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Literatura y capitalismo

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Hace ahora setenta y cinco años que se publicó Las uvas de la ira, la célebre novela de John Steinbeck sobre los campesinos del Medio Oeste norteamericano forzados, durante la Gran Depresión, a emigrar a California en condiciones deplorables. Dado que ahora padecemos todavía las consecuencias de lo que se ha dado en llamar la Gran Recesión, la tentación de recuperar la novela para ilustrar los males contemporáneos es irresistible. Lo que da pie, a su vez, para reflexionar sobre las relaciones entre literatura y capitalismo.

Porque Las uvas de la ira es literatura, pero es literatura social, es más: literatura política a fuer de social. Su dimensión artística es inseparable de su propósito ideológico, cosa que, además, resulta clara si recordamos que la novela tiene su origen en los reportajes periodísticos escritos por Steinbeck para News, un periódico de San Francisco, sobre esa migración interior. Sus textos, recientemente publicados en nuestro país, aparecieron junto a las no menos conocidas instantáneas en blanco y negro de Dorothea LangeEl título original de estos reportajes es The Harvest Gypsies, delicadamente traducido al español como Los vagabundos de la cosecha, trad. de Marta Alcaraz, Barcelona, Libros del Asteroide, 2007.. Este maridaje de escritura y fotografía tendría continuidad en la obra de Steinbeck con su viaje por la Rusia soviética tras la Segunda Guerra Mundial junto a Robert Capa, una empresa conjunta que termina por adoptar la forma de A Russian Journal, publicado en 1948. De hecho, Las uvas de la ira tiene mucho de reportaje novelado, con la adición de una serie de capítulos breves, entre el lirismo y el impresionismo, que no han envejecido demasiado bien; aunque también puede ser que quien no ha envejecido bien sea yo.

La novela se vendió bien, obtuvo el Pulitzer, y ha seguido leyéndose, aunque quizá más en los campus norteamericanos que fuera de ellos. No obstante, a la hora de valorar el impacto de la novela en la imaginación pública, tenemos que ponderar también la influencia de la adaptación cinematográfica que John Ford hiciera en 1940. Su éxito ha facilitado la universalización de la historia y sus protagonistas, entre ellos un Tom Joad –Henry Fonda en la película– convertido en oficioso símbolo norteamericano (ahí tenemos a su fantasma cantado por Bruce Springsteen en su disco de 1995). Aunque la película es razonablemente fiel a la novela original, es inferior a ésta, al cargar John Ford en exceso las tintas sentimentales y creando una separación demasiado tajante entre buenos y malos, bondades y maldades.

Hace unas semanas, una entrada en el blog de The Times Literary Supplement defendía la vigencia contemporánea de la novela. Robert de Mott, experto en el autor, sostenía al inicio mismo de esta crisis económica que Las uvas de la ira es una novela profética que habríamos de considerar contemporánea nuestra, «nuestra Jeremiada del siglo XXI». Más recientemente, el escritor Michael Greenberg sugería una lectura de la obra como premonitoria de la globalización, dada la familiaridad de sus imágenes de refugiados en campamentos gubernamentales y chabolas miserables. Por mi parte, invitado a participar en un coloquio sobre este particular junto al escritor y crítico Guillermo Busutil, encontré en el público un claro acuerdo a la hora de señalar concomitancias entre la familia Joad y, por ejemplo, los preferentistas españoles: víctimas, todos, de un sistema que no comprenden. Y víctimas, también todos, de un sistema que no funciona, o solamente funciona para unos pocos, donde los salarios no hacen más que bajar, como lo hace la desigualdad.

Desde este punto de vista, hoy como ayer, Las uvas de la ira testimoniaría la lucha del hombre corriente por conservar su dignidad ante el embate de unas fuerzas económicas aparentemente abstractas, detrás de las cuales, sin embargo, hay ganadores con nombres y apellidos. La apelación de Steinbeck al colectivismo como solución para estos males sería hoy menos relevante –por históricamente fracasada– que su llamada a la resistencia y su defensa de la acción estatal. Y en esa labor de resistencia se resalta el valor de la comunidad, ya sea estrictamente familiar o social, como espacio para la creación de vínculos de solidaridad, frente a la disgregación atomista propia del capitalismo liberal. Tema este último, por cierto, innegablemente fordiano.

