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Para entender a China

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Esta es la primera entrega de una serie de escritos sobre la China de Xi Jinping a cargo de Julio Aramberri. La serie tendrá periodicidad mensual y se publicará a lo largo de un año. En futuras entregas, Aramberri analizará distintos aspectos de la economía, la sociedad, la política y la cultura de la China actual, combinando la información rigurosa con el análisis crítico. 

Las maravillas…

Hace sesenta y seis años, en 1 de octubre de 1949, desde una tribuna en la plaza de Tiananmén, Mao Zedong se dirigía a su pueblo y al mundo para anunciar el nacimiento de la República Popular de China. Fue una alocución breve: seiscientas seis palabras en el texto inglés tomado del Renmin Ribao, el diario portavoz del Partido Comunista de China (PCC). Aún corre el son de que la clave del discurso de Mao se resumía en una frase: «China se ha puesto en pie».

Malamente podría haber sido así, porque el proverbio no aparece en el texto autorizado. La proclama era, más que un discurso de victoria, un parte de guerra. El Gobierno reaccionario del Kuomintang de Chiang Kai-shek había traicionado a la patria, conspirado con los imperialistas e iniciado una guerra contrarrevolucionaria. Afortunadamente, el Ejército de Liberación Popular y la nación entera se habían enfrentado con él «para defender la soberanía territorial, para proteger la vida y las propiedades del pueblo, para aliviar los sufrimientos del común y para librar de sus sufrimientos a la gente». Sobre esos cimientos se apoyaba la Nueva China, a la que se le hacían saber las decisiones que, en nombre de la soberanía nacional, había tomado la Conferencia Política Consultiva del Pueblo Chino en la que había representantes de todos los partidos democráticos y de las organizaciones populares de China. Esto último era tan solo una cláusula de estilo, porque la Conferencia estaba por completo dominada por el PCC.

La decisión más importante, además de la proclamación de la República Popular, era la formación de una estructura estatal y de gobierno a cuya cabeza se encontraban el propio Mao Zedong y el PCC, que habían capitaneado al bando triunfador en la guerra civil. La revolución era el marchamo de su legitimidad. Así ha sido durante los sesenta y seis años siguientes.

Estatua de Mao ZedongDurante ese período han pasado muchas cosas en China, pero hoy tendemos a fijarnos en una sola etapa: los años de la reforma que siguió a la muerte de Mao Zedong y la transformación económica y social de la Nueva China. Los grandes datos se han repetido mil veces, pero conviene darles un rápido repaso. Entre 1976 (año de la muerte de Mao) y 2015, este país de 1,3 millardos de habitantes ha pasado de tener una de las economías más atrasadas del planeta a convertirse en la segunda mayor del mundo. En algún momento no muy lejano, China saltará por encima de Estados Unidos y será el número uno por volumen de producción, es decir, en PIB (Producto Interior Bruto). Si en vez de calcularlo según la tasa de cambio entre el RMB (renminbi, también llamado yuán) y el dólar atendemos a la PPA (Paridad de Poder Adquisitivo), China habría superado ya a Estados Unidos en 2014.

El cambio se ha consumado a una velocidad vertiginosa, que ha influido en todos los aspectos de la vida del país. Entre 1980 y 2014, el PIB pasó de 303 millardos de dólares a 10.361 millardos, treinta y cuatro veces más. En PPA, el multiplicador llegaba a sesenta. Durante los años de dictadura del Gran Timonel, el PIB per cápita se mantuvo en torno a mil dólares (en valor constante de 1990) y a partir de ese momento comenzó un ascenso espectacular. En 2010 llegó a unos ocho mil. Si usamos el corrector PPA, en 2014 se había multiplicado por doce hasta 12.763 dólares. El ritmo de crecimiento anual desde 1980 sólo ha estado tres veces por debajo de siete por ciento (en 1981, 1989 y 1990). China es hoy un país de ingresos medio-altos según la clasificación del Banco Mundial. Ha sido, pues, una larga etapa de crecimiento espectacular.

Otros indicadores llamativos. Entre 1990 y 2013, la expectativa de vida pasó de sesenta y nueve a setenta y cinco años. La tasa de pobreza extrema, según el Banco Mundial (definida como capacidad de gasto diario inferior a 1,25 dólares), del 85% en 1981 al 33,1% en 2008. En total, más de seiscientos millones de chinos salieron de la pobreza extrema de resultas del crecimiento económico. Según otra estimación, la pobreza cayó del 26% al 7% entre 2007 y 2012. En 2015, la tasa de urbanización (porcentaje de personas que residen en un medio urbano) se situó en el 55,6 de la población total, con un ritmo de crecimiento anual del 3% entre 2010 y 2015. En 1953 estaba en 13%; en 1982, al principio de las reformas económicas, era del 26,4%.

