La educación sentimental de Cai Xia

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«¿Hambre? Pues sí. He pasado hambre. Hoy me acuerdo y pienso que no fue verdad, sólo un mal sueño. Porque aquello no podía ser cierto… Tampoco era exactamente hambre. En casa comíamos tres veces al día. Arroz. Arroz por la mañana, por la tarde y por la noche. Un túnel sin salida, salvo por algunos días de fiesta grande (el 1 de octubre; el festival de primavera; el primero de mayo). A veces el arroz llegaba un poco ilustrado pero el resto del año venía mayormente viudo».

Eran los principios de 2013 y el que hablaba un compañero de la universidad china donde fui profesor visitante por unos años. Su inglés era lamentable y mi chino inexistente, pero él había despertado mis simpatías porque tenía, al parecer, salidas ocurrentes para todo y hacía reír a los colegas -a mi sólo por contagio, claro- en las reuniones del departamento. Teníamos un único punto de encuentro: La Internacional que cantábamos a dúo sin saber lo que decía en la lengua del otro, pero contentos por tener algo en común. Hasta en mis años de ferviente ultraizquierdista mis preferencias se las había llevado La Varsoviana, pero mi colega no la había oído mentar. Tal vez nunca se había traducido al chino o estaba prohibida. Aquello de que El bien más preciado es la libertad/Hay que defenderla con fe y valor difícilmente podía tener sitio en la China comunista que acababa de heredar Xi Jinping, dijeran lo que dijeron los medios biempensantes por el ancho mundo.

Pero divago.

Íbamos en el coche recién estrenado de mi colega, un Volkswagen Golf. El Golf se había convertido en el distintivo de entrada a la clase media para los chinos. También en eso él y el resto de sus colegas de departamento habían dejado atrás los malos sueños. En 2003, sólo diez años antes, cuando por primera vez me invitaron a dar clase, todos los desplazamientos para participar en la intensa vida extracurricular (comidas, celebraciones, partidas de mahjong, excursiones campestres) se hacían en conjunto, comprimidos en grupos de seis o siete y sin distinción de sexo, en un vehículo que pertenecía a la universidad. Nadie tenía coche propio. Cuando pasábamos del número máximo, el chófer, funcionario también, aunque de menor cuantía, hacía otro viaje para recoger a los que habían quedado atrás.

Aquel día mi colega, más joven que yo, pero de ninguna manera un niño (debía andar por los cincuenta y algo; había nacido entre la hambruna del Gran Salto Adelante en 1958-1960 y el principio de la Gran Revolución Cultural en 1966), estaba alegre y especialmente comunicativo. Acababa de dar la entrada para comprar un apartamento (tres dormitorios, dos baños) en un suburbio cercano a la universidad en donde se apiñaban los profesionales de clase media. Con jardines y vistas al mar. Por fin podría dejar atrás el edificio mugriento del barrio universitario donde había residido durante años en un piso de mala muerte que le habían asignado las autoridades académicas tras haber ganado su plaza fija de profesor. Allí había nacido su única hija (no tenía derecho a otra u otro) que ahora, mira por dónde, estaba haciendo un máster en Filadelfia, en una universidad cercana a la mía.

Me enteraba de todo eso no por haber recibido un inesperado don de lenguas sino gracias a los oficios de otra compañera bastante más joven que mi interlocutor (tendría unos 35 años) y que también había hecho un máster en Estados Unidos. Venía aquella tarde con nosotros porque era el tercer punto para una partida de mahjong que se iba a completar con un comisario político y académico amigo de ambos. Ella hablaba un inglés sin acento y repleto de modismos locales que era mi envidia. Nunca había pasado hambre porque sus padres habían sido miembros de menor rango del Partido y la tuvieron al principio de la era de reformas impuesta por Deng Xiaoping. Se había casado con un compañero de universidad, abogado y ya alto empleado de una compañía financiera local. Ella tenía coche propio desde años atrás; iba siempre vestida con ropa cara; y, aunque miembro del Partido, observaba cuidadosamente las costumbres confucianas de la gente de bien. Esperó hasta 2007 para concebir a su único hijo -un año especialmente propicio por ser el de un Cerdo de Oro que, me contaba, sucede cada quinta vuelta completa del año zodiacal chino.

