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Repudio y necesidad del centro (II)

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Traíamos aquí la semana pasada la crítica que el teórico político francés Pierre Manent dirige contra unas democracias liberales que, a su juicio, estarían mutando a ojos vista y perdiendo, con ello, parte de lo que las hacía tan valiosas. En particular, Manent denuncia cómo el «fanatismo del centro» está validando el proceso de vaciamiento de la soberanía nacional en beneficio de las instituciones supranacionales, entre ellas, y sobre todo, la Unión Europa, lo que en la práctica equivale a sancionar un proceso de globalización que impide cualquier autodeterminación democrática. La izquierda y la derecha habrían abandonado a sus respectivos «pueblos» (la nación y la clase social) para abrazar los sujetos políticos del individuo y la humanidad, al tiempo que demonizan a los nuevos populismos que recuperan al pueblo ligado a la nación. Manent encuentra asimismo preocupante que esta descalificación trate de sacar del terreno de juego democrático a algunos de sus participantes, sustituyendo el eje izquierda/derecha por el eje aceptable/inaceptable, que diferencia a los emisores de opiniones legítimas de los emisores de opiniones ilegítimas. Desde este punto de vista, la moralización de la política que se expresa en el lenguaje intachable ?Rafael del Águila habría dicho «impecable»? del cordón sanitario representaría más bien un uso «político» de la moral dirigido a producir efectos electorales: quien pide el cordón sanitario se sitúa en una posición de privilegio que le permite neutralizar al rival. En la lectura de Manent, el ascenso del populismo supone algo así como el retorno de lo reprimido: ese «pueblo nacional» que reclama la soberanía nacional perdida para con ello poder decidir sobre su propio destino. Fin de la recapitulación.

¿Qué pensar? Manent no dice tonterías: sería más fácil si las dijera. Al igual que hace el populismo, su argumento descansa sobre el cuerpo ideológico que sostiene a la democracia: la idea del gobierno popular. Si la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, ¿cómo consentir su vaciamiento por efecto del proceso de globalización y de la consiguiente transformación de la soberanía? Y si la democracia consiste en la toma de decisiones por parte del pueblo soberano, ¿por qué habrían de estigmatizarse algunas de las ideas que se proponen en el interior del demos? De nuevo: son preguntas exigentes.

No en vano, una de las interpretaciones que se han propuesto para dar sentido al ascenso del nacionalpopulismo apunta hacia el proceso de globalización y la tecnocratización de la política. Estaríamos ante el síndrome T.I.A: there is no alternative. Cuando los propios políticos ?José Luis Rodríguez Zapatero con su decretazo, Alexis Tsipras son el programa de ayuda de la troika, cualquier flexibilización del mercado laboral? toman decisiones amparándose en su propia impotencia, la democracia liberal parece escenificar su propia crisis de sentido: si la política no sirve para defendernos eficazmente de la realidad, entonces no sirve para nada y la tentación antipolítica (o anti-establishment) cobra fuerza. Entre nosotros, Fernando Vallespín y Máriam Martínez-Bascuñán han sostenido que el populismo es el hijo indeseado de la crisis de la democracia, cuya causa última ha de buscarse a su vez en la descompensación entre el principio de legitimidad democrática y los requerimientos de la eficiencia económica. Su diagnóstico no se aleja demasiado del que hace Manent:

la causa del actual malestar democrático tendría menos que ver con la democracia que con la política misma; es en ella, en su incapacidad o impotencia para imponerse sobre los constreñimientos que le imponen otras esferas, donde estaría el auténtico problema.

Sabido es que la principal alternativa a esta explicación es la que enfatiza una raíz cultural desligada de los factores económicos; en ella insisten Pippa Norris y Ronald Inglehart, que han dado forma de libro a una tesis expuesta antes en distintos artículos. Pero también se ha echado mano de la hipótesis planteada por Karen Stenner, quien antes de la crisis había empleado las herramientas de la psicología política para determinar por qué surgen actitudes intolerantes. Según Stenner, es la percepción de una amenaza normativa ?o riesgo de perturbación del orden conocido? lo que dispara las actitudes autoritarias. De ahí que éstas florezcan después de una crisis o en el marco de una disrupción tecnológica ?y por ende cultural? de largo alcance.

Ahora bien, sería precipitado identificar el populismo con el autoritarismo. O, mejor dicho, no deberíamos atribuir cualidad autoritaria, sin más, a un actor político al que nosotros mismos hayamos metido en el grupo de los «populistas». Pueden serlo, y a menudo lo son; no siempre lo serán. Quizá sería más atinado detectar en el populismo un elemento antipluralista que es también, potencialmente, autoritario. Pero se hará necesario operar caso por caso y ver qué dice el partido en cuestión antes de catalogarlo como autoritario.

