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El nihilismo aún mira hacia atrás

MUY POCO... CASI NADA. SOBRE EL NIHILISMO CONTEMPORÁNEO

Simon Critchley

Marbot, Barcelona

Trad. de Elisenda Julibert y Ramón Vilà Vernis

368 pp.

25,50 €

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El nihilismo es uno de los conceptos más polivalentes de la historia de la filosofía. Desde el siglo XVIII se utiliza para expresar la negación del ser, los valores o la trascendencia. Pese a su sentido negativo, se presenta como un principio liberador, subversivo, que permite sacudirnos los espectros del pasado. Puede desembocar en el elogio de la finitud o, en su versión más radical, en la apología del suicidio. En este notable ensayo, Simon Critchley escoge el primer camino. Lo esencial no es retomar la pregunta por el ser, sino enfrentarse a la contingencia de la vida humana. El nihilismo puede expe¬rimentarse como el acta que certifica la ausencia de sentido, despertando la desorientación moral y la desesperación existencial. Es el caso de Meursault, el protagonista de El extranjero de Camus, que discute con el capellán poco antes de su ejecución, recordándole la «terrible prueba» que aguarda a cada hombre. La muerte es el fin, pero no resta ningún valor a la vida. Cada ser humano es un extranjero, pues la conciencia, con su capacidad de juicio, representa lo excepcional en el rumbo errático de la evolución. Sin embargo, el devenir sólo adquiere la dimensión de acontecimiento ante la mente humana, que puede optar entre la lamentación o la celebración de lo ordinario. El placer de contemplar el bullicio de un barrio argelino precede al crimen de Meursault, mostrando la posibilidad de redescubrir lo cotidiano en su sencilla plenitud.

Critchley afirma que «las cosas simplemente son», y eso es suficiente. El problema del hombre es su incapacidad para adoptar una actitud contemplativa, pero no el sentido pitagórico ni cristiano. Ni trabajo intelectual ni éxtasis místico, sino pura pasividad, que se manifiesta como la inactividad absoluta. No hacer nada, no aguardar nada, ser entre las cosas como una cosa más, sin inquietarse por el sentido, el valor o la finitud. Critchley comienza el libro evocando la muerte de su padre. Mientras contempla su cabeza, con el perfil afilado por una larga agonía, disipa cualquier ilusión sobre la existencia de Dios. Dios es una superstición y la filosofía no comercia con quimeras. Descartada la hipótesis de su existencia, no hay que buscar alternativas. La obra de Beckett, reacia a cualquier interpretación, es un excelente ejemplo de aniquilación de la esperanza, sin incurrir en jeremiadas. Hay que desechar la esperanza en sí misma como expectativa de algo, incluso en su forma retrospectiva; esto es: mereció la pena existir, la finitud es preferible a la nada o a un infinito inconcebible. Ni siquiera eso, pues de lo que se trata es de evitar cualquier justificación o redención.

Critchley se interna en la obra de Maurice Blanchot para transitar por el incierto camino del adanismo, es decir, del hombre anterior al lenguaje, cuando era posible estar entre las cosas, sin la necesidad de asignarles un nombre. Nombrar es matar. El lenguaje no se concibió para comunicarnos con el otro, sino para someter el mundo. La reiteración de este plantea¬miento se ha convertido en un lugar común en la historia de la filosofía, donde el adanismo actúa como una utopía (más bien, distopía) irrealizable. La imposibilidad de regresar a un origen dudosamente deseable no es menos extravagante que la búsqueda del Santo Grial. Menos insensato es plantearse la muerte en relación con el otro. La muerte es un futuro sin mí, pero que cuando acontece en el otro convoca el sentimiento comunitario, ya sea como piedad o como antagonismo. Critchley rechaza la perspec¬tiva de Levinas, pues el otro puede aparecer como el mal o lo neutral. La relación con el otro no es un absoluto metafísico, sino una evidencia del «hay». El vacío que acontece después constituye lo que Critchley llama «trascendencia atea». El ente se deshace, pero el ser prosigue. Hay mundo después de la muerte, de mi muerte y la del otro, pero no hay continuidad para los individuos.