Cuando se proclamó la República Popular en 1949, sólo un 20% de niños en edad escolar iba a la escuela primaria. Sesenta años después, la cifra había ascendido al 99% y el analfabetismo había caído de un 80% a un 10%. En 2010, los escolares en primaria y secundaria pasaban de doscientos millones; en la educación superior estaban matriculados casi diecinueve millones de chinos en edad escolar, además de cinco millones de adultos.

El turismo suele ser un buen indicador de bienestar social. En 2014, por primera vez, viajaron al exterior del país (turismo emisor) más de cien millones de chinosConviene tener en cuenta que, a efectos estadísticos, se consideran viajes al exterior aquellos que tienen como destino Hong Kong y Macao (regiones administrativas dentro de China) y Taiwán (pese a que la República Popular considera a la isla como una provincia propia). Esto aumenta de forma desmedida el número de turistas chinos que viajan al exterior. En cualquier caso, lo importante es el crecimiento espectacular del conjunto.. El monto total de gastos de estos viajeros resultó ser 165 millardos de dólares (un enorme incremento de 27% sobre 2013), lo que supone alrededor de un 32% más de los gastos por igual concepto de Estados Unidos y un 45% más que Alemania, que son los dos siguientes grandes países emisoresOrganización Mundial del Turismo, Tourism Highlights 2015, Madrid, 2015, p. 12.. A ello hay que sumar los datos del turismo doméstico (chinos que viajan dentro de su país): en 2014 su número ascendió a 2,7 millardos de viajes, mientras que en 1996 no llegaba a cien millones. Es decir, se ha multiplicado por un factor de entre 27 y 30.

Podríamos seguir con más estadísticas económicas igualmente portentosas y otras que también lo son, aunque en un sentido opuestoHabitualmente se insiste en que el proceso de crecimiento ha favorecido un rápido aumento de la desigualdad social. La prueba básica que se esgrime es el índice Gini. Referido a la desigualdad, el índice mide su evolución (0 puntos equivalen a igualdad total y 1 a total desigualdad). En el caso de China se ha situado siempre durante los últimos diez años por encima de 0,4, que, según Naciones Unidas, señala un desigualdad excesiva. Sin embargo, desde 2008, en que llegó a un máximo de 0,491, el índice ha ido descendiendo. En 2014 se situaba en 0,47., pero no es ésa la intención de esta columna. Si he tratado de documentar a vuelapluma la evolución económica de China tras la reforma iniciada en 1979 ha sido para adoptar una línea de razonamiento distinta de lo que podríamos denominar la posición kowtow que habitualmente adopta una mayoría de analistas. Kowtow era el homenaje ritual debido a los emperadores chinos y consistía en postrarse ante él en el suelo tres veces y otras tantas tocarlo con la frente. En un sentido más amplio, suele usarse para designar la predisposición a dar por buenos sin mayor discusión los argumentos de autoridad.

¿De qué autoridad se trata? En este caso, ante todo, de la del Gobierno chino a la hora de explicar el proceso de desarrollo del país. Como hemos visto, la Nueva China adoptó el nombre oficial de República Popular, y no por casualidad. Para explicarlo, hay que echar mano de algunas nociones de soteriología marxista sin las cuales sería difícil entender esta y otras decisiones.

La fecha –1949– en la que se tomó fue decisiva. En aquel tiempo, con Stalin aún en vida, la fórmula apuntaba a una división fundamental entre los regímenes inspirados en el marxismo-leninismo. Popular en ese catecismo significaba 1) que en esos regímenes la clase obrera no constituía la mayoría social, por lo que, 1.1) tenían que transigir con los intereses de otras clases, y 1.2) que la pervivencia de esas clases podía poner en riesgo la consecución del objetivo socialista final. Vigilancia y represión de las clases contrarrevolucionarias y de sus perros guardianes, como gustaban decir los medios chinos, se convertían así en una necesidad ineludible. En otra acepción 2), popular refería a razones de precedencia. La Unión Soviética era la patria del socialismo y, como tal, tenía que ser respetada e imitada por todos los regímenes populares. Al cabo, la primera S del acrónimo aludía a que allí se había recorrido el trayecto hasta el socialismo, algo que, para los otros, no había hecho más que empezar.

