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Loco por ser salvado

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La corta vida, el gran talento y el último dólar de Jack Kerouac estaban a punto de consumirse cuando la joven escritora Joyce Glassman le compró una cena consistente en perritos calientes y judías un sábado por la noche en Nueva York en enero de 1957. Glassman comprendió que estaba sin un céntimo, pero del resto no se enteraría hasta más tarde. Pensó que Kerouac era hermoso, con sus ojos azules y su piel bronceada. Acababa de volver de pasar sesenta y tres días solo en una de esas torres de vigilancia para detectar incendios en medio de las Montañas de las Cascadas, al noroeste de la costa del Pacífico, donde escribió furiosamente en su diario y se sintió atormentado por sombríos pensamientos de mortalidad. Glassman tenía veintiún años, había nacido y se había criado y educado en el Upper West Side de Manhattan. Había leído la ambiciosa primera novela de Kerouac, The Town and the City, creía en el poder redentor del amor y estaba abierta a prácticamente cualquier cosa. Cuando Kerouac le preguntó si podía quedarse en su casa, situada en la parte alta de la ciudad, ella contestó: «Como quieras».

El Kerouac que conoció Glassman no era el Kerouac que se hizo luego famoso. Ella trabajaba por entonces para la agencia literaria que negoció la primera novela de Kerouac y que luego no lograría encontrar editores para sus posteriores libros. En una copia que se llevó prestada de la oficina de The Town and the City (y que nunca devolvió), Glassman leyó un relato levemente disfrazado de un niño devoralibros que crecía en una ciudad industrial de tamaño medio venida a menos de Nueva Inglaterra. Era un libro largo plagado de espléndidas descripciones de noches de verano y chicas adolescentes en heladerías, del deseo apremiante del corazón de un chico y de su lucha posterior para encontrar una manera de vivir. En el libro, Kerouac se había dividido entre varios hermanos apellidados Martin. Uno (Pete) estaba fieramente decidido a destacar como futbolista, un segundo (Joe) conducía grandes camiones y deseaba recorrer el Oeste en una moto a una velocidad endiablada, mientras que un tercero (Francis) era «un joven lector de libros meditabundo y descontento […] lleno de un extraño placer y de la creencia de que es el único mortal de la ciudad que ha comprendido aterradoramente el sentido de la vida y de la muerte».

Kerouac irradiaba una dulzura encantadora y era presa de una obsesión por la escritura a la que ninguna joven podía resistirse

Cuando el poeta Allen Ginsberg, amigo de Kerouac, le pasó a Glassman el teléfono aquel sábado por la noche de 1957, ella ya estaba medio enamorada del hombre que le dijo que estaría esperando en un restaurante de la calle 8 en Greenwich Village, fácil de identificar con su pelo negro y su camisa a cuadros rojos y negros. Kerouac irradiaba una dulzura encantadora y era presa de una obsesión por la escritura a la que ninguna joven que estaba trabajando a su vez semiclandestinamente en su primera novela podía resistirse. Ella quedó anonadada con su belleza física y más tarde insistió en que «belleza» era la palabra adecuada. Otras mujeres reaccionaron del mismo modo. Cuando Kerouac sorprendió a Glassman echando miradas furtivas empezó a dibujar unas caricaturas de caras que provocaron las risas de Joyce. Ella confesó, por supuesto, que estaba escribiendo una novela. Él le lanzó las preguntas inevitables e hizo una mueca cuando ella le confesó que su escritor preferido era Henry James. «Me preguntó si reescribía mucho y dijo que no habría que revisar nunca, no cambiar nunca nada, ni siquiera una palabra. Lamentó toda la reescritura que había incorporado a The Town and the City. Decía que nadie podría conseguir que volviera a hacerlo».