  No se asusten; no es mi intención convertir esta columna en una narración costumbrista. Pero cuando muchos, entre ellos yo, tratamos de leer en los posos del té las dificultades con las que se enfrentan los comunistas chinos para evitar que el país caiga en la trampa de las rentas medias, a menudo nosotros mismos nos encerramos en otra parecida al echar mano de la falacia del medio pollo (yo me he comido un pollo y usted ninguno, así que, según la estadística, salimos a medio pollo por cabeza). Según el Banco Mundial, en 2019 (para evitar las distorsiones de la pandemia dejo 2020 a un lado) el PIB del país fue de $23,5 billones (1012) a precios PPP (purchasing power parity) y el PIB per cápita de $16.790, lo que coloca a China en el grupo de países de rentas medias altas. Un gran salto adelante desde la miseria de la generación de la hambruna.

Pero esa cantidad general dice poco sobre la forma en que los distintos grupos de la población se la reparten. El CSIS (Center for Strategic and International Studies), una institución estadounidense, bipartidista y sin ánimo de lucro, divide a los países que estudia en cinco categorías sociales según la capacidad de gasto diario de cada una. La categoría 1 (clase alta) incluye a quienes cuentan con >$50; la 2 (medio-alta) con $20-$50; la 3 (medio-baja) $10-$20; la 4 (baja) $2-$10 y la 5 (pobre) <$2. En el caso de China cada una de ellas cuenta con los siguientes porcentajes en relación con la población: la clase alta representa un 1,44%; la medio-alta 16,17%; la medio-baja 34,62%; la baja 47,44%; y los pobres están casi desaparecidos -eso, al menos, dicen las cifras oficiales- con sólo un 0,33%. A ojo de buen cubero y sobre una población de 1.440 millones de chinos en 2020, en cada una de ellas se alinean 10 millones (alta); 233 millones (medio-alta); 500 millones (medio-baja); 685 millones (baja); y 5 millones en la pobre.

¿Dónde colocar a mis colegas universitarios? Es una cuestión de olfato sin gran base fáctica, pero dado su nivel de vida me atrevería a encajarlos claramente entre la población medio-alta. Otra consideración me lleva a ello. Los profesores de los que he hablado son miembros del PCC, al igual que otros muchos chinos y chinas más, hasta llegar a los 95 millones de los que hablaba Xi Jinping en su reciente discurso de celebración del centenario. Si a ese total lo multiplicamos por un índice arbitrario de 1,3 para incluir en el número aproximado de personas que se mueven en su órbita a los familiares de esos camaradas (muchos de los cuales estarán ya incluidos en los 95 millones básicos) y a sus eventuales clientes y colegas de negocios (igual advertencia) estaríamos hablando de un total de comunistas y compañeros de viaje en torno a 220-230 millones de personas. Un número cercano a los 243 millones que, según los datos del CSIS forman las clases alta y medio-alta de la sociedad china y donde la pertenencia al Partido es un elemento decisivo para el éxito social y económico.