Critchley se identifica con la opinión de Wallace Stevens, que reemplaza la figura de Dios por la poesía, algo más que un género literario. Frente al declive de la teología, incapaz de apreciar ningún valor en lo inmediato, la poesía nos revela la excelencia de lo cotidiano. Para hallar la redención, no hay que mirar hacia lo alto, sino hacia abajo. La poesía es la única redención posible, pues, al desa¬parecer Dios, desaparece el pecado original y sólo se plantea la necesidad de justificar la vida en su irreversible finitud. Critchley recurre a Blanchot y Derrida para interpretar la obra de Beckett. La paradoja es que la obra de Beckett está levantada sobre el rechazo de toda interpretación. Es más, la obra de Beckett postula su propia desaparición, pues sabe que la literatura constituye «un pecado contra el silencio». Escribir es un acto perfectamente inútil, que «surge de nuestra incapacidad para sentarnos en una habitación sin hacer nada». Esa incapacidad está asociada a la ficción del yo. En El innombrable, escribe Beckett: «Yo digo yo, sin creerlo». Y añade: «No es yo, es lo único que sé». Sin embargo, hay un persistente murmullo detrás de nuestras palabras. Ese murmullo nunca cesa, pero sólo lo percibe el poeta (vale decir: el verdadero creador), cuyo estado natural es un insomnio hiperestésico. El postulado de una humanidad insomne y perfectamente inactiva es un absoluto inviable. El hombre está abocado a hablar, inventar, teorizar. Sabe que nada de eso le ayudará a trascender la muerte, pero al menos es consciente de la inutilidad de sus actos. «Es muy poco… casi nada», escribe Critchley, pero es sencillamente humano y es imposible renunciar a ese destino.

Critchley transita por los textos de Blanchot, Derrida y Heidegger sin sucumbir a la tentación del hermetismo. Pese a sus reticencias hacia la Ilustración, heredadas de Adorno, al que cita abundantemente, su prosa y su pensamiento no pueden ocultar la huella del espíritu libertino. No en vano cita la famosa frase de Sade: «La idea de Dios es el único error que no puedo perdonarle a la humanidad». Hay que repudiar a Dios para conquistar una libertad sin miedo a lo inmanente. Critchley no pretende reformar la sociedad ni ejercer de pedagogo. El filósofo es un hombre atemorizado y sólo podrá librarse de ese lastre cuando asuma la muerte de Dios y el carácter ilusorio de la esperanza. Ese planteamiento no es un punto de llegada, sino el principio de la libertad. La libertad de vivir sin esperar, la libertad de no renunciar al prodigio de la vida, pura transitoriedad que no cesa de reinventarse. Se agradece la claridad expositiva de Critchley, la precisión de su postura filosófica, su talento para enfrentarse a los textos y su tibio optimismo, que no encierra ninguna promesa. Un op¬timismo que es pesimismo clarivi¬den¬te. Sólo cabe una objeción. Critchley arremete contra un concepto de Dios que sólo se corresponde con la torpe caricatura de los catecismos. El Dios inmóvil, inmutable, omnipotente y perfectamente en acto de la teología más conservadora, sin reparar en la posibilidad de un Dios que deviene y se hace carne para evidenciar su impotencia. Un Dios que no repara en el pecado, sino en el sufrimiento y que se enfrenta al tiempo con la misma incertidumbre que el hombre. El Dios que liquida Critchley es el Dios al que ya despachó Nietzsche. Esta objeción no resta mérito a su obra, pero sí pone de manifiesto que el nihilismo aún mira hacia atrás, esbozando apenas un salto hacia el vacío, sin la fuerza necesaria para alejarle de los mismos espectros de los que pretende huir. Todo sugiere que Dios, el hombre y la muerte continuarán en movimiento, como un giroscopio con una rotación infinita.
 

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