Kerouac introdujo enseguida a Glassman en una novela, describiéndola como «una judía triste y elegante de clase media en busca de algo». «Triste» era una de las palabras predilectas de Kerouac. Desolation Angels se unió a los manuscritos de otra media docena de libros muy rechazados y escritos a la manera en que él instaba a Glassman: con una apasionada y precipitada avalancha de palabras. Glassman conoció a Kerouac durante sus últimos meses de anonimato. Antes de que acabara el año había publicado ya el libro que transformó su vida, On the Road; se había largado de un día para otro a lugares lejanos (Tánger y México), en los que se sintió inmediatamente miserable; entre un viaje y otro, pasaba la mayor parte de su tiempo viviendo con su madre; sus cartas a Glassman decían invariablemente que se sentía solo, pero las visitas que le hacía eran breves; había escrito la mayoría de los libros que llegaría a escribir, y el lapso de tiempo que transcurría entre borracheras había empezado a acortarse considerablemente.

Pocas vidas de escritores han sido tan copiosamente documentadas como la de Kerouac. El grano es extremadamente fino. La noche del 12 de diciembre de 1940 besó a una joven belleza rusa llamada Norma Blickfelt y luego se llevó su agitación al West End Bar, en el Upper West Side de Manhattan, en el que se bebió seis cervezas. Kerouac tenía dieciocho años, Norma dieciséis, y yo cero, pues nací justo ese mismo día, en un hospital situado al otro lado de la ciudad. Kerouac no se olvidaba de nada. Sus amigos de Lowell (Massachusetts), donde se crió, lo llamaban el «Niño de la Memoria» por su facilidad para recordar los detalles de su pasado. Desde su adolescencia parece haber escrito todo lo que hacía, pensaba o sentía en cada momento, a menudo en múltiples versiones, creando, además de su estante de novelas autobiográficas, un enorme archivo manuscrito de notas, cartas y diarios (depositados actualmente en la Berg Collection de la Biblioteca Pública de Nueva York). Seis de las mujeres en la vida de Kerouac –sus dos primeras mujeres y cuatro amantes ocasionales– bien escribieron libros sobre él, bien fueron ellas mismas objeto de libros. Glassman fue la primera en publicar unas memorias y ahora, valiéndose de su nombre de casada de Joyce Johnson, ha añadido un segundo relato más sustancial. Allen Ginsberg, el amigo y valedor de Kerouac, que anhelaba ser también su amante, llevaba un diario famoso por sus dimensiones. Muchos de los amigos de Kerouac escribieron libros y todos parecen haber escrito largas cartas de las que ninguno se desprendió.

De entre estas cartas, algunas de las más largas y las más vívidas fueron las de Neal Cassady, que se convirtió en la figura central de la vida de Kerouac, eclipsando incluso a su madre. Cassady apareció en Nueva York en 1946 y durante los doce años siguientes entró y salió de la vida de Kerouac con la abrupta independencia de un gato. Cassady era el producto de una vida de la más pura contingencia. A la edad de seis años se mudó a la zona más depauperada de Denver con su padre, un barbero al que Cassady describió como uno de «esos hombres grises que se habían entregado […] a la tarea de acabar sus días borrachos y en la miseria». De la vida en las calles, Cassady adquirió unas dotes extraordinarias como estafador. Se movía por la vida con paso firme, cogiendo lo que quería, fundamentalmente mujeres y coches. Podía largarse conduciendo un coche robado con la misma rapidez que lo hacía el dueño con la llave. Según sus propios cálculos, se había llevado (y más tarde abandonado) quinientos antes de cumplir los veinte años. Las almas más indecisas se sentían intimidadas en su presencia.

Pero el lenguaje era el primer y el mayor amor de Cassady. La lectura apasionada de Proust y Shakespeare, descubiertos en su adolescencia, le hicieron desear ser escritor. Fue este sueño el que lo llevó a Nueva York, donde sus amigos dijeron que lo ayudarían a entrar en la Columbia University, algo que nunca llegó a suceder, y la pasión por la escritura fue remitiendo gradualmente, con escasos resultados. No fue nunca capaz de permanecer ligado a una cosa el tiempo suficiente como para terminarla. Un relato de su primer encuentro con Kerouac, también el acontecimiento más importante en la vida de Cassady, tenía sólo cuatro páginas y acababa en mitad de una frase. Un centenar de páginas de una autobiografía fue lo más sustancioso que logró crear, pero esas páginas, publicadas más tarde como The First Third, eran muy buenas.

