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La novela según Gao Xingjian

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Al principio fue el azar. Dos criaturas se juntaron en algún punto del planeta y uno se puso a contar una historia que el otro escuchó fascinado para luego, a su vez, transmitirla a un tercero o a varios más. Es la más antigua y la más extendida de las tradiciones en todas las culturas y civilizaciones desde la memoria de los tiempos.

Así resulta perfectamente plausible que en un tren de China dos viajeros sentados de frente, a raíz de que entrechocaran sus tazas de té con las vibraciones de la marcha, entablen conversación. El narrador pregunta a su compañero ocasional adónde se dirige, y éste responde que a la Montaña del Alma, situada en la región de Lingshan, donde las fuentes del río You, nombres que él nunca ha oído mencionar pese a que ha recorrido la geografía china de norte a sur.

De ese vulgar encuentro propiciado por el azar, surge la deslumbrante novela de Gao Xingjian, que al parecer resultó determinante para la concesión del Nobel de Literatura. Una vez leída, lo considero justo. En mi opinión, La Montaña del Alma es del calibre de las obras literarias que rehúyen cualquier intento de clasificación. No sabría decir si puede marcar un hito en la narrativa contemporánea pero sí, con toda certeza, que se inserta para siempre en la memoria de quienes la han vivido. Me atrevo a garantizarlo al margen de la traducción, que sospecho cuando menos apresurada y probablemente hecha a partir de la versión francesa y no del original chino. No voy a entrar en ella porque es obvio que no podría hacerlo con un mínimo conocimiento de causa, pero mis reservas frente al texto se acrecentaron cuando leí estas afirmaciones categóricas de Gao Xingjian: «Escribo por amor al lenguaje, a las palabras, a la voz. Es lo que más respeto. Por eso escribo». Desde entonces no dejo de preguntarme, engolosinado por lo inaccesible, cómo debe de «sonar» el caudaloso relato en el timbre de quien durante siete agitados años, entre 1982 y 1989, exprimió el léxico y los recursos de imaginería de su compleja lengua materna.

Porque en realidad La Montaña del Alma es un relato oral, un serpenteante monólogo del autor sobre el hecho de vivir que mediante la escritura transforma en experiencia colectiva y perdurable. Hay un capítulo para mí esencial, el 72 (págs. 583-588), en el que Gao Xingjian considera oportuno mostrar abiertamente sus cartas al lector cuando éste lleva ya recorrido un largo trecho. Es entonces cuando uno tiene la ocasión de constatar, por si su propia sensibilidad no se lo hubiera advertido, que la narración ha sido escrita orillando deliberadamente las normas básicas del arte de novelar. Por tanto, La Montaña del Alma permite ser tildada de novela en igual medida que puede no serlo. Las etiquetas son aquí más inservibles que nunca. Si bien en ella aparecen diseñados varias docenas de personajes ocasionales, desde comerciantes, campesinos y niños, a sacerdotes, militares, geólogos, guardas forestales y un tan generoso etcétera como la composición de la fauna humana, es evidente que ninguno está definido como individualidad por la sencilla razón de que todos los figurantes son fruto de consecutivos desdoblamientos del autor. Insisto en señalarlo porque lo considero fundamental: incluso cuando dialoga con las gentes que le salen al paso o se embebe en sus historias, no resulta ser otra cosa que una fórmula muy estimable y no explícita, ni convencional, de disfrazar la supremacía del monólogo.

Desde esta perspectiva los «yo», «tú», «ella» y «él» no designan personajes contrapuestos sino que son sólo pronombres personales con los que el narrador, esto es, Gao Xingjian, como lo haría un experto ventrílocuo o transformista, cambia permanentemente de registros y de carnaduras, suscitando la ilusión de diversidad, aún cuando en toda circunstancia siga siendo él mismo. Su teoría que vemos ejemplarizada en el texto, es irreprochable. En toda novela de cualquier especie, ya sea buena, mediocre o mala, inclusive tomando en consideración la prevalencia del punto de vista narrativo defendido por Henry James, lo cierto es que pese al uso o intercambio de los pronombres yo, tú, ella, él, si bien se mira, el fondo del relato no resulta ser otra cosa que el monólogo de su autor. Por más que se pruebe de argumentar lo contrario, por más que ciertas tendencias de la modernidad textual promuevan y aplaudan como axioma la desaparición del autor en pro de una objetividad humanamente imposible y tal vez superflua, la estricta realidad proclama que el autor existe y es el responsable único del texto que nos llega, la personificación del creador omnipotente, del mago que urden con el verbo y la fantasía, afirmando su libertad sin límites por encima de toda regla absurda, un universo propio en el que encuentran cobijo todos cuantos deseen compartirlo con la esperanza de hacer sus vidas quizás no más felices pero sí más llevaderas.

En el ejercicio de esta libertad suprema y su categórico repudio de todo ismo coercitivo, Gao Xingjian arma su novela con una estructura no cerrada sino que, coherente con su manera de concebir el arte narrativo, identifica el ámbito suprarreal de la ficción con un espacio de dimensión totalizadora, pretendidamente ilimitado. Así, el trayecto iniciático del narrador tras huir de Pekín abandonando esposa e hijo para liberarse del acoso de las autoridades que han prohibido sus libros por heterodoxos, al encuentro de la mítica Montaña del Alma donde todo se conserva en estado de pureza original, le da pie a intercalar mil y unas historias de China, de la China contemporánea intercaladas con fábulas del pasado remoto –algunas bellísimas–, junto a párrafos de botánica, geología y zoología, reflexiones filosóficas, notas sobre religión, historia y política, canciones populares, descripciones de paisajes de fuerte intensidad simbólica, recuperación de mitos como el del hombre salvaje y un sinfín de materiales dispersos que, sin embargo, en este denso entramado de hilos de naturaleza y colorido tan diversos, por una suerte de milagro atribuible a un talento sintetizador de primer orden, se ofrecen con una naturalidad y una coherencia que me resultan asombrosos, probablemente excepcionales en la literatura reciente.

Quizás para mejor entenderlo convendría precisar que Gao Xingjian es, además de novelista, poeta y dramaturgo, crítico literario y pintor. Un artista en el sentido renacentista que por añadidura posee curiosidad –no sé si cultura– científica. De manera que su obra magna, por supuesto autobiográfica hasta los tuétanos pero que trasciende lo meramente personal por la vía con que suele hacerlo el verdadero escritor de raza, es consecuencia de la ambición irrefrenable de quien aspira a contener y explicar un mundo y su trasmundo y para tratar de conseguirlo no vacila en abolir géneros y estilos, mezclar ficción y realidad, prosa y poesía, memoria y tiempo presente, asumiendo todas las representaciones y todas las voces, todos los cielos y todos los paisajes imaginarios, aunque en resumidas cuentas el titánico esfuerzo únicamente le sirva para «aparentar que se comprende, pero de hecho no comprender nada. En realidad, no comprendo nada, pura y simplemente nada. Así es». Impresionante acto final de humildad explícita que no sorprende. Es la conclusión a la que aboca inexorablemente la obra de arte literaria honesta y exigente, que no busca alimentar la complacencia de su creador sino aproximarse, desde el fondo de la oscuridad existencial y hasta donde sea posible, a la luz de la verdad reconocible sólo en el lenguaje, o sea en la articulación del pensamiento. Es lo que sin duda deseaba Gao Xingjian y ahí está su obra. Para mí, inolvidable.

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Ficha técnica

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