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El encargado de las llaves del jardín

Los invitados al jardín

ANTONIO GALA

Planeta, Barcelona, 360 págs.

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La literatura ha sido pródiga en el género de los ejemplarios (en España se pueden recordar el Disciplina clericalis de Pedro Alfonso o El conde Lucanor de don Juan Manuel, o el aparente contraejemplario del Libro de buen amor del Arcipreste de Hita), un caudal de moralidad que se ha incorporado, en los relatos orales contemporáneos, al género de las leyendas urbanas, que nos advierten de los peligros de engañar a la pareja, de desobedecer a los padres, de tomar sustancias peligrosas o de andar solos por las calles. (Ya hay material accesible y riguroso en castellano, como el muy reciente del profesor americano Jan Harold Brunvand, El fabuloso libro de las leyendas urbanas, publicado por Alba.) Los invitados al jardín, el nuevo libro de cuentos de Antonio Gala, está entre la tradición del ejemplario y la leyenda urbana. Tiene de la primera el adoctrinamiento sobre lo que no debe ser el amor y toma de la segunda la moraleja ultraconservadora, el terror a la libertad (una paradoja sorprendente en un escritor tan dado a reivindicarla).

El planteamiento de Gala es sencillo: muchos son los llamados al jardín, pero muy pocos los que pueden entrar en él. El jardín es el paraíso, el lugar sin pecado, como tradicionalmente se conoce desde la Biblia; pero también, siguiendo la versión del Cantar de los cantares, el jardín se identifica con la persona que se ama. (No resulta difícil relacionar el Cantar de los cantares con Gala, ya que tuvo que familiarizarse con la versión de Fray Luis de León, a quien retrató en su serie de televisión Paisaje con figuras). Nadie está libre de pecado y nadie consigue tener una relación amorosa estable. Nadie puede entrar al jardín de Gala, donde no hay problemas de overbooking (es posible que el único que disfrute de manzanos y glicinas sea el propio Gala, narrador y protagonista secundario de algunos de los relatos): a los homosexuales de «Los gorditos», aturdidos por una gula terrible, un ascensor desfondado les hace caer al vacío; a la modelo espectacular de «La modelo», inexplicablemente descontenta con su suerte, la desfigura un accidente; al sacerdote simplón de «La penúltima» le impedirá entrar la alcoholemia a la que le ha abocado el exceso de eucaristías; a la ninfa secuestrada y enamorada de «El dragón moribundo» le romperá su felicidad el malvado San Jorge; al tímido profesor de Arte especialista en Zurbarán de «La exposición» le impedirá el amor con su chulo americano… Da igual si eres heterosexual u homosexual, o figurilla de pastor fabricada para el belén, hombre o mujer, o transexual, gordo o bella, o normal, creyente o ateo, malo o bueno, rico o pobre, español o cubano… todo se conjurará para que la vida te fulmine con su disparo de realidad. Para que Gala te fulmine con su disparo de realidad. Qué forma tan diferente de entender la realidad tienen Gala y Raymond Carver, qué absurda frivolidad en el primero, cuánta tristeza en el segundo.

El armazón teórico no le falla a Gala, que se agarra a la imagen del jardín para dar coherencia a los relatos, a los avatares desgraciados de sus protagonistas; pero sólo mantienen unidad en su desarbolamiento y en su mala factura. Si el cuento tiene que jugar con la intensidad de las emociones, Gala la desactiva con morosidad y con un incomprensible deseo de contarlo todo: genealogía, aficiones y actos sociales. Si el cuento parece disponerse como una broma, la moraleja lo chafa como broma y como literatura. Si el cuento aspira a la tragedia (una tragedia más cercana a las de Lorca que a las de los griegos), el final lo cierra de una forma chusca. En Los invitadosal jardín, las pequeñas ficciones están armadas con piezas de diferentes puzles que no encajan unas con otras y que acaban formando figuras un tanto freaks; no feas a propósito como en el expresionismo, sino deformes por incapacidad del creador, a la manera de Ed Wood.

Para leer este libro de Gala hay que olvidarse de toda la tradición contemporánea del cuento: olvidarse de Chejov y olvidarse de Carver, olvidarse de Borges y olvidarse de Piglia, olvidarse de Henry James y olvidarse de Robert Coover, olvidarse de Saroyan y olvidarse de Cunqueiro. E incluso olvidándose de todos ellos resulta difícil comprender Los invitados al jardín. Más allá de la medieval del ejemplario, los cuentos de Gala están fuera de toda tradición, pero no crean otra.

Muchos de los cuentos son glosas, largas glosas apenas disfrazadas, de noticias de la prensa y de la televisión (especialmente de los sucesos, dada su propensión a la catástrofe, a la muerte, con un aire a lo Reader'sDigest), y suelen ser los que ofrecen una mejor terminación, quizá porque no necesita inventar el comienzo y ya tiene dado el desenlace. Otros son pequeños sucedidos, a lo mejor reales o poco camuflados, en los que se suele enredar atropelladamente, y más que relatos parecen resúmenes de novelas, aburridas novelas, novelas abortadas por su falta de sustancia. Unos cuantos proceden del melodrama, versión culebrón (como en «La feliz engañada», la historia de un falso aviador anticastrista), y antes de comenzar la anécdota está tan desvelada que no se entiende cómo la sigue alargando durante páginas y páginas.

En «Reunión de trabajo en primavera», que relata la frustrada aventura sexual entre un profesor español y una profesora norteamericana de español, Gala, hablando del teatro del Barroco español, afirma: «Una versificación facilona, unos temas pedestres y ramplones, la eliminación de cualquier problemática honda […], unos enredos interminables y una feliz terminación»; si se sustituye «versificación» por «construcción» y «feliz» por «fatal» parece que Gala esté escribiendo sobre su propio trabajo. Poco más adelante, Gala señala que «el mayor reproche que puede hacerse [al teatro español de todos los tiempos es] la entrega del autor a su público, en lugar de a su pueblo». Es posible que Gala esté exponiendo una autocrítica, lanzando un mensaje en un envase poco adecuado: en vez de la botella de cristal, lo mete en un arcón de plomo. No se olvide: su mensaje tiene mensaje y es crítico con la situación política, con el discurrir del mundo, con la situación de la mujer…

Tras la idea del jardín, sagrado recinto, no resulta difícil atisbar la figura de Dios, que Gala usurpa. Gala ex machina, preservando el lugar apacible, siempre dispuesto a lanzar su rayo vengador: que nadie ose traspasar estas puertas.

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Ficha técnica

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