Cassady era unos años más joven que Kerouac e igual de apuesto, pero no del modo que Glassman y otros llamaban hermoso. Mientras que Kerouac era tímido y observador, Cassady era directo, confiado y seguro. Su energía nunca flaqueaba y era un conversador incansable. Su manera de hablar era frenética y obsesiva, una especie de comentario ininterrumpido de los pensamientos y acontecimientos del día conforme iban pasando por su cabeza. «Por supuesto que ahora nadie puede decirnos que no hay Dios», podía decir Cassady mientras avanzaban a toda velocidad en medio de la noche hacia una lejana ciudad. «Todo está bien, Dios existe, conocemos el tiempo. Todo desde los griegos se ha predicho de forma equivocada. No puedes montártelo con geometría y con sistemas geométricos de pensamiento. ¡Es esto!» Aquí Cassady apartaba las dos manos del volante y metía un dedo dentro del puño. («El coche iba pegado a la línea, recto y preciso», anotó Kerouac.) «Y no sólo eso, sino que los dos comprendemos que yo no podría tener tiempo para explicar por qué yo sé y tú sabes que Dios existe». Y seguía. «Conocemos el tiempo. Sí, sí…»

A Kerouac le encantaba escuchar a Cassady. «No había nada claro en las cosas que decía, pero lo que quería decir acababa resultando de algún modo claro y sencillo». Cassady estaba embriagado con los libros profundos que estaba leyendo, se mostraba impaciente por tener una vida asentada, presto a dar un salto o a cambiar de rumbo, y en un coche era imparable. Cassady y Kerouac hicieron juntos varios viajes por carretera que ahora son leyenda. En total, eran unas pocas semanas de acá para allá, siempre iban con prisas, siempre a punto de gastar el último céntimo, confiando en la suerte de ese día. Estos viajes desordenados, atravesando el país de un lado a otro, prendieron la imaginación de Kerouac y lo empujaron a repensar su vida y su arte. Su primera novela, The Town and the City, escrita en 1947-1948, tenía una profunda deuda contraída con Thomas Wolfe, pero se trata, por lo demás, de una narración convencional de un joven en una ciudad estancada que se encuentra torturado por la esperanza y la vacilación, arrastrado por la historia. Cassady nunca vacilaba, estaba siempre preparado para lo siguiente, hacía caso omiso de las reglas, exigía atención. Sus idas y venidas, acciones y palabras, iban más allá de la vida normal a ojos de Kerouac, y emocionaba a sus oyentes igual que los jeribeques jazzísticos de un saxofonista genial a altas horas de la noche. Eso es lo que Kerouac quería poner en palabras –el desenfreno del corazón y la mente en un estado de exaltación–, y cuando finalmente desarrolló una manera de hacerlo, Ginsberg la llamó una «espontánea prosodia bop».

The New York Times calificó On the Road de una «gran novela» que marcaba una «ocasión histórica» en la literatura estadounidense