Antes de pasar al plano de la economía política, es interesante reflexionar sobre las virtudes educativas de una novela como esta en el marco de la anunciada defunción de la novela realista tradicional. Las uvas de la ira, pese a sus préstamos del modernismo, se inscribe en esta categoría. Ahora que se habla de la antinovela, de la necesidad de que la obra incluya una reflexión o comentario sobre sí misma, de la imposibilidad de hablar de la marquesa que sale de casa a las cinco sin perder al lector culto por el camino, ¿hay espacio para las ficciones realistas tradicionales? ¿Tenemos paciencia para leer esta clase de obras? Aunque tal vez a esta pregunta pueda dársele la vuelta: ¿qué novela posmoderna trasciende la esfera estética para convertirse en un instrumento educativo o en una máquina empatizadora, por referirnos a la función educativa del arte a que se refería Richard Rorty? Sin duda, con ellas podemos conocer mejor el mundo interior de sus protagonistas, tener una impresión vívida del caos humano, comprender las infinitas ambigüedades de la representación textual de la realidad, pero parece difícil que la novela posmoderna pueda competir con el realismo en el terreno de la épica social.

Naturalmente, cuestión distinta es que la literatura, o el arte en general, deban o no cumplir esa función. Entre otras cosas, porque es una función que también pueden cumplir indirectamente, en la medida en que, representando el mundo en toda su radical diversidad, nos ayudan a conocerlo mejor sin necesidad de adoptar una postura directamente política. Se trata de un viejo debate que no vamos a zanjar aquí. Pero no hay que pasar por alto, menos aún si nos preguntamos por la vigencia de la novela de Steinbeck, que esta pertenece a, y fue publicada en, un contexto social  muy diferente al nuestro en lo que a la accesibilidad y difusión de la información se refiere: es un mundo previo a la televisión y, por supuesto, a Internet. Novelas como esta cumplían entonces una función que quizá hoy ya no tengan que cumplir, porque, por ejemplo, el periodismo o el cine pueden ejercerla más eficazmente. Sobre todo, dada la menor inclinación del público mayoritario a leer novelas de quinientas páginas.

Siendo esto cierto, cabría preguntarse si, al igual que pasa con el extinto servicio militar obligatorio, estas novelas no contribuían a la vertebración cognitiva de la sociedad, de un modo que las fragmentarias tecnologías de la información no logran hacer. Mediante la recreación totalizadora de mundos sociales, estas novelas permitían a quienes no pertenecían a ellos hacerse una idea de los mismos, creando conexiones transversales entre distintos estratos económicos: un rico abogado de Maryland podía sentarse a leer a Steinbeck y conocer a la desfavorecida familia Joad. Claro que la recreación que hace Steinbeck de los usos lingüísticos de estos inmigrantes ha sido criticada más de una vez, de modo que no hay tampoco garantías de que esa recreación de mundos relativamente distantes refleje fielmente su realidad.

Sea como fuere, la recepción contemporánea de Las uvas de la ira no puede ser tan complaciente. Para empezar, porque nuestra sociedad no es aquella sociedad; no lo es, en parte, por el impacto en la conversación pública de novelas como Las uvas de la ira. Cuando, en 1962, Steinbeck recibió el premio Nobel, The New York Times se preguntó: «¿Merece ahora este premio una visión moral propia de los años 30?» Y algo parecido hacemos ahora cuando elogiamos su vigencia política: sucumbimos a un estado de ánimo colectivo, generado por la crisis, que nos impide ver las diferencias entre uno y otro tiempo, entre una y otra sociedad.

¿De verdad creemos que la sociedad de comienzos del siglo XXI es equiparable a la de 1938? ¿Son los preferentistas un eco de los inmigrantes de Oklahoma que vagaban en busca de empleo? Es difícil sostenerlo, con datos en la mano. Nada de eso significa que nuestra sociedad sea perfecta, obviamente; pero es mejor que aquella. No olvidemos, en este sentido, que los preferentistas españoles, engaños aparte, eran ciudadanos dispuestos a poner cinco para obtener diez en la economía de casino del turbocapitalismo. Tampoco ignoremos que la globalización, causa mayor, junto a la disrupción tecnológica, del descenso de los salarios y el aumento de la desigualdad, ha traído consigo una disminución de la pobreza y el lento nacimiento de clases medias en amplias regiones del planeta.

En ese sentido, nuestra crisis tiene otro carácter y las simplificaciones no nos sirven para comprenderla. Sin embargo, son las simplificaciones las que más fácilmente llegan al público, porque consuelan con su señalamiento unívoco de causas y efectos. Simplificación y sentimentalización sirven al propio Steinbeck para llegar al gran público, para hacer eficaz su denuncia. Esto dice algo sobre el público, tan dispuesto a reaccionar airadamente ante las crisis económicas, pero también sobre la novela, porque no todas las publicadas con esa intención logran la atención de los lectores y la posteridad.

