Buscar

La agonía del catolicismo

image_pdfCrear PDF de este artículo.

¿Se puede ser católico en el siglo XXI sin desafiar a la razón y agraviar a los que aún hoy sufren los prejuicios de la iglesia, particularmente los hombres y mujeres que reivindican su legítima autonomía para vivir libremente su sexualidad o afrontar experiencias tan decisivas como la paternidad o la muerte? Las reformas del papa Francisco no se han caracterizado por su radicalismo, pero incluso los más tímidos cambios han suscitado el rechazo de los obispos que añoran la santa intransigencia de otras épocas, cuando el altar y el trono mantenían una estrecha alianza para disfrutar de un poder absoluto. El espíritu regresivo de ciertos prelados y de algunos movimientos eclesiales está provocando que el catolicismo –particularmente en España? se reduzca a una numantina oposición al aborto, la eutanasia, la homosexualidad y el preservativo. Este mensaje sólo puede seducir a los sectores más intolerantes de la sociedad. No es extraño que algunos obispos confraternicen con la ultraderecha, recobrando de forma más o menos velada el discurso del nacionalcatolicismo. Todo esto explica que las parroquias cada vez disfruten de menor poder de convocatoria. Sólo hace falta asomarse a las misas que se celebran a diario para descubrir un menguante número de feligreses, limitándose a cumplir con unos ritos mecánicos y de dudoso valor espiritual.

¿Qué habría sucedido si los cambios impulsados por Juan XXIII hubieran fructificado y no hubiesen sufrido el boicot de Juan Pablo II, que combatió sin tregua a los teólogos reformistas ?como Hans Küng,  Leonardo Boff o Jon Sobrino?, mientras proporcionaba toda clase de privilegios a las organizaciones integristas? ¿Qué habría pasado si el papa polaco no hubiera arrebatado al padre Pedro Arrupe el liderazgo de la Compañía de Jesús, que en el documento elaborado en 1975 tras la XXXII Congregación General advertía: «Es absolutamente impensable que la Compañía pueda promover eficazmente en todas partes la justicia y la dignidad humana si la mejor parte de su apostolado se identifica con los ricos y poderosos o se funda en la seguridad de la propiedad, de la ciencia o del poder»? En América Latina, los jesuitas que asumieron este planteamiento sufrieron las iras de las oligarquías. Los padres Rutilio Grande e Ignacio Ellacuría fueron asesinados por el ejército salvadoreño, acusados falsamente de colaborar con el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Ni Juan Pablo II ni Benedicto XVI concedieron ninguna clase de reconocimiento a los dos jesuitas (ni a otros sacerdotes que corrieron la misma suerte), lo cual no impidió vertiginosas beatificaciones y canonizaciones de religiosos con una trayectoria mucho menos ejemplar, o incluso con preocupantes sombras.

En su semblanza sobre Juan XXIII, Hannah Arendt citaba la perplejidad de una humilde mujer romana, que le comentó mientras agonizaba el pontífice: «Señora, este papa era auténtico cristiano. ¿Cómo era posible tal cosa? ¿Cómo pudo ocurrir que un verdadero cristiano se sentara en la silla de san Pedro?» La pensadora judía señalaba en su retrato que todos los testimonios sobre Juan XXIII «muestran la completa independencia que proviene de un auténtico desprendimiento respecto de las cosas de este mundo, de esa espléndida libertad respecto al prejuicio y la conveniencia, que a menudo podía dar lugar a una agudeza casi voltairiana». Arendt añade que la Iglesia, desde la Contrarreforma, estaba más preocupada «por mantener la creencia en los dogmas que por la simplicidad de la fe, [por lo cual] no dejaba que a la carrera eclesiástica accedieran hombres que se tomasen al pie de la letra la invitación “Sígueme”» (Hombres en tiempos de oscuridad. Angelo Giuseppe Roncalli. Un cristiano en la silla de san Pedro, 1958-1963, trad. de Claudia Ferrari y Agustín Serrano de Haro, Barcelona, Gedisa, 2001). Juan XXIII, que sí tomó al pie de la letra la invitación evangélica, quiso actualizar el mensaje cristiano, abrirlo a la totalidad de los hombres y promover el compromiso por un mundo más equitativo, pero Juan Pablo II frenó esa tendencia, restableciendo la prioridad del dogma eclesial. El Jesús del catecismo no es el Cristo vivo. El «Cristo vivo –aclara Hans Küng en Ser cristiano (trad. de José María Bravo Navalpotro, Madrid, Trotta, 1986)? no invita a una adoración sin más ni a una unión mística. Tampoco invita a una copia servil, sino a una imitación práctica y personal». Y, ¿en qué consiste esa imitación práctica y personal? Según Küng, en «la identificación con los débiles, los enfermos, los pobres, los desheredados, los oprimidos y los moralmente fracasados; [en] el perdón sin límite, el servicio mutuo sin consideraciones jerárquicas, la renuncia sin contrapartida; [en] la supresión de fronteras entre compañeros y no compañeros, próximos y extraños, buenos y malos, en aras de un amor que no excluye ni siquiera al adversario y enemigo». Ese amor no es un vacuo y retórico sentimentalismo, sino «un estar alerta, con apertura y disponibilidad, en el marco de una actitud creadora, de una fantasía fecunda y de una acción que sabe amoldarse a cada caso y situación».