Esa es la versión corta del gran logro que Kerouac consiguió como escritor. La versión larga es la que Glassman/Johnson se dispone a explicar en su segundo libro sobre su amante muerto hace ya tanto tiempo, The Voice is All. The Lonely Victory of Jack Kerouac (La voz lo es todo. La victoria solitaria de Jack Kerouac). La publicación de On the Road, en el otoño del año en que lo conoció, lo detuvo allí donde estaba. El éxito fue el problema: no el dinero, sino la fama. El dinero, en verdad, fue modesto, pero la fama fue abrumadora: el tipo de fama que un país concede a un artista sólo en dos o tres ocasiones a lo largo de un siglo. The New York Times calificó On the Road de una «gran novela» que marcaba una «ocasión histórica» en la literatura estadounidense, trascendiendo la Generación Perdida y dejando el testigo en manos de la Generación Beat. La mayoría de los estadounidenses encontraron aquí por primera vez el nombre de Kerouac para los santos impacientes, errabundos, drogadictos, buscadores de Dios, despotricadores de la poesía de las calles de las ciudades de madrugada a las que los revisores y reescritores, los licenciados universitarios de clase media que fumaban en pipa tenían miedo de ir. De un día para otro pasó de ser el muchacho esperanzado con un manuscrito a convertirse en el rey de la Generación Beat. El éxito de On the Road le hizo cargar con una promesa de duración indefinida demasiado inmensa, demasiado exigente para poder ser soportada por el muchacho esperanzado, y no lo hizo. La bebida ayudó a ocultar sus vacilaciones y luego se hizo con el control, del modo en que lo hace el alcohol. Mediada su relación de dos años con Glassman, la historia de Kerouac estaba a punto de terminarse, los libros estaban escritos en su mayor parte, el talento se había exprimido hasta secarse. Kerouac y Glassman comprendieron los dos que algo terrible había sucedido, del calibre aproximado de la víctima de un infarto que se da cuenta de que ya no puede hablar. A partir de entonces fueron necesarios una docena de años para que la vida de Kerouac llegara a su definitivo y amargo final. Los segundos actos en las vidas creativas estadounidenses suelen ser así: historias deprimentes de dirección perdida y exceso de alcohol. En el caso de Kerouac, no hay detalles secretos. La decisión más importante de Glassman con su nuevo libro era detenerse antes de que el tren descarrilara, dejar las páginas en blanco y las borracheras y las relaciones fracasadas y los problemas de salud y la lastimosa dependencia de Kerouac de su madre para todos los demás biógrafos. El principal de todos ellos es Gerald Nicosia, cuyo Memory Babe es despiadadamente completo. Lo que Glassman/Johnson quería explicar es cómo aprendió Kerouac a escribir On the Road. El resultado es un libro mesurado, poderoso, que reconoce el talento único de Kerouac para expresar con palabras los deseos caóticos de los hombres estadounidenses de mediados del siglo XX que querían dar a sus vidas dimensiones de mito. Kerouac admiraba a Thomas Wolfe y a Walt Whitman, pero no era como ellos. En realidad, no se parecía absolutamente a nadie.

El Kerouac escritor es inseparable, por supuesto, de la vida del Kerouac hombre. De forma sumaria, las cosas son así: nació en Lowell (Massachusetts), de padres franco-canadienses, en 1922, se mudó once veces antes de cumplir diecisiete años, se hizo adicto de los libros y de jugar con su imaginación, se quedaba levantado toda la noche en el instituto hablando de poesía e ideas con un grupo de amigos, no se acostaba mientras se dedicaba a beber con un grupo diferente, aprendió a amar la noche y la lluvia, anhelaba casarse con una vecina cuyo padre prometió conseguirle un trabajo de guardafrenos en los ferrocarriles Boston and Maine, se valió de su talento para el fútbol para conseguir una beca para la Columbia University, abandonó la facultad a los diez minutos, cruzó un par de veces el Atlántico como marino mercante al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, volvió a la universidad otros diez minutos y a partir de entonces dividió su tiempo durante varios años entre una vida de escritor bastante disciplinada en su casa de Queens con su madre viuda y ocasionales incursiones en Manhattan para beber y hablar demasiado con un círculo de brillantes y temerarios amigos, poseedores de distintos grados de talento, que proporcionan un par de centenares de páginas de una narración frenéticamente compleja en cualquier Vida de Kerouac: el escritor y el hombre que quiera ser completa. Durante este período se casó y se divorció en dos ocasiones, se libró por poco de ser acusado de complicidad en un asesinato, «he decidido» –escribió en su diario a los veinticinco años–  «no volver a emborracharme», empezó a utilizar la palabra «beat» para describir el estado espiritual de amigos que llevaron la experiencia hasta su pavoroso límite, y se embarcó en una gran novela.

