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Un cuento chino

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Hace poco se ha traducido al inglés el Diario de un funcionario (The Civil Servant’s Notebook), de Wang Xiaofang. No es la primera traducción de una novela china escrita dentro del país, ni es tampoco la mejor de esa procedencia, pero los chinos la han comprado como si fueran rosquillas. Su éxito no es una sorpresa. La novela traza un retrato despiadado de su burocracia actual y el lector aprecia que tiene en las manos el testimonio de alguien que sabe de qué está hablando. Wang Xiaofang fue durante años un burócrata de mediana categoría que llegó a secretario privado (en España lo llamaríamos jefe de gabinete) de Ma Xiandong, un vicealcalde de Shengyang, la capital de la provincia de Liaoning, que en 2001 fue condenado a muerte por haberse jugado –y perdido– 3,6 millones de dólares de la hacienda municipal en los casinos de Macao.

El Diario narra una historia calcada de ésa. Peng Guoliang, un personaje de grandes ambiciones, y previsiblemente llamado a altas responsabilidades, rivaliza por un importante puesto en Dongzhou, la capital ficticia de una importante provincia, con Liu Yihe, otro peso pesado del Partido Comunista local. A uno de los truchimanes de Peng se le ocurre una idea brillante para hundir a Liu: forjar un diario, aparentemente escrito de su puño y letra, pero con caligrafía falsificada, donde se detalle la comisión de múltiples delitos. Por entregas y de forma anónima, como si el remitente se hubiese hecho clandestinamente con el diario y no se atreviese a revelar su identidad por temor a las represalias, el libelo llega a las manos de Qi Xiuying, la directora del Comité Disciplinario Provincial, funcionaria con fama de implacable azote de la corrupción. Como otras ideas geniales, ésta tiene consecuencias imprevistas para el autor de la falsificación y para su jefe. Qi ordena una investigación secreta de todos los posibles candidatos a la alcaldía y, de resultas, es Peng quien sale trompicado. Como al antiguo jefe de Wang Xiaofang, a Peng le pillan in fraganti perdiendo dinero a manos llenas en el Lisboa de Macao. El resto es fácilmente imaginable. Lo condenan a muerte y lo ejecutan, mientras van a la cárcel sus adláteres y su mujer, que trata sin éxito de salvarle moviendo todos los resortes que tiene a mano, incluido el soborno de un alto jerarca en Pekín. No es éste un final feliz, pero sí ejemplar, lo que ayuda al autor a no franquear los límites marcados por la feroz censura china. Al cabo, en el barril puede haber manzanas podridas, pero también hay otras sanas, dispuestas a impedir la corrupción de las demás. Como en el caso de Ma Xiandong, los poderosos no pueden burlar los mecanismos de la justicia y, si los cometen, acaban pagando por sus crímenes.

Pero, se pregunta uno, ¿cómo no son sólo los políticos corruptos, sino, en general, todos los altos funcionarios, los que mantienen un tren de vida impensable con sus ridículos sueldos oficiales? La novela lo explica con ejemplos de la vida real. Peng impone la recalificación urbanística de una zona residencial de Dongzhou en condiciones inmejorables para una constructora de Hong Kong que, a cambio, le abre una millonaria cuenta en dólares en uno de los bancos de allí. Esa cuenta la maneja la directora de promoción exterior de Dongzhou, una de sus amantes, nombrada para ese cargo y por ese mérito por el propio Peng. Con ese pelotazo extraordinario, y algunos más, Peng logra hacerse con un saneado patrimonio.

Ya sabemos que Peng es una manzana totalmente podrida. ¿Acaso no van a ejecutarlo? Pero Liu, su rival, también tiene asuntos que preferiría que no viesen la luz. Él tampoco vive de su salario. Y algo semejante puede decirse de casi todos los demás altos cargos que, o aceptan sobornos, o se valen de su poder para hacer favores a familiares y amigos que, a su vez, se los devolverán cuando sea menester. A Peng no le pierden sus delitos, sino su abierta ambición y su descuido de las formas. Su estilo de vida es demasiado ostentoso y ésa es, al cabo, su principal falta. La acusación de corrupción es, más bien, una excusa para hacerle pagar su desvío de las normas del comportamiento burocrático. Para usar ejemplos reales, mientras que al ambicioso Bo Xilai está por caerle encima todo el peso de la ley, las revelaciones de The New York Times sobre el súbito enriquecimiento de la familia de Wen Jiabao, el anterior primer ministro chino, o las del amplio patrimonio con que cuentan los parientes de Xi Jinping que aparecieron en Bloomberg News, no han dado pie, que se sepa, a ninguna acción que no sea la indignación de los medios oficiales y otra vuelta a la tuerca de la censura.

Pero la corrupción tiene otras consecuencias. La novela enlaza una serie de soliloquios de distintos personajes que no se ocultan nada a sí mismos ni a los lectores. Pues bien, con la excepción de los agentes de la brigada anticorrupción, no hay uno sólo de los burócratas que no esté profundamente desmoralizado por su peso. Un personaje explica su falta de ascensos por no haber aprendido «cómo servir a mis jefes […] Nunca cambié mis ideas para adaptarme a las suyas, ni subordiné mi talento al suyo». Consejo de otro a una colega: «Beibei, la cultura china no tiene mucho que decir sobre el bien y el mal. Lo que importa es el éxito y el fracaso. Si tienes éxito, has obrado bien. Si fracasas, has hecho mal». Resume el de más allá: «Busqué trabajo en el ayuntamiento para hacer una gran carrera. En la universidad, soñaba con ser alcalde o gobernador, crear riqueza y felicidad para la gente, pero mi padre me hizo ver que el verdadero éxito dependía de que me ganase a los poderosos. Sin eso, nadie te toma en serio». Con la desmoralización llega también una intensa paranoia. Nadie confía en nadie. «La política es un asunto turbio. Uno necesita siempre contar con una daga de repuesto, a menudo para el propio jefe». Y a la paranoia le sigue el desamparo. «El destino de Peng Guoliang fue trágico, pero nadie parece haberse dado cuenta de la verdadera tragedia: que, en nuestro sistema, cualquiera que llegue al nivel de Peng Guoliang puede encontrase con su mismo destino», se dice otro.

Todo lo cual empuja a una reflexión. Supongamos que Wang refleja con precisión el clima interno de la burocracia china de hoy. ¿Será posible que siga controlando al país? Peng confía a un amigo que lo visita poco antes de su ejecución que, para eso, será necesario que «en algún tiempo futuro nuestros alcaldes y gobernadores no sean nombrados por sus superiores, sino elegidos para sus cargos por los votantes y en elecciones democráticas». Uno puede reprocharle que se limite en sus recién adquiridas convicciones a los escalones más bajos del gobierno y no las extienda a la cumbre del Partido y del Estado, pero no puede dejar de darle la razón. La condición de Peng no está en duda. Es el tiempo de ese momento futuro el que nadie sabría hoy definir.

¿Será para la Pascua o por la Trinidad?

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Ficha técnica

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