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La maldad del ventrílocuo

HOMBRE SIN NOMBRE

Suso de Toro

Lumen, Barcelona

400 pp.

22 €

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El texto publicado por Suso de Toro con el título Hombre sin nombre se cierra con una nota de agradecimiento que es también una clave obligatoria para su lectura («No creo que deba ser leído de ningún otro modo»). En ella declara intenciones y resultados, que él cree coincidentes, precisa que es un libro de ficción –teatro de sombras, drama religioso, auto sacramental– y añade que, sin tratarse de una obra histórica, el parecido entre ficción y realidad es coincidencia buscada: la ¿narración? del recorrido vital de un protagonista así es algo deliberado.

Esa deliberación, básica tanto en la preparación de este trabajo –investigaciones, consultas, conversaciones par­ticu­lares– como legítima para su adecuada recepción –amplia resonancia en Internet (aunque casi nadie hable del libro en sí)–, es una exigencia indispensable por el alcance con que intenta plantearse el mal absoluto, enfocado desde quien lo ejerce con obstinación y convencimiento en circunstancias históricas, geográficas y sociales que abarcan tiempos y ámbitos muy amplios: buena parte del siglo xx –la Guerra Civil española y la represión posterior como epicentro–, desde la Galicia rural hasta Leningrado, y desde lo familiar a lo militar. Sin embargo, tal vez la confianza en la crudeza de sus materiales –un cúmulo de atrocidades– ha hecho que otras deliberadas y necesarias decisiones resulten más escasas en la construcción general de la obra, donde la reiteración de situaciones, ciertas inconsistencias en la articulación de las voces, el esquematismo en la elaboración de personajes, o la utilización de elementos algo artificiosos y poco justificados en su dese­nlace, llevan a un resultado final irregular y desequilibrado.

En cuanto a su construcción general, Hombre sin nombre está planteado desde un cruce de géneros como híbrido entre la novela y el teatro, como un relato (sin narrador explícito) hecho de los relatos que sobre sí mismo va ensartando el protagonista, un viejo falangista gallego, inmóvil en la cama de un hospital, que reitera ser malo, muy malo, y va soltando el inventario de sus fantasmas y fechorías desde la infancia hasta que le duró el poder del que dispuso. No hay causas claras para esta maldad más allá de un destino con fuerza ciega que impulsa su furia y le hace considerarse invulnerable, impune e inmortal, carente de cualquier escrúpulo para el daño, nazi, misógino y blasfemo, un auténtico monstruo incluso para su hijo. En la otra cama, cerca del viejo facha, se encuentra Nano, alguien manco, pusilánime y socarrón, cuyo mal es tan impreciso como su oficio y personalidad. Ambos tienen una idea difusa acerca de por qué, cuándo, cómo y quiénes han depositado sus cuerpos allí y, a partir de esa desorientación, surgen voces que apenas se entrecruzan, frecuentes soliloquios y monólogos no siempre comprensibles para alguien cercano –llegan a menudo desde el delirio– o sin formular más allá del propio personaje –también con frecuencia son sueños y evocaciones interiores– y, por tanto, ni siquiera escuchadas por quien debe escucharlas, aunque se trate de alguien situado allí para eso, sino dirigidas directamente al lector. Y algo semejante ocurre con los diálogos que mantienen, a menudo superfluos para ellos como interlocutores por lo innecesario y obvio de sus datos e informaciones, ya que con frecuencia más parecen una sustitución del narrador que hubiera facilitado esa tarea. Es decir, voces que apenas se entrelazan de tipos estáticos con dificultosa representación sobre un escenario.

¿Novela sin articulación y teatro sin representación? Algo así. ¿Relato por acumulación anecdótica y teatro para ser leído en voz alta delante de oyentes? Algo así. Por tanto, aquí no se dan facilidades, el riesgo asumido es alto y se valora, pero según se avanza en la lectura aumentan las dudas sobre los propósitos expresivos de semejante planteamiento porque la dificultad inmediata que surge con ello es la reiteración de situaciones, escena a escena, entre esos dos individuos que más allá de su situación momentánea –gravedad e intermitente lucidez– o de su condición personal –canalla o simple– están siendo escamoteados en su construcción como personajes con entidad propia por una voz que va mucho más allá y muy por encima de ellos. Aunque suene de otra forma, se escucha, y se ve, como los labios de un ventrí­locuo.

Voces superpuestas y escenas reiterativas lastran el avance y la verosimilitud de la historia, marcada desde muy pronto por la repetición y el esquematismo. Esa impresión no se atenúa con la entrada de otros personajes como la limpiadora que aparece casi al principio –no intervendrá de nuevo hasta enhorabuena doscientas cincuenta páginas después–, quien se limita a referir en monocorde primera persona lo que ve, hace o le preocupa, sin que su propio conflicto sea algo más que un nuevo motivo de burla para el viejo. Y también llega una escritora que busca información sobre la historia pasada, con la que se repiten parecidos errores: ella no sabe ni con quién ha hablado para llegar hasta allí, apenas puede escuchar algo del viejo –de hecho, así lo confiesa: «Aún no sé lo que he hecho aquí… Me marcho mareada»– e incluso, sorprendentemente, en su segunda aparición es casi imposible que pueda estar en la habitación cuando dice estar allí.

Por último, y quizá por el afán de buscar un final tajante al punto muerto que alcanza la historia tras el enésimo alarde brutal del anciano, se recurre a una especie de liquidación por cierre donde lo forzado ocupa el lugar de lo forzoso, a falta de una justificación que ha sido hurtada durante el desarrollo anterior: la distorsión de personajes, voces y situaciones alcanza un grado extraño y, más que encontrarnos en un auto sacramental, asistimos a un vodevil con fantoches. Las puertas se abren y se cierran, entran unos y salen otros, se entregan objetos y se hacen confesiones, unos saben y otros ignoran, y hasta los datos más pertinentes parecen retorcidos por la forma algo taimada en que se han suministrado. El viejo facha, ya terminal, muy agotado, duda y confía en que algo se organice: «Es como si se abriera una puerta allá dentro y estuviera saliendo todo al tuntún, pero después de que brote a golpes, y escueza, después el recuerdo ya se queda ahí, parado, y cobra sentido». Eso, al tuntún y ya tendrá sentido. El planteamiento se ha conducido de tal forma que pue­de pasar cualquier cosa. Y cuando puede pasar cualquier cosa, ya se sabe, no pasa nada. De hecho, el pretendido monstruo resulta una criatura casi ingenua y algo plasta, su discurso de verdugo acaba sonando al de las víctimas dóciles que tanto critica, la perturbación pretendida se queda en aturdimiento y el posible documento estremecedor en texto naif y algo bufo. ¿Estaremos ante un libro paródico? Caben todas las preguntas.

El socarrón Nano, nada más empezar el libro (p. 16), parece haber intuido algo: «Eso es como si fuese otro quien hablase. Si uno habla y no lo sabe, ni sabe lo que dice, entonces es como si uno fuese el muñeco del ventrílocuo. Y, en ese caso, ¿quién es el que habla por uno?» Y, luego, se pregunta por la maldad que puede salir de una voz así, una maldad que incluso puede ser ajena, del propio ventrílocuo. Literariamente hablando, que es lo que aquí importa, basta con que se vea si mueve constantemente los labios y se distinga con claridad que no habla quien parece que habla. 

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Ficha técnica

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