Murió a los cuarenta y siete años en octubre de 1969 de varices esofágicas. Fue «la clásica muerte del borracho»

En una fecha tan temprana como 1944, nos cuenta Glassman/Johnson, una chica preguntó a Kerouac qué es lo que estaba buscando en su escritura. «¡Un nuevo método!», contestó. La teoría que barajaba en 1946 para el modo adecuado de escribir una «novela que sea realmente como un Niágara» era no dejar nada fuera. Dividía a los escritores estadounidenses entre los sacadores y los metedores. En el primer grupo incluía a Scott Fitzgerald y Henry James, que escribían y reescribían para acabar convirtiendo un libro en una pulida gema. El segundo grupo acogía a Whitman y Wolfe, que extendían sus brazos para abarcar la totalidad del paisaje imposible de la experiencia estadounidense para hacer un libro poderoso como el río Misisipí en plena crecida.

A finales de 1946, mientras Kerouac estaba en las primeras fases de meter cada minuto de sus primeros veintidós años en The Town and the City, Cassady llegó a Nueva York llevando consigo a su espléndida e irresistible mujer de dieciséis años, LuAnne Henderson. LuAnne se convirtió más tarde en amante de Kerouac, pero fue Cassady quien cambió su vida. En cierto sentido, Kerouac había estado esperándolo. El más listo de los amigos de Kerouac en Lowell, Sebastian Sampas (que caería luego mortalmente herido en la batalla de Anzio), había predicho en sus años de adolescencia que los Estados Unidos serían pronto redimidos por un hombre nuevo, un «hombre primitivo, rudimentario, incompleto – magnífico – [que] está moldeando el corazón de nuestro país». Kerouac se tomó en serio esta idea grandilocuente y Cassady, formado en las calles y en los centros de detención juvenil de Colorado, con su atractivo físico y su energía intelectual, parecía encajar en la predicción. Fue el uso del lenguaje por parte de Cassady el que plantó la semilla del nuevo método. En una carta a Kerouac de diciembre de 1947, Cassady decía que el escritor debería abandonar toda pretensión literaria. «Creo que debería escribir, en cambio […] como si fuera la primera persona sobre la tierra y estuviera poniendo humilde y sinceramente sobre el papel aquello que viera y experimentara, amara y perdiera; aquello que fueran sus pensamientos pasajeros y sus penas y deseos».

Esta sugerencia llegó demasiado tarde para The Town and the City. Cuando quedó concluido a comienzos de 1948, el libro era un manuscrito de mil páginas; los amigos de Kerouac en Nueva York estaban sobrecogidos. Pero, aparte de su extensión y su ambiciosa escritura, era una novela tradicional del tipo de la que estaba intentando también escribir Glassman, plagada de personajes, escenas, descripción natural y evolución con el paso del tiempo. Esto último no acababa de conformar una historia; Kerouac no estaba muy interesado en la historia. Fue Thomas Wolfe, afirmó Kerouac, quien «me hizo cobrar conciencia de los Estados Unidos como un poema». Kerouac poseía un don para la prosa poética de largo aliento; en The Town and the City le da rienda suelta: dos páginas y media, por ejemplo, sobre el tren en Galloway, su nombre para el Lowell de su juventud. En mi opinión, capta plenamente el tormento solitario de un niño en una noche lluviosa en una localidad de provincias: «El río crece y se abre paso sombríamente a codazos a través de orillas plegadas, ablandadas todas por la lluvia» constituye un buen ejemplo. Pero si se piensa que la elegía de Kerouac no es otra cosa que irritante, entonces The Town and the City resultará ilegible.