Cuando Nikita Jrushchov reveló los llamados excesos del régimen estalinista, Mao optó por denunciar su revisionismo

Bajo Mao, la China popular se atuvo estrictamente a la receta. Su sistema económico copió la colectivización agraria y la planificación soviética, al tiempo que reprimía con dureza toda desviación de la línea de masas definida por el Gran Timonel. Cuando Nikita Jrushchov reveló los llamados excesos del régimen estalinista, Mao optó por denunciar su revisionismo y siguió preservando los objetivos del régimen popular. China no cambió de apelativo, al tiempo que Mao recogía la púrpura estalinista inicuamente malbaratada.

La soteriología no era el fuerte de Deng Xiaoping. Su salida sobre el color de los gatos revela el valor que concedía a las discusiones teóricas: cero. Lo que le importaba eran los resultados de sus políticas. Sus reformas no eran populares más que en el sentido 1.1) indicado más arriba. La lucha de clases había dejado de existir. Había que crecer a toda costa, hacerlo en el menor tiempo posible y en beneficio de la mayoría social, es decir, de los consumidores. Si era menester echar mano de cuanto pudiese contribuir al proceso, ¿por qué no dejar libertad a los mercados en algunos sectores de la economía, precisamente los más orientados hacia ellos? ¿No había razones para aprender de los regímenes económicos mixtos que tan buenos resultados habían dado en algunos países europeos y en Japón?

Nacía así algo que empezó a llamarse economía socialista de mercado o socialismo con rasgos chinos. Era, sin duda, una charada vestida de teoría, pero cazaba ratones. Los resultados a que hemos aludido no dejan mucho espacio para la duda. Los chinos viven hoy mejor de lo que jamás hubieran podido soñar en tiempos de Mao Zedong. Pero a finales de los años setenta, con un importante sector del partido anclado en el modelo maoísta pre-Revolución Cultural, al que absolvían de los excesos izquierdistas de la Banda de los Cuatro, no hubiera sido sencillo llevar adelante una batalla ideológica a tambor batiente. Deng ni siquiera lo intentóSobre los múltiples obstáculos que Deng tuvo que sortear al tiempo de su rehabilitación en 1977 hay un interesante análisis en la reciente biografía de Alexander V. Pantsov y Steven I. Levine, Deng Xiaoping. A Revolutionary Life, Nueva York, Oxford University Press, 2015, pp. 324 y ss.. Se limitó a adoptar decisiones políticas opuestas a las de los maoístas de la vieja escuela sin llevar la batalla a su propio terreno. Y cuando lo creyó necesario, se unió a ellos para abortar el movimiento de reformas democráticas que se expresó en Tiananmén en 1989.

Para quienes creen en la importancia de la lógica en política, el socialismo capitalista de Deng, con su limitada apertura a los mercados y al empresariado, cuyos representantes acabaron por poder obtener el carnet del PCC en la era de Jiang Zemin, es todo un galimatías. Como lo es su juicio sobre la herencia de Mao –30% de errores, 70% de aciertos– sin querer definir dónde, si en el debe o en el haber, hay que contabilizar el Gran Salto Adelante o la Revolución Cultural. Son problemas que tal vez cobren relevancia en un futuro aún por definir, pero hoy por hoy interesan a muy pocos. Al tiempo, ese pragmatismo de Deng se ha revelado inseparable de la hegemonía del PCC. Más aún, le ha proporcionado una legitimidad renovada que pocos se hubieran atrevido a pronosticar en los años noventa.

…y su retablo

Todo este complejo proceso parece haber escapado a la atención de los analistas kowtow, aunque haya matices entre sus principales categorías: los propagandistas, los observadores y los realistas mágicos.

Uno de los más conocidos entre los primeros es el británico Martin Jacques. Haber sido durante catorce años el director de Marxism Today, la revista teórica del Partido Comunista de Gran Bretaña, desde 1977 hasta su desaparición en 1991 al hilo del estallido del imperio soviético, no parece una buena credencial ni para la profecía ni para la sindéresis. La primera, empero, no le arredra a Martin Jacques: «Con su continuada expansión económica […] China está destinada a convertirse en uno de los dos grandes poderes globales y, a al final del proceso, en el mayor poder global»Martin Jacques, When China Rules the World. The End of the Western World and the Birth of a New Global Order, Nueva York, The Penguin Press, 2009, Locations 6574-6584.. No hay sorpresas en esta pinturera confesión de marxismo ortodoxo con su mecánica relación entre infra- y superestructura, pero hubiera tenido mayor fuerza de haberse atrevido el autor a ponerle, si no fecha exacta de caducidad, sí al menos una aproximación a su vencimiento. Tal vez Jacques tenga razón, pero quizá la cosa haya de esperar, digamos, cien o trescientos años, con lo que su discusión resultaría ociosa para la generación presente y para varias de las venideras.

