerá que se trata del viejo león (con minúscula y mayúscula): por cierto, que ese mismo espejismo se desliza también en Los jardines secretos de Mogador, al hablar de un Pizarro que no puede ser el gran Francisco sino su hermano Hernando, pero el texto esconde la evidencia. En fin, peccata minuta.

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Ficha técnica

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