No debe confundirse el compromiso cristiano con la praxis revolucionaria de ninguna ideología, incluido el marxismo. La violencia sólo agrava los problemas, pues siempre produce una reacción que desemboca en una confrontación cada vez más cruel. Las revoluciones que se imponen con las armas siempre engendran nuevos cuadros de opresión. La historia nos proporciona infinidad de ejemplos. El totalitarismo puede ser de derechas o de izquierdas, pero sus diferencias ideológicas acaban difuminándose hasta converger en un despotismo brutal. Es perfectamente comprensible que los soviéticos aprovecharan los antiguos campos de concentración nazis para recluir a sus adversarios. La iglesia católica, heredera del antiguo Imperio Romano, ha caracterizado a Dios como un monarca absoluto, pero –como subraya Küng? el Dios cristiano «es el buen Dios […] que no pide, sino que da; que no humilla, sino que levanta; que no hiere, sino que cura». Entiendo que a Peter Watson le horrorice la perspectiva de un universo gobernado por un Dios omnipotente con el poder de salvar o condenar eternamente, pero no creo que ése sea el verdadero Dios cristiano. La teóloga Uta Ranke-Heinemann, excomulgada por el Vaticano en 1987 por cuestionar el nacimiento virginal de Jesús, especuló que tal vez el rasgo esencial del Dios cristiano no es la omnipotencia, sino la misericordia, quizás algo decepcionante para una Iglesia con prerrogativas de Estado. Desde mi punto de vista, la especulación sobre la existencia de Dios no es un anacronismo, sino una necesidad impuesta por carácter problemático de lo real. Los últimos interrogantes sobre la condición de posibilidad del ser plantean ineludibles dudas sobre el origen, la finalidad y el significado del cosmos. Sartre y Camus, enemistados en lo político, coinciden en lo metafísico, afirmando que un universo que fluye ciegamente y sin propósito no deja otras alternativas que la náusea y la angustia. Si el fondo último del ser es lo absurdo y la perfecta gratuidad, la conciencia está condenada a debatirse con la desesperación, cayendo en muchos casos en el nihilismo existencial. Puede celebrarse el instante, circunscribir la dicha al momento, afirmar un saber trágico que sólo reconoce «episódicos y radiantes brotes de gozo» (George Santayana), pero nada de eso podrá evitar la desolación y la impotencia que nos produce la muerte, especialmente cuando no es un pensamiento lejano, sino una pérdida y un vacío inminentes.

La fe es una opción, pero debe ser una opción adulta, meditada y abierta a la duda, pues, de lo contrario, se convierte en dogma o, lo que es peor, superstición. El hombre continuará interrogándose sobre su finitud y la posibilidad de lo infinito, pero el catolicismo dejará de proporcionar respuestas razonables si prosigue su deriva hacia el dogmatismo intransigente. La esperanza sembrada por el Concilio Vaticano II, incluso entre los escépticos y los no creyentes, se ha apagado o debilitado con los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI, alejando de la iglesia católica a los espíritus más libres y críticos. No ha vuelto a surgir un teólogo de la altura de Karl Rahner, pero, en cambio, proliferan los fundamentalismos clericales. De hecho, un presbítero español de sotana y sombrero de teja escribe sin descanso manuales de exorcismos y demonología, imitando los «antiguos tratados escolásticos». El catolicismo agoniza y podría degenerar en simple secta. Suele ser la fase final de las tradiciones malogradas. El autobús naranja que ha circulado por Madrid estas últimas semanas con unas frases grotescas y ofensivas no es algo anecdótico, sino un preocupante síntoma de decadencia. El cristianismo es una buena nueva que convierte la desesperación en esperanza. El odio, en cambio, no produce nada, salvo desesperanza.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

5 '
0

Compartir

También de interés.

Víctor Catalá: un orden de fatalidades determinadas

La invención del lógos

El libro objeto de esta reseña presenta la traducción española de la segunda edi­ción,…

Maldito Mayo del 68

El Mayo del 68 constituyó una verdadera revolución. Dejó una huella perdurable en la…