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La conversación

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-¿Puedo sentarme a su lado? –preguntó Marcos, retirándose los auriculares de las orejas.

-Claro –contestó el padre Bosco-. Perdone la impertinencia, pero se escucha la música desde lejos. A mí no me molesta, pero dado que usted es médico, ¿no piensa que tal vez se está haciendo daño en los oídos? Creo que esos aparatos incluyen una advertencia sobre el volumen, pero me da la impresión de que esa cuestión no le preocupa demasiado.

-Tiene razón –contestó jovialmente el médico, con los auriculares colgando del pecho-. No hago caso de esas cosas. La vida pende de un hilo que siempre está a punto de romperse. Por eso es absurdo renunciar a lo que te proporciona placer. Hace poco ha muerto un compañero de mi edad. Un cáncer de pulmón. No fumaba, no bebía, hacía ejercicio, vigilaba su salud. No le ha servido de nada. Yo prefiero vivir a mi aire y cuando llegue la hora, pensar que he disfrutado.

-Es usted un fatalista –replicó el sacerdote-. ¿Me deja que le invite a una cerveza?

-A eso nunca digo que no.

El padre Bosco alzó la voz y pidió dos cañas a Martín, que pasaba un trapo por encima de las mesas que había sacado a la calle. «Viriato» tomaba el sol en la acera, jadeando levemente. Martín entró en el bar sin decir nada, con el rostro perfectamente inexpresivo.

-¿Nos ha oído? –preguntó Marcos.

-Claro que sí.

-Ese hombre me pone nervioso. Apenas habla y cuando te diriges a él, no contesta.

-Es su forma de ser. Las personas mayores de estos pueblos suelen ser así. Hablan poco.

-Nunca me acostumbraré a esto –resopló el médico, rascándose unas mejillas sin afeitar-. Menos mal que usted ha organizado un cine-forum. Gracias a eso, la tarde del domingo se hace más entretenida. Nunca pensé que vería cine en una parroquia, pero aquí no hay mucho donde elegir.

-Yo agradezco su presencia.

-Me extraña. Nunca estamos de acuerdo.

-Eso favorece el debate.

-¿Le gusta discutir?

-Me gusta razonar.

-¿Y no le cabrea que cuestione sus creencias?

-Usted es ateo. No es una posición muy original. Hoy en día casi todo el mundo lo es. Si  me enfadara con todos los que piensan así, estaría de mal humor la mayor parte del tiempo. No es sensato.

-¿Sabe que un pueblo cercano murió un niño hace unos días? Fue algo súbito, inesperado. Al parecer, sufría un problema cardíaco que no se había detectado. Si Dios existe y es omnipotente, solo puede ser un malvado, pues consiente que los inocentes sufran. Si no es omnipotente, es un pobre diablo y no sirve de nada. No creo en la primera ni en la segunda opción.

-¿En qué cree entonces?

-En la razón, en la ciencia. Dios es el fruto de la impotencia humana. No somos capaces de aceptar que el mundo empezó sin nosotros y acabará sin nosotros.

-Eso decía Lévi-Strauss. Un gran antropólogo con una buena pluma. Tristes trópicos es un libro precioso, pero fui incapaz de acabar Las estructuras elementales del parentesco. Menuda castaña.

-No tenía ni idea de que esa frase fuera de Lévi-Strauss. Creo que la leí en un calendario del National Geographic.

-¿Nunca ha pensado que si acaba la especie humana, desaparecerá el universo? Según la mecánica cuántica, solo podemos hablar de existencia cuando hay un observador. Berkeley ya intuyó esa paradoja. Por eso dijo que las cosas solo existen en la medida en que son percibidas.

-Sin duda hay otras especies inteligentes en el universo.

-Esa especulación es un acto de fe. No está avalada por evidencias. No puede jugar con dos barajas. No es honesto.

Martín apareció con las dos cervezas y una ración de queso de oveja. «Viriato» lo siguió, con la esperanza de que le dieran algo. Marcos no disimuló la incomodidad que le producía el perro.

-¿No le gustan los perros? –preguntó el sacerdote, divertido por los gestos del médico, que parecía asustado.

-No me hacen gracia –reconoció Marcos-. En realidad, me dan miedo. No quiero llevarme un mordisco.

-Los perros no suelen morder, pero tenga cuidado con «Viriato». A veces se cuela en misa y escucha con mucho respeto. Creo que no le gustan demasiado los escépticos.