Sea como fuere, el Manent que denuncia una distinción interesada entre opiniones legítimas e ilegítimas está señalando también un problema distinto. A saber: ¿quién vigila al designante? Es decir: ¿qué nos garantiza que quienes atribuyen a un tercero la cualidad de «populista» y sugieren la conveniencia de excluirlo mediante un cordón sanitario está con ello defendiendo el interés general, en lugar de velar por sus propios intereses y tratar con ello de debilitar a sus rivales emergentes? Tal garantía, claro, no existe: la política rara vez conoce de «objetividades». Para encontrarlas, como veremos más abajo, tendremos que recurrir al mundo del Derecho y sus más firmes ?aunque también imperfectos? asideros. En todo caso: Manent encuentra poco democrático ?o, al menos, incompatible con la democracia tal como veníamos entendiéndola? que unos partidos tachen a otros de ilegítimos. Acaso la culminación de esa práctica sea la organización de manifestaciones tras el recuento electoral, con objeto de que los votantes de un partido puedan reprochar su preferencia a los votantes de otro. En el mismo sentido se habla ahora del «blanqueo» de determinadas opciones electorales, que, de ser admitidas dentro del juego democrático, resultarían «normalizadas» peligrosamente: ¡por ese camino se llega al fascismo!

Ocurre que la familiaridad con la que hablamos del fascismo sugiere que es justamente el recuerdo de los años veinte y treinta del pasado siglo lo que explica el uso de la retórica del cordón sanitario: el aislamiento de los partidos populistas sería una medida profiláctica dirigida a prevenir el colapso del sistema. Se trata de defender la democracia de sí misma; del error que cometerían los ciudadanos entregando al poder a quienes preferirían instaurar una autocracia. ¡Alerta antifascista! En realidad, el peligro es otro: como nos recuerdan Roger Eatwell y Matthew Goodwin, los nacionalpopulistas promueven una concepción de la democracia alternativa a la liberal. Quiere decirse: una basada en el uso del referéndum, la empatía entre clase política y clases populares, la primacía del interés general sobre el interés del gran capital. Se trataría de «hacer humana» la política, al decir de Ingrid Levavasseur, cabecilla de los gilets jaunes franceses que ha montado un partido político para concurrir a las elecciones europeas.

Pero, como dejara señalado Raymond Aron, es más fácil abordar teóricamente la cuestión de los límites de la democracia que llevarla a la práctica: en ausencia de un partido que proclame abiertamente su intención de acabar con la democracia, saltarse la Constitución o suprimir alguno de los derechos fundamentales existentes, ¿cómo actuar? ¿Sobre qué base declarar ilegítimo a un partido? Y no digamos prohibirlo. Es aquí donde el Derecho ofrece un criterio en apariencia más firme, pues no sería descabellado excluir de la competición política a los partidos que persigan fines contrarios a la Constitución vigente o propongan cambiarla al margen de los procedimientos por ella misma establecidos para su reforma. Eso es lo que ha sucedido con el independentismo catalán, cuyos partidos pueden presentarse a las elecciones con un programa separatista gracias a que nuestra Constitución no incluye cláusulas de intangibilidad y podría, con las mayorías reforzadas correspondientes, ser reformada en cualquiera de sus extremos. En cambio, la Constitución alemana incluye tales cláusulas e impide tocar la forma federal de organización estatal; sin embargo, eso no impide la existencia de un partido separatista bávaro: su existencia se tolera a la vista de su insignificante dimensión. Pero, ¿qué harían los poderes públicos alemanes si ese partido creciese y alcanzase, pongamos, un 10% del voto regional? ¿Y si convocase un referéndum contrario al orden constitucional?

Tomemos otro ejemplo: la Unión Europea. ¿Sería ilegítimo, y por tanto susceptible de exclusión, un partido que defienda la desaparición de la Unión Europea, la salida de la misma de un país concreto o el abandono del euro? Para Manent, he aquí una muestra paradigmática de una opinión inaceptable que no tendría por qué serlo: tan legítimo sería apoyar la integración europea como considerarla indeseable. Asunto distinto, claro, será lograr convencer de ello a los demás. Pero no es imposible: Nigel Farage era un bufón hasta que dejó de serlo. Nunca se sabe cuándo puede abrirse la célebre ventana de Overton. Ni para quién: federalizar Europa resultaba impensable después de dos guerras mundiales y, sin embargo, aquí estamos. De nuevo la pregunta: ¿quién decide lo que es inaceptable?