Lo llamativo en un marxista con su pedigrí es que el vaticinio se apoye en casi todo menos en la economía. Recurre, por supuesto, a estadísticas variadas, similares a las de más arriba y enunciadas con el mismo tonillo triunfalista de los amigos de la Unión Soviética en los años treinta y de los maoístas rabiosos de los setenta. Pero, en el fondo, lo que importa a Jacques no son las formas productivas y las relaciones de producción, no: lo decisivo son las diferencias culturales que harán a la hegemonía china mucho más llevadera que otras que le han precedido.

Para cubrir ese objetivo, Jacques se despacha con un ensayo de filosofía de la historia donde anuncia los inmediatos estertores de Occidente. Su monopolio de la modernidad se desvanece y lo que le sustituya no será necesariamente una edición ampliada de ella: «Las profundas diferencias axiológicas entre China (y otras sociedades basadas en el confucianismo como Japón y Corea) y las sociedades occidentales –incluyendo más colectivismo de base comunitaria que individualismo; una cultura mucho más orientada hacia la familia; y mucho menos apego al imperio de la ley y al uso del derecho en la resolución de los conflictos– se extenderán y, en la onda de la creciente influencia china, adquirirán significación global»Ídem, ibídem, Locations 7163-7172..

El viejo marxista se encuentra así con sus otrora rivales posmodernos y, como se ha dicho, aquí falta sindéresis. No tanto por el presagio –que lleva al estremecimiento– como por meterse a hablar de lo que no se puede, confundiendo los propios deseos con un impredecible futuro que se tiene por ya venido. Uno comprende que Jacques y otros que vieron frustradas las expectativas de su juventud y aún no se han repuesto sientan una incontrolable necesidad de anunciar la inminente desaparición del mortal enemigo que les arrebató el aguijón y la victoria. Pongamos que aciertan y que Xi Jinping o algún sucesor suyo acaba por imponernos el sueño chino o la sociedad armoniosa «con menor apego al imperio de la ley» que tanto celebran Jacques y otros admiradores. No es una perspectiva tranquilizadoraCon motivo del movimiento favorable a las reformas democráticas en Hong Kong (septiembre-diciembre de 2014), Jacques, en su papel de intelectual de cámara del régimen chino, escribía que, para Hong Kong, China no es el enemigo: es el futuro. Jacques se ha ganado así a pulso una cita a pie de página en la magna Historia Universal de la Infamia. Tampoco merece mucho más., pero tampoco hay que sorprenderse. Más que pensar, los propagandistas reciben órdenes.

Los observadores, también conocidos como expertos, no se entusiasman con las órdenes. Sólo las aceptan con mansedumbre, como recuerda Simon Leys al paso: «Lo que un exitoso Experto en China necesita, ante todo y sobre todo, no es tanto experiencia de China, sino pericia en ser un Experto. ¿Quiere esto decir que cierta competencia accidental en asuntos de China resultaría un lastre para un Experto en China? No necesariamente, al menos mientras pueda ocultarla tanto como su propia ignorancia basal […]. El Experto cultiva la Objetividad, el Equilibrio y la Imparcialidad […]. No es emocional; siempre recuerda que una moneda tiene su cara y su cruz […]. Sin embargo, cuando presenta opiniones o hechos contrarios a sus prejuicios privados, se cuidará mucho de no darles la menor credibilidad, aunque, al tiempo, los dejará discretamente ahí, como salidas de emergencia por si eventualmente llega a comprobarse que sus propias ideas son erróneas»Simon Leys, The Hall of Uselessness. Collected Essays, Nueva York, The New York Review of Books, 2011, p. 359.. El observador, desde su observatorio, observa a Xi Jinping y lo ve hacer declaraciones a favor de una reforma de las empresas públicas, pongamos por caso, y tras profunda meditación observa que el gran desafío del presidente chino es la reforma de las empresas estatales: una observación ajustada. ¿Que la reforma se limita o se controla hasta el punto de quedar aparcada? Pues lo observa, transmite la observación y se vuelve al observatorio a seguir observando.

