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La promesa de Shanghai: Víctor Erice

La promesa de Shanghai

Víctor Erice

Areté

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En algunas ocasiones, llevado por la curiosidad, he leído guiones de cine y he de decir que ninguno de ellos me sacó de la idea de considerarlos un artefacto a partir del cual un director tendría que ocuparse de convertirlos en lenguaje, en expresión; me parecieron atractivos tan solo ––y no es poco– por su carácter de fundamento eficiente. Para mí, el cine es ante todo lo que veo en la pantalla, por más que aprecie los pasos dados hasta llegar a mis ojos. Por eso quiero apresurarme a decir, antes de otra cosa, que he leído el guión de La promesa de Shanghai con extraordinario fervor y que al final de la lectura me he sentido imbuido de la misma sensibilidad de paso iniciático sobre la pérdida de los sueños que caracterizan al principal de sus personajes, Dani. Dice el autor que un guión es el sueño de una película y esa es una afirmación que sólo he entendido y sentido cabalmente cuando, al término de la lectura de aquél, comprendí que acababa de imaginar una película y que ésta, la que debía ser, nunca sería. No me refiero a la que yo haya imaginado como lector sino a la película de Erice. Pero también descubrí algo extraordinario: que Erice me había dejado ver su sueño. Al terminar el libro me encontraba embargado por una mezcla de tristeza y entusiasmo, por el vértigo de lo irrecuperable y la energía de lo imaginado.

Aunque se haya dicho muchas veces, voy a recordarlo: en la relación entre cine y literatura hay una distancia insalvable que es la del lenguaje. La imagen es unívoca y la palabra es equívoca. Sus modos expresivos son tan distintos que pueden ocuparse de una misma historia sin miedo a plagiarse o solaparse (salvo que uno sea concebido como mera ilustración del otro y no como un trabajo de creación). Pero la propuesta de Erice de salvar la parte de su trabajo que pertenecía a su capacidad creadora nos pone en las manos un guión para ser leído; y en mi opinión, eso lo sabe él perfectamente. Su material –concienzuda y admirablemente organizado– es un sueño que no veremos por sus ojos sino por los de nuestra imaginación. Y la pregunta es: ¿cómo se puede mover la imaginación de un lector –que, para colmo, dispone de la novela originaria– por medio del guión de una película que no es la película terminada sino un instrumento complejo pero falto de su expresión final? Afortunadamente, esta edición ha permitido que conozcamos el proyecto completo pues, como confiesa el autor, aceptó suprimir la parte final (en que el protagonista es ya un hombre joven) con tal de hacer la película, lo cual, si es coherente con la necesidad, es inconsecuente con la concepción, el alcance y la ambición del proyecto.

El método para introducir en la imaginación de un lector un relato literario es la sugerencia como cualidad expresiva principal. Un guión es todo lo contrario de un texto sugerente, empezando por su mismo aspecto externo: la división en secuencias, en planos dentro de la secuencia, las acotaciones y los diálogos obligatoriamente encabezados, ofrecen una disposición espacial que, en sí misma, se manifiesta como una evidencia constante de disposición jerárquica, de órdenes de lectura, en definitiva. No es fácil imaginar si a uno le van marcando el texto en la pizarra con un puntero: se puede estar atento, seguir el hilo, aprender, sí, pero imaginar, que es la esencia de toda lectura literaria… Por ello hay que observar con atención el sistema de construcción del texto de Erice.

En primer lugar, es un sistema de voces; voces cuyos rostros y cuerpos no vemos. Se argüirá que todo guión está lleno de voces, pero éste –y supongo que los mejores– ofrece la particularidad de diferenciar a tal punto las voces que identifican a las personas; no hay en esas voces una repetición inútil, una disonancia o un cruce; están muy bien definidas. Tienen la eficiencia de lo depurado, pero carecen, obviamente, de escrituriedad –permítame el lector este neologismo– puesto que están concebidas para la oralidad, esto es: para sonar en voz alta y no sólo en el recinto interior de nuestra mente. Lo que sucede es que todo lo que se depura se convierte en sustancial y lo sustancial –y, sobre todo, lo esencial– al fin y al cabo son, paradójicamente, complejos. La ausencia física de los personajes y la decantación de sus voces establecen, pues, la primera premisa de sugerencia en el texto.

La segunda es un mandato. Puesto que se trata de un guión, la orden de lectura es: vea usted. Lea y vea. Y esto nos conduce a una situación expresiva insólita. El lector, en efecto, se ve obligado a ver la película, pero al ser impelido a hacerlo por medio de un texto, puede decirse que la original situación de partida lo convierte en cineasta antes que en lector. La diferencia no es sutil sino contundente: no es lo mismo recrear que ocuparse en verla; ambas actitudes tienen en común el esfuerzo personal, la obligación de participar; pero, mientras la primera se induce de modo fluyente, la segunda contiene un mandato: Vea usted. Y ese mandato evita que el texto sea todo suyo –del lector– como lo es, y de modo absoluto, una narración. ¿Qué cabe deducir, además?: pues que el mandato es, en este caso, una distancia obligada. El lector ha sido sentado en la butaca aunque no haya imágenes en la pantalla. Por decirlo así: ha sido sentado en la butaca de un cine para leer; no en cualquier butaca, ni siquiera en su butaca favorita, sino en la de un cine.