Y es que hay un aspecto de Las uvas de la ira cuyos méritos parecen indiscutibles. A pesar de su tendencia sentimentalizadora, su retrato de la intrahistoria económica –mediante la descripción de los avatares de una familia contada desde dentro– tiene una notable fuerza narrativa. Esta familia es lo que está detrás de las cifras, de los datos económicos; su verdad constituye la verdad moral de la novela, que puede estar reñida con la verdad puramente económica o política.

Este es un asunto delicado, porque esa verdad moral puede hacer un flaco favor a la descripción rigurosa de los procesos económicos. Pensemos en los empleos barridos por el progreso económico: la desgracia de las telefonistas puede ser la felicidad de quienes telefonean. Este contraste entre el orden micro y el orden macro puede crear fácilmente una contradicción entre lo que es bueno y lo que es justo, es decir, entre el progreso general de la sociedad y la desgracia particular de individuos o familias concretas. La novela suele situarse en el terreno de la justicia; el ensayo disecciona tendencias sociales más amplias. No en vano, la novela suele basarse en el retrato de una o varias personas o grupos, en unas circunstancias particulares, lo que enfatiza los efectos de los procesos sociales sobre las vidas y conciencias de sus protagonistas. Esto crea una brecha entre descripciones y explicaciones, entre el significado de la narración y el más amplio sentido de lo que la narración deja fuera.

Pensemos en España. Si explicamos a alguien cuyo sueldo ha vuelto a bajar o cuyo empleo ha desaparecido que, en ausencia de devaluación monetaria, la economía española no tiene otra salida que la devaluación interna por la vía del descenso de los salarios y la inflación, la explicación será rechazada airadamente. ¿Y quién tiene razón: el trabajador indignado o el analista templado? En realidad, ambos. Sus verdades son de distinto orden. Es más: sus verdades son complementarias, aunque las soluciones demandadas por cada uno no sean compatibles.

Esto se aprecia aún más claramente si tenemos en cuenta aquello que, en último término, empuja a los Joad fuera de sus tierras: la mecanización del campo. No por casualidad, debido a la personalidad de su director, esto aparece más subrayado en la película de Ford, que inserta unos planos de tractores mecánicos que casi parecen ilustraciones abstractas. ¿Quién puede dudar que la mecanización de las tareas agrícolas es una ganancia para el conjunto de la sociedad, incluidos los que trabajan la tierra? Pero, ¿quién osaría decir que ese proceso no es un drama íntimo para quienes sufren la sacudida de esa rápida transformación de los modos de producción? Se me objetará que hay formas y formas de realizar esa transición, siendo la descrita en la novela particularmente brutal: así es. Pero demandar buenas maneras de la destrucción creativa capitalista no va a llevarnos a ningún sitio. Es mejor pedirlas al Estado, como hace Steinbeck. Y, aun así, el Estado puede suavizar esas transiciones, acaso frenarlas, pero no impedirlas. Imaginen a un país que hubiera decidido quedarse al margen de las nuevas tecnologías de la información, para proteger ciertos puestos de trabajo o en nombre de la resistencia contra la globalización…

Así pues, la novela retrata una de las muchas consecuencias del tránsito de la sociedad tradicional a la sociedad moderna, con especial énfasis en el debilitamiento de los vínculos comunitarios y familiares. Bien podemos idealizar esa comunidad, como hace Ford, dejando así de ver las innumerables ganancias que la sociedad ha hecho en las últimas cinco o seis décadas: en términos de prosperidad económica, libertad política, igualdad social. Algo, por supuesto, se pierde por el camino; quizá mucho. Pocas personas vivían antes solas, muchas lo hacen ahora, por ejemplo. Y corresponderá a cada uno decidir si el tránsito de una sociedad a otra ha merecido la pena. Pero sería deseable que ese balance se cuadrase ponderando de manera realista –no histérica– las ventajas comparativas de nuestras sociedades desarrolladas. Para hacerlo, bien pudiera suceder que una relectura de Las uvas de la ira nos enseñara, precisamente, cuánto hemos avanzado desde entonces y qué distinta es aquella crisis de esta. De manera que la actualidad de la novela quizá resida precisamente en lo contrario de lo que viene diciéndose: no en la vigencia de lo que cuenta, sino en la ejemplaridad negativa de un mundo ya venturosamente caduco.

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