La especie más populosa en la interpretación de China, empero, es la de los realistas mágicos. A ellos no les basta con observar y no son necesariamente apologetas de los dueños de la casa. No cierran los ojos a los desastres ecológicos, ni a la política de hijos únicos, ni a la desigualdad, ni a la Gran Muralla digital, ni a… A veces, hasta intuyen que allí no hay democracia y que quienquiera que proteste, por respetable que sea su causa, se llevará un buen disgusto. Pero, vive Dios, ahí están los resultados. Si la cúpula comunista tuvo el acierto de diseñar e impulsar las reformas económicas con esa habilidad preternatural, por qué desconfiar de su destreza ante esas otras cuestiones. Los dirigentes merecen tiempo y los analistas deben tener la cortesía de otorgárselo. Todo llegará. Entretanto, bien podrían los críticos de China emular en casa la eficacia de sus dirigentes. Ojalá, decía memorablemente Thomas Friedman, pudiese Estados Unidos convertirse en China por un día.

No todos los realistas mágicos son igualmente candorosos. En 1997, Jeffrey Sachs concluía un largo trabajo sobre las reformas económicas en el país dejando la puerta abierta. «La reforma parcial –decía– no sólo pospone la hora de abordar los problemas más complicados; también genera nuevas tensiones. Hasta ahora, China se ha mostrado hábil en su manejo, modificando instituciones e impulsando reformas promercado. Los éxitos de su crecimiento económico durante los últimos quince años atestiguan el valor de esos esfuerzos admirados por [las principales escuelas de economistas]. Igualmente [esas escuelas] concuerdan en lo que respecta a los desafíos que presenta la reforma y en que los riesgos que afronta más del 20% de la humanidad son muy altos»Jeffrey D. Sachs y Wing Thie Woo, Understanding China’s Economic Performance, National Bureau for Economic Research, Working Paper 5935, Cambridge, 1997, pp. 44-45.. Desde entonces, su juicio se ha tornado menos cauto. La gran noticia de 2014, mantenía Sachs, fue la conversión de China en la primera economía mundial por PPA. Y concluía: «El ascenso económico de China puede contribuir al bienestar global si sus dirigentes acentúan las inversiones en infraestructura, energías limpias, sanidad y otras ámbitos internacionalmente prioritarios».

¿Podrá hacerlo China? Si nos atenemos a las opiniones de esas tres grandes corrientes de opinión positiva, nunca lo sabremos. En definitiva, todos ellos rehúyen responder a una cuestión fundamental: qué clase de sociedad es China. Existe un acuerdo básico entre los investigadores, sean optimistas o escépticos, en que China ha llevado a cabo grandes proezas económicas desde 1979. La diferencia fundamental entre ellos estriba en que los últimos se preguntan si toda esa panoplia de logros no será más que una nueva representación del retablo de las maravillas del Chanfalla y la Chirinos. O, como suele decirse más finamente en la literatura de los fondos de inversión, dudan de que los resultados pasados garanticen los futuros.

Y, para resolver el dilema, hay que tratar de entender qué sea la China de hoy.

¿Capitalismo de Estado?

Hay una propuesta de explicación que me ha llamado la atención. En un libro colectivo recienteBarry Naughton y Kellee S. Tsai (eds.), State Capitalism, Institutional Adaptation and the Chinese Miracle, Nueva York, Cambridge University Press, 2015., los autores plantean que en el bestiario de los economistas se incluya a China dentro de la especie capitalismo de Estado.

Hay pocas fórmulas más difíciles de manejar que la de capitalismo de Estado, porque a menudo significa una cosa y su contraria. En un mundo bipolar, como el de Hayek en Camino de servidumbreFriedrich Hayek, The Collected Works of F. Hayek. Volume 2. The Road to Serfdom. Texts and Documents: The Definive Edition, Bruce Caldwell (ed.), Nueva York y Londres, Routledge, 2014., no hay sitio para ella. La evolución de la economía mundial lleva hacia el capitalismo, definido por la libre competencia, el imperio de la ley y, habitualmente, un sistema político democrático; o hacia el socialismo, su antítesis, que empuja al dirigismo, a la planificación, a la erosión de las garantías jurídicas y, en su versión más auténtica, al totalitarismo: Tertium non datur. Esa obra de Hayek se escribió, es verdad, entre 1940 y 1943, en Inglaterra, para un público británico y con Gran Bretaña bajo las bombas del Tercer Reich. Es muy posible que esas circunstancias expliquen su tono perentorio, matizado luego por el autor en escritos posteriores.