Precisamente en Alemania, por razón de su traumático pasado histórico, se ha prestado especial atención al problema de la legitimidad de las opiniones políticas. Últimamente, el progreso electoral de la formación ultraderechista Alternativa por Alemania ha intensificado, si cabe, el debate sobre los límites del debate democrático. En un artículo reciente, el Süddeutsche Zeitung  daba cuenta de algunas decisiones judiciales sobre el discurso antiislamista que pueden ponerse en relación con nuestro tema. Hans-Thomas Tillschneider, para más señas profesor universitario y desde 2016 parlamentario de Alternative für Deutschland en Sachsen-Anhalt, había establecido una distinción entre la crítica del islam y la crítica de la islamización, que, a su juicio, amparaba sus declaraciones contra la cultura patriarcal dominante en el mundo islámico. Posteriormente, Tillschneider fue más lejos, arguyendo que el islam podía «anidarse» como un hongo en la decadente madera del árbol europeo, palabras citadas por el Tribunal Constitucional alemán en una sentencia de 436 páginas como ejemplo de lenguaje de odio contra el islam. Recordemos que la jurisprudencia alemana había considerado las famosas caricaturas de Mahoma como expresión del derecho a la libertad de opinión; parece discernible aquí un cambio de criterio. Esta vez, el tribunal entiende que la propagación del resentimiento contra los inmigrantes tras la entrada de casi un millón de refugiados justifica que Alternative für Deutschland se ponga «bajo observación» del Estado. Y si bien los jueces subrayan que Tillschneider no pone en cuestión la primacía de la forma política democrática, los firmantes del artículo apuntan que la ultraderecha contemporánea ?cuando menos en relación con el islam? no quiere reemplazar la democracia por una autocracia, sino que dice defender la democracia ante una religión ?el islam? de fuerte contenido político. Aunque las implicaciones son otras, los partidos populistas a derecha e izquierda hacen lo mismo con la Unión Europea o la globalización: quieren proteger, como querría Manent, la capacidad de autodeterminación del pueblo nacional ante las constricciones externas. Que el terreno que aquí pisamos no puede acotarse fácilmente se observa con claridad en una sentencia emitida por un tribunal de Baden-Württemberg en 2011, en la que trata de diferenciarse entre la «crítica democrática a la religión» en el marco de la libertad de opinión y el «antiislamismo». De acuerdo con un tribunal bávaro en una resolución posterior, una cosa es la crítica al islam como religión y otra la crítica al islamismo como ideología política: confundir una con la otra supondría incitar al odio hacia un colectivo humano. Esa misma línea, en fin, siguió el Tribunal Constitucional en su decisión sobre el partido neonazi NPD: mientras se pueden criticar los contenidos de una religión, no se podría deducir de ahí que un musulmán no puede tener en Alemania los mismos derechos que el resto de ciudadanos.

Sin duda, este razonable criterio pertenece al catálogo de las medidas que una democracia puede adoptar legítimamente para defenderse. Pero no exactamente de sus enemigos, sino de quienes, queriendo defenderla, erosionan la protección que el sistema garantiza a individuos y minorías. Si retomamos el argumento de Manent, vemos que adolece de dos debilidades. Por una parte, cuando acusa al centro fanático que condenar como ilegítimas las opiniones de los populistas, pasa por alto el hecho de que el populismo puede ser un extremismo. Dicho esto, al extremismo hay que responder con argumentos y no con descalificaciones morales: el lenguaje del cordón sanitario debería reservarse para partidos cuyas posiciones puedan ser tachadas sin duda alguna como peligrosas para la continuidad e integridad de la democracia liberal. Naturalmente, es fácil que esta regla sea violada por partidos que buscan el poder en un sistema competitivo: tirar a otro la moralidad a la cabeza puede ser una manera fácil de ganar votos. Al fin y al cabo, como nos recordaba Aron, no es fácil determinar lo que sea «peligroso» para la democracia cuando el lenguaje universalmente compartido es el de la democracia: del pueblo, por el pueblo, para el pueblo. Quien logre imponer sus significados a los demás en el marco de la lucha política ?por ejemplo, el significado de «peligroso»? tendrá así mucho ganado.

Esto nos lleva a un penúltimo hilo del que tirar. Fernando Vallespín recordaba en su discurso de entrada en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, dedicado a la relación entre política y verdad en la obra de Thomas Hobbes, que para el filósofo inglés son las palabras las que siembran la discordia civil. Damos a éstas un significado distinto, hacemos pasar lo justo por injusto, empleamos la retórica para perseguir nuestros intereses. Y cuando el lenguaje pierde su significado compartido, deja de haber comunidad: se ha desvanecido la confianza mutua. Pero la solución concebida por Hobbes no está ya disponible: la multiplicidad cacofónica de voces que él calificaba de «trompetas que llaman a la rebelión» habían de ser acalladas por un Estado cuyo monopolio de poder es así, ante todo un monopolio de definición sobre el significado de lo bueno y lo malo. ¡Leviatán! Ese Estado, afortunadamente, no es el nuestro. No es que no pueda existir, pues China trata de construirlo con ayuda de las tecnologías digitales, sino que los valores democráticos occidentales descartan por completo su implantación: somos pluralistas normativos porque vivimos en sociedades plurales. Irónicamente, el populista que quiere monopolizar la palabra del pueblo contra sus enemigos y los antipopulistas que reparten carnets de legitimidad tratarían de comportarse ese Leviatán hobbesiano que fija el significado del bien y del mal. Es aquí donde reside la paradoja última del pluralismo y donde descubriremos las razones por las cuales el denigrado centro se hace ?a ser posible, sin fanatismos? necesario. Pero de eso, a pesar de que esta reflexión va alargándose demasiado, nos ocuparemos la semana que viene.

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