Después de que el libro fuera aceptado por un editor neoyorquino, Kerouac redujo su extensión y lo tensó: todas las cosas que juró a Glassman que nunca volvería a hacer. Pero aun antes de que The Town and the City estuviera acabada, anotó en su diario que tenía «otra novela en mente –“On the Road”– en la que no paro de pensar […] dos tipos que van a California haciendo autostop […] También –añadió– estoy encontrando un nuevo principio de escritura. Después, más».

La nueva novela y el nuevo método llegaron ambos lentamente. En el verano de 1948, Kerouac se dijo a sí mismo que el modo nuevo y correcto era incluir sólo «pensamientos que llegan sin anunciarse, sin planificarse, sin forzarse, vívidamente ciertos con su luz deslumbrante». Pero la novela de carretera que salía de su máquina de escribir seguía estando conformada del modo habitual: personajes, escenas, diálogo. Kerouac escribió una versión tras otra, cambiando los nombres de los personajes, añadiendo o cortando escenas, ideando nuevos títulos como «The Hipsters» o «The Furtives» antes de volver a «On the Road». Poco a poco, la historia ficticia desapareció y fue sustituida por un relato que incluía lo esencial de lo que sucedió durante los dos o tres años en que Cassady estuvo más presente y causó la impresión más profunda en la vida de Kerouac. «No son las palabras las que cuentan –se dijo, tumbado en la cama en noviembre de 1949–, sino el flujo de lo que se dice». 

Finalmente, en la primavera de 1951, Kerouac estaba listo para empezar otra vez desde la primera palabra. Glassman/Johnson cree que una de las cartas de Cassady le mostró el camino, un relato fascinante y sin resuello de la relación intensamente sexual de Cassady con una chica de Denver que fue leído con avidez por su grupo de amigos de Nueva York. Es probable que haya que reconocer a Cassady parte del mérito por lo que hizo Kerouac a continuación, que fue empezar a poner un rollo de papel interminable en su máquina de escribir el 2 de abril de 1951. Tres semanas más tarde había escrito On the Road. En una carta le dijo a Cassady que el libro «iba deprisa porque en la carretera se va deprisa». 

Pero el «On the Road» en el rollo no es el libro que lo hizo famoso y destrozó su vida como escritor en 1957. En el rollo, a pesar de los numerosos comentarios desdeñosos de Kerouac sobre la revisión y la reescritura, que condenaba como un pecado, había escrito únicamente un primer borrador de On the Road. Necesitó cinco años para encontrar un editor, que luego insistió en realizar algún tipo de trabajo editorial básico: partir el río de palabras en frases, párrafos y capítulos, sin los cuales el libro resultaría ilegible; y luego, más importante aún, le dijo que la maraña de viajes por carretera de un lado para otro no tenía sentido. Kerouac podía haberse negado, pero no lo hizo. Escuchó a su editor, comprimió los numerosos viajes en unos pocos, cada uno con su propio propósito y consecuencia, dándole, por tanto, al libro su estructura de búsqueda. A algunos lectores –el novelista y ensayista Larry McMurtry, por ejemplo– les gusta más el rollo, pero lo más probable es que el rollo hubiera permanecido inédito, o que no se hubiera leído en caso de haberse impreso, o que se hubiera dejado a un lado en caso de haberse leído, que es más o menos lo que sucedió con los posteriores libros.