Sea como fuere, la evolución de la economía capitalista en la Europa de la posguerra y en otros lugares no ha dejado en buen lugar al apotegma hayekiano, pues han proliferado las fórmulas híbridas entre las economías de libre competencia y las planificadas que, por otra parte, no han desembocado en regímenes como el nazi o el soviético. Hoy hablamos de diversos tipos de capitalismo y en todos ellos la economía competitiva se codea con un importante sector público, reducido en las versiones llamadas anglosajonas, amplio en los sistemas europeos y en los de Asia Oriental. La evolución de la economía mundial desde mediados del siglo XX ha favorecido la aparición de esos modelos intermedios que a veces son definidos como sistemas de capitalismo de Estado. Lo que en el mundo de Hayek carecía de acomodo lógico, ha resultado ser bastante profuso en la realidad.

En ese estadio monopolista del capitalismo, el Estado pierde su pretendida neutralidad y colabora activamente con los explotadores

Aparece así otro obstáculo espinoso. La expresión capitalismo de Estado tiene una genealogía inquietante. Uno de sus primeros usuarios fue Lenin, que veía en él un paso más en la dominación del capital monopolista a la que llevaba la evolución lógica e histórica del sistema de libre competencia. El capitalismo de Estado combinaba, según él, algunos elementos centrales del género (trabajo asalariado, plusvalía, etc.) con otros específicos (intervención del aparato del Estado para asegurar, por diversos mecanismos, no todos ellos coactivos, los intereses de la clase dominante; fusión de capitalistas con funcionarios públicos, gerentes de empresas privadas, gestores sindicales y demás). En ese estadio monopolista del capitalismo, el Estado pierde su pretendida neutralidad y colabora activamente con los explotadores.

La trama se complicó más después de octubre de 1917. La anunciada revolución mundial no pasó de las musas al teatro y los bolcheviques se vieron solos con otra distinta (¿burguesa?, ¿popular?, ¿proletaria?, ¿qué?) entre las manos. En Rusia, la clase obrera –la presunta protagonista del gran cambio– era aún una escasa minoría en una sociedad de campesinos. Así que, a la espera de la revolución mundial aplazada, Lenin y los bolcheviques no hicieron ascos a la idea de un estadio transicional en el que, sobre un fondo de desarrollo de los mercados y de la competencia, el poder revolucionario defendería los intereses de clase del proletariado. A esa versión imprevista del capitalismo de Estado la bautizaron como Nueva Política Económica (NEP, en sus siglas rusas). Aunque Stalin abjuraría de ella, una mayoría de sus críticos insistió en definir a su socialismo en un solo país como otra versión del capitalismo estatal y los rasgos teológicos de sus disputas han contribuido en gran medida al descrédito del sintagma entre los economistas serios. Por eso resulta llamativo que algunos hayan decidido echar mano de él para tratar de definir en forma descriptiva y neutral la arquitectura estructural de la China posmaoísta. Eso merece un examen detenido.

¿Cuáles son, en esta hipótesis, esos enigmáticos rasgos chinos que establecen una identidad propia en la articulación de elementos tradicionales de la economía competitiva con el mantenimiento y la expansión de un sector público muy poderoso? Al cabo, economías mixtas han surgido en otros muchos lugares y es posible que la versión china no sea muy distinta. Si en esos otros países han servido para facilitar el tránsito a una economía de mercado relativamente abierta, ¿no sería eso una buena razón para pronosticar un resultado análogo en China? En opinión de los defensores de esta nueva versión del capitalismo de Estado, quienes lo crean cometen un importante error estratégico.

El rasgo más sobresaliente de la economía china posterior a 1979 es su fuerte concentración sectorial y su rígida jerarquización interna. En el capitalismo de Estado local, son las empresas públicas las que desempeñan un papel estructural de primer orden y en torno a ellas gira el resto del sistema. Son de propiedad estatal (EE) o de otros organismos públicos (EP), es decir, se rigen por una regla de control directo (propiedad) frente a un sistema de regulación externa. Pero ésa no es una regla única para todas las empresas, pues propiedad y regulación varían según el ámbito sectorial y se articulan de forma distinta en cada uno de ellos por su rango internoMargaret M. Pearson, «State-Owned Business and Party-State Regulation in China’s Modern Political Economy», en Naughton y Tsai (eds.), op. cit., pp. 27 y ss..