En tan singular posición, el lector se adentra en la narración con la ayuda de las introducciones y acotaciones a cada escena. Éstas son de dos clases: o bien meras anotaciones de trabajo, o bien acotaciones que contienen elementos sugeridos. Por ejemplo, la anotación «Blay clava su mirada en los ojos del chaval, tratando de percibir en ellos la sombra de una traición» es algo que sólo tiene resolución en imágenes, el guión no las resuelve; mientras que anotaciones como «Dani se acerca a un espejo y contempla su aspecto, sosteniendo los pantalones de su padre con las dos manos» tiende a concretar su resolución en el mismo texto, aunque su fin sea la imagen. La razón es que la primera sigue dentro de la imaginación del autor (¿cómo se resuelve visualmente la percepción de la sombra de una traición?: hay que esperar necesariamente al cineasta para verlo), mientras que la segunda, que viene precedida de una referencia al sentido de los pantalones, es visualmente asumible por el lector del guión. En general, las acotaciones son, sin duda, mucho más literarias de lo que suele ser habitual en un guión, pero no hacen escritura literaria sino algo más bien intermedio que está, en mi opinión, dentro de la clave de la expresión cinematográfica de Erice.

La mirada de Erice sobre el mundo, sobre las personas, sobre las cosas es tan alta como su capacidad de encerrarla y potenciarla en un encuadre. En el cine español ––y también el europeo– hay una tendencia de corte literaturizante que consiste en dialogar más de lo debido y tratar de obtener la cualidad de misterioso por medio de la insistencia en lo insignificante. Cuando decimos de una de esas películas que es lenta y ello nos pesa, no queremos decir que el tiempo transcurra por ella lentamente sino que el tiempo transcurre por lo no significante de la historia que se nos está contando. Lo que ocurre con el cine de Erice es justamente lo contrario. Sus películas son lentas si con ello queremos decir que no hay excesiva acción exterior en sus personajes, pero no lo son si nos referimos a la acción interior, pues para ella dispone de una mirada que se caracteriza por ir a lo significante, a lo esencial de una escena; lo significante, lo esencial, subyugan de tal modo cuando se alcanzan que el tiempo transcurre de otro modo para el espectador que lo capta. El tiempo del alma es distinto del tiempo del cuerpo, pero cuando se unen no hay lentitud o prisa: hay expresión, significación y, en consecuencia, belleza. Y se unen, en cine, cuando la mirada que capta lo externo elige de tal modo que alcanza lo interno, la esencia misma del alma y de la emoción del personaje o del momento; por eso las imágenes de Erice son tan conmovedoras. Pues bien, las acotaciones de uno u otro orden que acompañan a los diálogos de este guión son, en cualquiera de sus formas, una lección de depuración para encontrar lo significante. Y, llegados a este punto, ya son dos depuraciones (diálogo y acotaciones) las que se acompasan en el texto del guión, lo cual quiere decir que es, en toda su extensión, un texto sustancializado y, en consecuencia, lo suficientemente complejo como para ser sugerente. No hay lugar más cargado de misterio que el de la claridad.

Y así es como el embrujo se convierte en promesa. Hay un movimiento general en tríos muy bien equilibrado: la pandilla, Susana y Dani, Blay y Dani es uno de ellos; el otro: Kim, Forcat y Denís; y hay un tercero en segundo plano: Conxa, Rosa y Anita. En torno a ellos se mueve el resto de la gente que conforma el paisaje humano del barrio de posguerra civil. Y atravesando de por medio todo el relato está la iniciación a la vida de Dani, pero contada desde muchos años después, ya adulto; las apariciones del narrador –como las del soldado muerto que representa al padre de Dani, pero también a toda la contienda bélica– están perfectamente dosificadas y equilibradas entre sí y actúan, además, como un leitmotiv rítmico impecable. Esa iniciación a la vida, ese paso de la vida ensoñable a la vida real, es lo que cuenta esta historia; pero la distancia entre el narrador y lo narrado tiene una finalidad decisiva: mostrar la relación crítica entre (utilizo las palabras del autor) «ese instante privilegiado donde las cosas suceden por vez primera, turbación original de los sentidos a través de la cual cierta belleza del mundo se les revela» y el descubrimiento de que «la única máscara es la del tiempo». La película sería, así, la cuerda que se tensa entre ambos extremos, entre ambas situaciones vitales. Y en este punto y sólo a partir de él es cuando de verdad lamento que Víctor Erice no haya realizado la película. ¿Por qué?: pues por la misma distancia que hay entre un embrujo y una promesa. El embrujo encierra, la promesa libera.

Casi como de pasada, sin llamar la atención, Erice sugiere un paralelo entre el capitán Blay y Dani, y un caballero y su escudero. La referencia literaria es evidente y ese detalle encandila al lector; lo cito como ejemplo, pero es que el deseo de ver cómo hubiera sido capaz de sugerirlo cinematográficamente Erice y tener que quedarme en ayunas de ello me produce, a pesar de todo, un disgusto sin cuento. Lo que no quita un ápice a mi fervor y gratitud por la publicación de este guión, pero no puedo evitar que, un paso más allá, allí donde la imagen habla, el deseo de ver se convierta en frustración inevitable. Sólo quiero advertir que el texto del guión responde a la perfección a lo que Erice define como «la pormenorizada descripción del movimiento y la reacción de los personajes en el interior de la escena». Para él, según confiesa, eso es un primer dibujo de lo que puede ser la puesta en escena. Bien. Consideremos ahora ese dibujo: es el dibujo de un sueño, el sueño de una película. Seguro que Erice no ha tratado de hacer literatura al publicar este texto, pero no ha podido evitar dos consecuencias literarias; una: la peculiar posición de lectura en la que coloca al lector, que afecta a problemas realmente interesantes de construcción de la distancia narrativa; dos: que ha dado nada menos que con el modo de escribir el sueño de una película. Mes hommages.

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