-No se haga el gracioso. Cada uno es libre de escoger sus miedos.

-El miedo no se escoge. Sobreviene, se impone, como una enfermedad.

-Tener miedo a un perro es algo razonable. En cambio, ustedes tienen miedo a la vida. Por eso se inventa un dios imaginario, una especie de amigo invisible.

-Nos acusan de hacer proselitismo, pero los ateos no se quedan atrás. Siempre con la misma murga. Usted me recuerda a Richard Dawkins.

-Sé quién es y no me desagrada la comparación. Como a él, me pone de muy mal humor que no se acepte la verdad.

-¿Y cuál es la verdad?

-Que no hay dioses, que solo existen las implacables leyes de la naturaleza, que somos hormigas insignificantes, que en el cosmos no hay sentimientos, solo azar y necesidad.

-Hitler decía cosas parecidas. Afirmaba que su política solo intentaba aplicar las leyes del orden natural. Sostenía que la Naturaleza era una «reina cruel» y que solo nos imponía un mandato: luchar por la vida.

-¿No pretenderá compararme con Hitler?

-No, por supuesto, pero su planteamiento es peligroso y, sobre todo, condena al ser humano a la desesperanza.

-Es mejor vivir lúcidamente que engañado.

-¿Está seguro? Los que sufren hallan consuelo en la fe. ¿Por qué quitarles eso? ¿Es mejor decirles a los padres de un niño enfermo que perderán a su hijo y no volverá a verlo porque el universo es absurdo y carece de finalidad o, por el contrario, asegurarles que vivimos en un cosmos ordenado e inteligible, creado por un ser racional que garantiza la continuidad de la vida?

-Usted es partidario de mentir piadosamente. Eso es tratar al género humano como si fuera idiota, infundiéndole falsas esperanzas.

-¿Falsas esperanzas? ¿Qué sabemos realmente del cosmos? Cuando estamos en el útero materno, pensamos que no hay nada más allá. Nuestra visión de la realidad solo es una representación, una síntesis.

-Si Dios existe, ¿por qué no actúa? ¿Por qué no acaba con el mal?

-¿Se imagina cómo sería un universo donde un ser omnipotente interviniera esporádicamente? No existiría la libertad. Viviríamos intimidados, con la sensación de que un gigantesco ojo nos vigila, angustiados por la perspectiva de un poder sobrenatural capaz de alterar el rumbo de las cosas a su antojo. Dios se esconde incluso durante la muerte de Jesús. Su aparente pasividad es la elección que realiza para garantizar la libertad, un bien absoluto. La sensación de desamparo que experimenta Jesús en la cruz es terrible, pero quizás no hay prueba más convincente de la existencia de Dios.

-Es inútil hablar con usted. Argumenta como un jesuita.

-¿No esperará convencerme? A mí no se me ocurriría pedirle que cambiara de oficio. ¿No ha pensado que nuestros trabajos son complementarios? Usted cuida el cuerpo. Yo, el alma. Y, por cierto, ya sabe que no soy jesuita, sino cura diocesano.

Martín se acercó a la mesa y se sentó entre el cura y el médico.

-No les soporto –masculló-. Me ponen de mal humor. Les he escuchado y me dan dolor de cabeza. ¿Saben cuál es su problema? Que le dan demasiadas vueltas a las cosas, coño. ¿Por qué no disfrutan del queso y la cerveza y dejan de hablar de la muerte y las enfermedades? Si siguen con esos temas, les echo al perro.

«Viriato», que se había acercado sigilosamente, aprovechó la filípica para acercar el morro a la mesa y coger un trozo de pan. Apenas lo capturó presa, se alejó unos metros para comérselo tranquilamente.

-Ese perro es un epicúreo –dijo el padre Bosco-. Sabe disfrutar de los placeres sencillos.

-Yo diría que es un sinvergüenza –replicó Martín-. Siempre está robando comida. No voy a regañarle. Se ha reído de ustedes y no me parece mal. Es lo mínimo que se merecen.

En ese momento, apareció Marga, que llevaba un chándal azul y unas zapatillas blancas. Con una mochila a la espalda y el pelo recogido en una coleta, parecía más joven.

-¿Me puedo unir a la reunión? –dijo, sin esperar una respuesta-. Un poco de presencia femenina les vendrá bien. Déjenme adivinar de qué hablaban. Marcos le buscaba las cosquillas al padre Bosco y este se defendía como gato panza arriba.