La reescritura llegó más tarde, sin embargo, cuando Glassman estaba pasando por su vida. El gran acontecimiento de 1951 fue que Kerouac abrazó el nuevo método, dejando salir por una puerta abierta cualquier cosa que estuviera fermentando en su mente, un río de palabras carente de guía, de revisión, de cauce. Todos sus demás libros, empezados después de cumplir los treinta años, fueron escritos valiéndose del nuevo método. El desgaste de llegar hasta este punto había sido inmenso. La bebida estaba diciéndole cómo organizar su día; a menudo se despertaba terriblemente enfermo, al borde de la muerte; estaba permanentemente sin un céntimo; sus amigos medio temían verlo llegar; ninguna mujer confiaba en él como para prestarle atención durante mucho tiempo. Las cosas tomaban un curso que no admitía dudas, aun para el propio Kerouac. En su diario de noviembre de su gran año, escribe Glassman/Johnson, describió al hombre que veían otros: ropa sudada y piel reluciente, el pelo sin cortar, el estómago hinchado y endurecido con la bebida. No luchó contra esto, sino que encontró su victoria en otra parte. «Estoy perdido –escribió–, pero he encontrado mi obra».

La de Kerouac fue una vida breve, pero no malgastada. On the Road cambió el modo de pensar y comportarse de las personas

Poco, quizá nada, de lo que escribió Kerouac después de On the Road se habría leído, o publicado, si no hubiera sido escrito por él. La última docena de años revisten un cierto interés macabro como un caso de alcoholismo en fase terminal. Empezó a beber a los dieciocho años y más tarde escribió que eso pasó cuando la «melancolía y la indecisión se abalanzaron por primera vez sobre mí: ahí se encuentra una buena conexión». Pero la comprensión de su propia condición no fue más allá. Durante los últimos meses de su vida vivió en San Petersburgo (Florida) con su madre y se iba a beber a lugares con nombres como el Flamingo Bar. Murió a los cuarenta y siete años en octubre de 1969 de varices esofágicas; en efecto, sangró hasta morir tras romperse los vasos sanguíneos de su esófago. Fue «la clásica muerte del borracho», escribe Gerald Nicosia. Los detalles médicos difieren, pero la evolución de Kerouac se parece, por lo demás, a los últimos días de Scott Fitzgerald, Sinclair Lewis y Eugene O’Neill.

La de Kerouac fue una vida breve, pero no malgastada. Dejó una obra sustancial y en toda ella encontramos pasajes de una fuerza impresionante. On the Road logró algo que muy pocas obras de la literatura han conseguido hacer: cambió el modo de pensar y comportarse de las personas. Kerouac no tenía ningún interés en intentar redimir al mundo, o en cómo vivir una buena vida, o en contar una historia. Lo que quería era capturar con palabras cómo es todo. Ginsberg, que aparece bajo distintos seudónimos en nueve de sus libros, planteó la pregunta que movió a Kerouac durante sus años productivos. Bajo el nombre de Carlo Marx en On the Road, interrumpe a Dean Moriarty (Neal Cassady), que está haciendo gansadas, para decir: «Tengo que hacer un anuncio».

– ¿Cuál? ¿Cuál?
– ¿En qué clase de turbios asuntos andas metido ahora? Quiero decir, tío, ¿adónde vas? ¿Adónde vas, América, en tu reluciente coche en medio de la noche?

La respuesta, en pocas palabras, era a ningún lugar en concreto. Pero Kerouac quería seguir a Cassady allá donde fuera, «porque para mí las únicas personas son los locos, los que están locos por vivir, locos por hablar, locos por ser salvados». Hoy, a una cosa así apenas se le echa un vistazo, pero en 1957 atrapó la imaginación de una generación. De repente parecía que todo el mundo quería echarse a la carretera, y así lo hicieron durante una docena de años.

Thomas Powers ha escrito libros como The Man Who Kept the Secrets: Richard Helms and the CIA (1979), Heisenberg’s War: The Secret History of the German Bomb (1993), Intelligence Wars: American Secret History from Hitler to al-Qaeda (2002) y la novela The Confirmation (2000). Ganó un Premio Pulitzer en 1971 y ha sido colaborador de The New York Review of Books, The New York Times Book Review, Harper’s, The Nation, The Atlantic y Rolling Stone. Su último libro es The Killing of Crazy Horse y actualmente está escribiendo unas memorias de su padre.

Traducción de Luis Gago
© The London Review of Books
         www.lrb.co.uk

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