Templo del Paraíso, Pekín

En conjunto, el sistema adopta una estructura de tres círculos concéntricos. El centro lo ocupan las EE que controlan lo que suele llamarse las cumbres de la economía, esto es, sus sectores estratégicos (industria pesada, distribución alimentaria, finanzas, energía, aviación, telecomunicaciones, construcción, banca y seguros) y los llamados monopolios naturales. En general, son las empresas que se consideran demasiado grandes o básicas como para permitirles quebrar. Esas compañías no son sólo de propiedad estatal; también están gestionadas directamente por el Estado y reciben generosas ayudas estatales y de la banca pública.

Al tiempo, el Estado se preocupa de coordinarlas para que respondan eficazmente a sus necesidades estratégicas. Aunque el régimen de planificación subsista en la economía china, cada vez más se limita a definir objetivos estratégicos sin entrar en los detalles. En 2003 se creó la Comisión para la Administración y Supervisión de Recursos Estatales (SASAC, por sus siglas en inglés) para, inicialmente, centralizar y controlar los recursos en cuatro sectores principales (petroquímica, electricidad, telecomunicaciones e industrias militares) que posteriormente se ampliaron a otros. Son, pues, las EE las empresas que mejor indican cuáles son las intenciones geoestratégicas de China.

El Estado controla directamente por medio de las EE del nivel superior todos los sectores estratégicos, desarrolla su política industrial, mantiene una posición dominante en el sistema financiero y en los mercados de capital y establece las reglas de juego para el conjunto de la economía. Como las empresas de los otros dos niveles no podrían sobrevivir sin la asistencia de las EE, el control estatal de su gestión determina las opciones y los incentivos para el resto en mucho mayor medida que en la llamada planificación indicativa. Lejos de constituir un sector sometido a la inercia burocrática, las EE se han convertido en un elemento central en la estrategia de desarrollo del país y ayudan a sostener en China un capitalismo de Estado integrado en la economía global.

En el círculo intermedio se concentran empresas automovilísticas, industrias químicas y farmacéuticas, equipos de telecomunicación, biotecnología y energías alternativas. La propiedad de las compañías de nivel intermedio puede ser directamente estatal (EE) o de organismos públicos intermedios (gobiernos provinciales o municipales; filiales de las EE), pero su gestión es más flexible que la de las compañías estratégicas. Desde 2009 el apoyo a estas empresas públicas ha aumentado.

Finalmente, en el círculo externo se concentra el mayor número de las compañías chinas. Son, por lo general, pymes que pueden incluso tener grandes dimensiones (por ejemplo, los suministradores de grandes cadenas de supermercados locales o de compañías internacionales) o limitarse a establecimientos pequeños dedicados a servicios personales. En este sector de base se dan cita empresas privadas dedicadas a las industrias de consumo, manufactureras y exportadoras. El control estatal es muy escaso y se fía habitualmente a regulaciones sociales, especialmente en las empresas de salud y alimentación. Los organismos locales tienden a favorecer a las empresas de su área con el consiguiente descuido de la regulación, lo que genera a menudo problemas con los consumidores o de seguridad laboral.

La dinámica de conjunto del sistema (gobernación y gestión interna de las empresas) ha contribuido también a su eficacia. Se han adoptado reformas garantistas para los inversores en empresas del segundo y tercer nivel; se ha aclarado la forma de ejercicio del derecho de propiedad; se han racionalizado los sistemas de incentivos; ha aumentado significativamente la educación formal de los gestores; las reglas de funcionamiento de la economía de mercado se entienden mejor. A esta evolución ha contribuido también el interés del Gobierno por mantener y aumentar el valor de sus activos a través de la SASAC, de los fondos soberanos de inversión y del sistema público de pensiones. China, en suma, es cada vez más capitalista.

Tal vez: pero eso, de suyo, no significa demasiado. El capitalismo ha proliferado a partir de la posguerra mundial, pero lo ha hecho en direcciones que no tienen demasiado en común. Para entender cabalmente a China conviene evaluar su economía sobre dos ejes distintos pero emparentados entre sí: el de las variedades del capitalismo (análisis VOC, por sus siglas en inglés) y el del desarrollismo de Asia oriental.

Para entender a China conviene evaluar su economía sobre dos ejes: el de las variedades del capitalismo y el del desarrollismo de Asia oriental

La línea de análisis VOC se fija en la llamada complementariedad institucional (grado de colaboración entre empresas y gobiernos en materia de relaciones industriales, educación, estructuración corporativa y otras) para establecer una tipología de sociedades capitalistas. En resumidas cuentas, el análisis VOC las coloca entre dos polos: economías liberales de mercado (LME, por sus siglas en inglés) y economías coordinadoras de mercado (CME). Más o menos, es la antigua dicotomía entre el capitalismo anglosajón y el europeo, dentro de los cuales existen también variedades específicas (por ejemplo, en el europeo, el dirigismo francés y la economía social de mercado alemana).