-Exacto –dijo el sacerdote-, pero lo de gato panza arriba es una metáfora demasiado ruidosa. Sencillamente, me limitaba a rebatir los argumentos del doctor.

-¿Saben de dónde vengo? –preguntó Marga, bajándose un poco la cremallera del chándal-. De un gimnasio de Guadalajara. He vuelto a boxear. Hago guantes con Yolanda.

-¿Se refiere a la teniente de la Guardia Civil? –inquirió Marcos.

-Exacto. El boxeo es un deporte muy sano. Liberas endorfinas y te tonifica los músculos.

-No estoy seguro de que sea tan sano –objetó el médico-. Los puñetazos en la cabeza pueden causar lesiones graves.

-Nosotros hacíamos algo parecido –dijo el sacerdote-. Nos lanzábamos directos a la mandíbula, pero con disimulo.

-¿Qué película va a proyectar el domingo? –preguntó Marga-. Yo tengo una sugerencia. La última fue muy triste. ¿Cómo se llamaba?

Rocco y sus hermanos, de Visconti.

-Un dramón. Será muy buena, pero se sufre mucho. ¿Por qué no pasa Vacaciones en Roma? ¿Recuerda la escena en que Gregory Peck mete la mano en la boca de una máscara de piedra y finge que le muerde? ¿O cuando Audrey Hepburn se corta el pelo y se come un helado? Si no tiene la peli, yo puedo dejársela.

-Me ha convencido. Pondré Vacaciones en Roma –asintió el padre Bosco-. La película no puede estar ambientada en un lugar mejor.

Durante un rato hablaron de cosas sin importancia, cada vez más relajados y tranquilos. Pidieron una nueva ración de queso de oveja y media barra de pan, que Marga compartió con «Viriato».

-No lo malcríe –protestó Martín, sin mucha convicción-. Luego no me deja comer en paz.

La reunión se disolvió bruscamente cuando apareció a lo lejos la figura de Ortega. Despeinado, el pintor caminaba con las manos en los bolsillos y con una mirada sombría, mascullando algo ininteligible.

-Me marcho –anunció Marcos-. Si me quedo aquí, saldrá con una de sus dolencias imaginarias y no me dejará en paz hasta que le prometa toda clase de pruebas médicas.

-Le acompaño –dijo Marga-. Ese tío me pone de los nervios.

-Me sumo a la retirada –anunció el padre Bosco-.Tengo asuntos pendientes.

Martín se limitó a gruñir mientras se escondía en el bar. Solo «Viriato» permaneció en el exterior, acicalándose las patas con la lengua. Ortega se paró en la mesa que habían ocupado sus vecinos. Había visto cómo huían y sabía que había sido para no hablar con él. Estaba acostumbrado a ser impopular. Así que no le importó demasiado. Eso sí, cuando descubrió que había unas monedas sobre un plato, las agarró rápidamente y se las metió en el bolsillo. Aunque no tenía problemas de dinero, era muy tacaño y carecía de escrúpulos. Solo le inquietó que las monedas albergaran gérmenes, pero eso se solucionaba con algo de alcohol. Se marchó sin mirar atrás, satisfecho de haber sacado algo de su paseo.

Martín, que había presenciado todo, se limitó a suspirar. El pintor le parecía un pájaro de mal agüero y prefería rehuir cualquier forma de contacto con él. El pueblo se había convertido en un lugar extraño con tantos forasteros. La conversación del cura y el médico le había dejado pensativo. Nunca había dudado de la existencia de Dios, pero comenzaba a preguntarse si realmente no se equivocaba al no intervenir más en el mundo. ¿Acaso no habría constituido un acto de justicia fulminar al pintor con un rayo cuando se apropiaba del dinero? No quiso darle demasiadas vueltas al tema, pues la teología no era lo suyo, pero pensó que a él también le correspondía hacer algo. Si la providencia se cruzaba de brazos, habría que adoptar iniciativas para que todo no se estropease definitivamente. Nunca había acudido a las sesiones del cine de la parroquia, pero el próximo domingo lo haría y llevaría dos películas: una de Paco Martínez Soria y otra de Manolo Escobar. Los forasteros estaban jodiendo el pueblo y él debía hacer todo lo posible para que no lo consiguieran. Orgulloso de su decisión, llamó a «Viriato» y le dio un trozo de queso. El perro, feliz, se cobijó debajo de una mesa y paladeó el manjar, mientras Martín, con su boca aguardentosa y desafinada, cantaba una canción de Peret.

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Ficha técnica

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