He hablado del nivel de vida y aquí conviene precisar sobre algo dicho en ocasiones anteriores. El consumo de los hogares chinos en su conjunto sigue siendo muy bajo, tercamente anclado en un 40% del PIB e incluso descendiendo algo en 2019 sobre años anteriores. Y, sin embargo, las encuestas de opinión sobre la satisfacción ciudadana con su gobierno entre 2003 y 2016 muestran un alto grado de aprobación. «Tres aspectos a destacar: los encuestados “desagregan” al estado; la satisfacción ha aumentado desde 2003; y el apoyo al gobierno se ha elevado especialmente entre los más pobres de las áreas rurales y en el interior. Los entrevistados suelen expresar un alto grado de satisfacción con el gobierno central (por encima de 90% en 2016, con un 31% extremadamente satisfecho), pero su apoyo declina a medida que se baja de nivel administrativo (70% de favorables en ciudades, pueblos y comités de calle, con un 13% muy satisfecho»Tony Saich. From Rebel to Ruler. One Hundred Years of the Chinese Communist Party. The Belknap Press of the Harvard UP. Cambridge, Mass. y Londres 2021. Citado por la edición digital en Kindle, lugar 92726.. Es decir, disminuye o “se desagrega” con la proximidad a los administradores que controlan la vida diaria. Como recuerda la conseja tradicional, el emperador está lejos y las montañas son altas. 

¿Cómo explicar esta aparente sorpresa de que sean los menos favorecidos por los avances económicos los mejores apoyos del gobierno central?  

Ante todo, una precisión necesaria. Si las estadísticas económicas chinas, como he puesto de relieve a menudo en estas columnas, son de escasa fiabilidad, qué no podríamos temernos de estas otras -directamente políticas- donde los entrevistados saben las desagradables consecuencias que pueden acarrear eventuales respuestas disconformes.

Pero, hecha esta salvedad, conviene recordar que, aunque el porcentaje nacional del consumo privado defraude una y otra vez, su valor absoluto per cápita ha subido exponencialmente a lo largo de los años de crecimiento económico. Entre 2011 y 2020 el PIB per cápita pasó de $4.691 a $8.405, cerca del doble en diez años. La marea, pues, ha levantado a todos los barcos.

Desigualmente, sí, pero negarse a reconocerlo equivaldría a repetir el error que cometimos tantos antifranquistas cuando, ofuscados por nuestra legítima aversión hacia la dictadura, no queríamos enterarnos de que, entre el Plan de Estabilización y la muerte de Franco, el nivel de vida de muchos españoles se había disparado. Y, como aquí sucedía también -baste recordar que la participación en la votación de la Ley Orgánica del Estado, más conocida como el Referéndum de los 25 Años de Paz (14 diciembre 1964), subió al 88,79% y que los votos favorables llegaron a 95,86%-, el apoyo al régimen chino no puede descartarse sin más como un subproducto de su aparato de propaganda.

¿Y la represión? ¿Acaso no cuenta? La llegada al poder de Xi vino acompañada de una oleada de castigos contra todo lo que se moviera. El grueso recayó sobre los tigres y las moscas, es decir, grandes y pequeños gerifaltes de la administración -a menudo rivales de Xi- a los que se acusó de corrupción, un cargo no difícil de probar en un partido donde la pudrición es parte integral del ritmo burocrático diario y los jueces no son más que lacayos. Pero la cosa no paró ahí. «Xi ha girado hacia la izquierda en su ideología, infundiendo miedo entre intelectuales, periodistas y empresarios privados. Desde 2013, el Partido Comunista Chino ha prohibido en los medios y en los centros de enseñanza toda discusión de cuestiones relacionadas con los valores occidentales considerados subversivos» y con cualquier otra que pudiera menoscabar al régimen. Es cierto.

Pero acogerse a la represión no basta para entender el interés del régimen por su legitimidad. De ahí la necesidad de engrandecer al Pequeño Timonel entre amplios sectores de la población. Pronto los órganos de propaganda le dieron el título de lingxiu -todopoderoso líder supremo-, reservado hasta hacía poco y en exclusiva para Mao. «Los medios oficiales rebosaron con artículos que ensalzan las virtudes de Xi y le colocan a la misma altura que a Mao y a Deng. Uno de los memes más repetidos es que «bajo Mao el pueblo chino se puso en pie (zhangqilai), con Deng se enriqueció (fuqilai) y con Xi se ha tornado más poderoso (qiangqilai)». A sus antecesores inmediatos -Jiang Zemin y Hu Jintao- ni se les mienta» .