Para quienes ven a China como un régimen de capitalismo estatal, amén de su bipolaridad teórica general, el modelo VOC no puede entender la especificidad de su caso. En China, la complementariedad en las decisiones desaparece tan pronto como el Estado adopta medidas. Especialmente en el caso de las EE, las decisiones de reforma o reestructuración no parten de las propias firmas, sino siempre del GobiernoEl pasado agosto se anunció un plan de reforma de las EE que el Gobierno había prometido llevar a cabo dentro de su programa económico. Bajo el nuevo sistema, las EE tendrán mayor margen de maniobra y podrán tomar sus propias decisiones en asuntos de personal, dentro de los parámetros que establezca el Gobierno.. En esa medida,  pues, no tiene mayor sentido situar a China dentro del continuo VOC, pues la idea de complementariedad institucional no se ha abierto paso localmente.

¿Es China un ejemplo más de los Estados desarrollistas que han proliferado en Asia Oriental? En la literatura académica suele llamarse Estado desarrollista a aquellos donde, empezando por Japón y siguiendo por Corea del Sur y los llamados tigres asiáticos, es la Administración la que establece los objetivos estratégicos comunes y guía al resto de los actores hacia una mayor competitividad internacional. Los Estados desarrollistas promueven también un cierto grado de competencia interna pero, sobre todo, estimulan la innovación para mantener la situación competitiva de sus empresas en el exterior. Frente al tipo LME, que se limita a establecer las reglas de juego, y al CME, que las combina con su participación en la propiedad de las empresas públicas, el Estado desarrollista convierte a los gobiernos en los estrategas del conjunto empresarial al que se obliga a perseguir los objetivos gubernamentales mediante incentivos y sanciones.

China tiene un rasgo en común con este modelo: la iniciativa gubernamental ha sido allí tan fundamental como en los Estados desarrollistas para generar inversiones y acelerar los cambios estructurales necesarios. Sin embargo, se separa de él en dos aspectos clave. El primero es el recurso abierto a métodos autoritarios en la decisión de objetivos. Tanto por el número de actores como por la dificultad de coordinar a un país tan vasto, no resulta allí posible recurrir al tipo de consenso que se establece en Japón y otros países asiáticos. La segunda diferencia estriba en la mayor apertura de China a las inversiones extranjeras directas. Mientras Japón y Corea mostraron una hostilidad manifiesta hacia ellas en los estadios iniciales de su estrategia, China las recibió con los brazos abiertos por la oportunidad de recibir transferencias tecnológicas que le hubiese llevado mucho tiempo alcanzar por sí sola.

Sobre esas diferencias China ha establecido un modelo específico de capitalismo de Estado: es decir, eso que sus dirigentes suelen llamar los rasgos chinos de su socialismo va mucho más allá de la dirección económica mixta y consensual típica de los Estados desarrollistas. Sólo en China hay un control estatal total de los sectores estratégicos. Sólo allí el Partido maneja a su gusto la selección y la gestión de personal en los escalones empresariales superiores; sólo allí determina los elementos básicos de la política industrial; sólo allí selecciona a los campeones nacionales; y sólo allí mantiene un control total sobre las instituciones financieras y bursátiles.

Desde una perspectiva estrictamente económica, el modelo ha dado resultados en estos últimos cuarenta años; ha ofrecido grandes oportunidades de movilidad social ascendente a muchos chinos, especialmente si son miembros del PCC; y ha generado un amplio caudal de legitimidad para sus dirigentes.

¿Seguirá haciéndolo? Una respuesta positiva queda condicionada a que el modelo pueda ser sustituido por otro menos dependiente de la inversión pública y más del consumo privado. Pero, por más que los dirigentes digan que van a cumplir con ese empeño, «las necesidades propias de un país de renta media, que exigen un creciente apoyo a la innovación tecnológica y de los modelos de negocio, y una mayor y más sofisticada demanda de consumo, encajan mal con ese modelo centralizado de capitalismo de Estado»Tsai y Naughton, op. cit., p. 21..

Es una hipótesis sugerente y lo será más si sus críticos no se pierden en un laberinto nominalista (ventajas y dificultades del concepto) y se fijan, como lo haría Deng Xiaoping, en su capacidad para dar cuenta de la realidad, es decir, en si caza ratones.

Julio Aramberri es profesor visitante en DUFE (Dongbei University of Finance & Economics), en Dalian (China).

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