El poder personal ha vuelto así a hacer acto de presencia en Zhongnanhai, el barrio pekinés cercano a la Ciudad Prohibida donde trabajan los jerarcas supremos del partido, el equivalente del Kremlin soviético y putiniano. Y, como sucedió en los tiempos de Mao, su aparición es también un vaticinio de inseguridad para el aparato que ha aupado a Xi. Desde el ascenso al poder supremo de Deng en 1978 -salvo por la dramática pero fugaz crisis de Tiananmen en 1989- el partido había conseguido poco a poco establecer un relativo grado de institucionalidad interna que Xi ha roto. Ahora la mayor amenaza a su poder vendrá de eventuales tensiones opositoras en su seno más que de imprevisibles movimientos de masas. Las élites serán, una vez más, sus peores enemigos.

Pero -se preguntará con razón- dónde están esas eventuales élites opositoras. Frente a lo que sucedió en la antigua URSS, las defecciones en el interior del partido chino han sido prácticamente inexistentes y así continúan a pesar de las equívocas noticias recientes sobre la posible deserción de Dong JingweiA mediados de junio 2021 comenzó a correr entre sectores marginales de los medios internacionales la especie de que Dong Jingwei, viceministro de Seguridad del Estado y anterior director de contrainteligencia, había desertado y había viajado a Estados Unidos. Dong habría entregado información sobre los orígenes de la pandemia de Covid-19 en el Instituto de Virología de Wuhan y los planes chinos de armamento biológico. El pasado 23 de junio algunos medios chinos aseguraron que había participado en un encuentro de personal de los Consejos de Seguridad de los países pertenecientes a la Organización de Cooperación de Shanghái..

Y aquí es donde entra en juego la educación sentimental de la camarada Cai Xia.

Cai optó por abandonar China y quedarse en Estados Unidos en 2019. Ella misma ha contado su historia en un reciente trabajo publicado de Foreign AffairsThe Party that Failed. An insider Breaks with Beijing https://www.foreignaffairs.com/articles/china/2020-12-04/chinese-communist-party-failed.. Sigamos en rápida síntesis su pérdida de la fe.

Nació en 1952 en el seno de una familia de antigua tradición comunista. En 1928 su abuelo materno se sumó a la revuelta campesina impulsada por Mao. Sus padres y otros familiares combatieron en el Ejército Popular de Liberación y, tras la victoria comunista en la guerra civil (1949), se convirtieron en burócratas del partido. Eran tiempos de epopeya y sacrificio y «mis padres nos prohibieron aprovecharnos de los privilegios de sus puestos, […] aunque nos beneficiamos de su posición para no sufrir las privaciones de tantos chinos en la era Mao. Nada supe de los millones que murieron de hambre durante el Gran Salto Adelante». Una ignorancia que contribuyó al cultivo de una fe tan intensa como la de sus mayores.

Siguieron años de formación comunista con su incorporación al Ejército en 1969. Tenía 17 años y estuvo encargada de la biblioteca de una unidad donde pudo leer a los clásicos marxistas y también algunas obras reaccionarias que le hicieron pensar. Pero su fe seguía intacta. En 1986 se graduó en la escuela municipal del partido en Shuzhou y allí se quedó como profesora.

Llegó junio 1989 y las protestas democráticas sacaron al partido de su letargo economicista y lo llevaron a la lucha contra la lasitud ideológica. Muchas escuelas provinciales del partido enviaron a sus profesores a cursar estudios en la Escuela Central de Pekín, Cai entre ellos. La represión de Tiananmen había chocado con su visión del Ejército como escudo defensor del pueblo, pero la fe se mantenía incólume. No podía permitir que estos pequeños errores manchasen a tan heroica institución. En 1998 Cai obtuvo su doctorado y pasó a ser profesora en la Escuela Central. No era un puesto subalterno: allí se adoctrina a la flor y nata del partido. «Mi misión estaba clara: amar a la patria y construir una sociedad comunista libre de explotación».

No iba a ser sencillo. Por ejemplo, Deng quería que una parte de la sociedad se hiciera rica antes que otras: cómo casar esa opción con la promesa de Marx de que el comunismo proveyese a cada de cual según sus necesidades. Por ejemplo, Jiang Zemin, el sucesor de Deng, impulsaba la empresa privada y defendía la entrada de China en la Organización Internacional de Comercio, políticas que contradecían la primacía de la planificación y de la autarquía económica. Pero la fe siempre encuentra un resquicio y a Cai se lo ofreció la innovación teórica de las Tres Representaciones impulsada por el mismo Jiang.

Curiosos laberintos los de la fe. El partido no sólo tenía que representar a las fuerzas productivas avanzadas; también a las de la cultura y a los intereses de la mayoría. Y, de paso, incorporar -quisieran que no- a los empresarios privados para apoyar esas tareas.

El embeleco se lo tragó Cai de la cruz a la raya. Ahora veía con optimismo una nueva misión: conseguir que el partido redujese su papel en la economía, abandonase el ideal de la revolución violenta y, por el contrario, impulsase la creación de riqueza y el equilibrio entre los diferentes grupos sociales. Y su gran entusiasmo consiguió que le encomendasen un programa de televisión para publicitar la nueva fe entre las masas… con el resultado imaginable. Uno de los altos burócratas de la televisión pública se encargó de recordarle que lo que cabe contar en la Escuela Central no es exactamente lo que puede aparecer en televisión.

A partir de ahí la carrera de Cai entró en un declive progresivo. No es que a ella le faltase la fe, ya hemos visto que no. De hecho, renovó su apuesta con diversos motivos, pero los rendimientos se tornaban decrecientes. En un viaje a la España de Zapatero en 2008 le explicaron los vericuetos de la transición local a la democracia y eso la reanimó. ¿No sería posible algo semejante en China? Tal vez empezando por impulsar la democracia en el seno del partido, finalmente y a largo plazo se pudiese llegar allí a una democracia constitucional…

Las reformas fáciles estaban ya en marcha desde hacía 30 años. Ahora había que afrontar las difíciles y Hu Jintao no era a todas luces un candidato ideal para esa opción. Cai puso, pues, su fe en Xi Jinping que iba a ser por unos años el director de la Escuela Central. Nuevo descalabro. Para Cai, Xi ha llevado a China del estancamiento a la regresión. En 2015 hizo detener a cientos de abogados demócratas. Al año siguiente lanzó una campaña propia de los tiempos de la Revolución Cultural contra Ren Zhiqiang, un empresario que defendió la necesidad de una reforma democrática y se permitió el lujo de llamar payaso al Pequeño Timonel.

Ahí, finalmente, paró su amplia fe. Sabiendo que la defensa de Ren era un imposible en los medios oficiales, Cai colocó la suya en WeChat -el equivalente chino de Facebook- y, de pronto, su texto devino viral. Su fe en el partido, por fin, se había evaporado y, en buena lógica, el partido se encargó de hacerle la vida imposible. En 2019 tuvo la suerte de obtener un visado para viajar a Estados Unidos. Ya sabemos el final.

«Sabía que estaba en apuros. Pronto me expulsaron del partido. La Escuela confiscó mi jubilación. Congelaron mi cuenta bancaria. Pedí a las autoridades que garantizasen mi seguridad si decidía volver y no me respondieron. Formularon amenazas contra mi hija y su niño que viven en China. Y, en ese punto, finalmente acepté la verdad: no iba a volver».

No es fácil que mis antiguos colegas universitarios vayan a transitar por ese mismo camino, pero historias como la de esta educación sentimental no pueden dejar de inquietar al principal inquilino de Zhongnanhai.

¿Y si, como el virus de Wuhan, son contagiosas?

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