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La razón conservadora

Los sueños de la razón. Ensayo sobre la experiencia política

JOSÉ ANTONIO MARINA

Anagrama, Barcelona, 272 págs.

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Dueño de una prosa inteligente, en ocasiones hasta seductora, detrás de su máscara de pedagogo optimista se esconde, en José Antonio Marina, un pensador esencialmente conservador. Hombre como lo es de su tiempo, el autor de Los sueños de la razón. Ensayo sobre la experiencia política nos ofrece un libro poco consistente, más cercano a posiciones divulgativas comerciales que a debates intelectuales exigentes que hubieran ayudado a iluminar, con la profundidad necesaria, lo que en un principio parece haber sido la intención de su empresa filosófica: arrojar luz sobre la vida y la obra de las revoluciones americana y francesa, y la de sus representantes más emblemáticos, desde La Fayette a Robespierre, pasando por Rousseau, Condorcet o el Tercer Estado.

El innegable acierto de Marina consiste en que, aún hoy, retroceder en el tiempo para volver sobre la historia de dos acontecimientos que han marcado el devenir de los últimos doscientos años, se adivina probablemente como una tarea fundamental, sobre todo si lo que está en juego es encontrar alguna respuesta coherente que permita comprender el camino escogido por la oscuridad actual. Reformular dichas preguntas desde la categoría teórica de «experiencia» –una suerte de hermenéutica sui géneris elaborada por el autor no del todo desdeñable–, y proceder a enmarcarlas en un formato literario agradable de leer y de pensar, a mitad de camino entre la novela histórica y el ensayo filosófico, aumentaba a su vez las posibilidades de éxito. Pero, por desgracia para el autor y para todos, tan estupenda idea original se ve abocada al fracaso muy pronto. Cuba, finales del siglo XVIII . El joven «curioso, libre, adinerado y, como consecuencia casi ineludible de lo anterior, viajero» Nepomuceno Carlos de Cárdenas y Larchevêveque-Thibaud es hijo del propietario de un ingenio azucarero. Con semejantes señas de identidad, quién no hubiera ansiado poder hacer lo que él: convertirse en privilegiado observador participante de las revoluciones americana y francesa. Cruzar una y otra vez el Atlántico en barcos donde los corrillos y cotilleos se expanden con la velocidad que les imprime la urgencia histórica presente, hacer altos en el camino en pintorescos hoteles siempre cercanos a los acontecimientos que se desarrollan en las calles parisinas, tomadas por la muchedumbre exaltada y ansiosa de sangre y de nobleza, o asistir a las convenciones del Tercer Estado como quien asiste a la ópera, preguntando in situ a lo más granado de la intelectualidad de la época sus opiniones sobre el estado de la cuestión, forman parte de las actividades que el afortunado Nepomuceno lleva a cabo mientras dura su aventura.

Veinticinco años después de los hechos, en 1816 para ser exactos, Nepomuceno se ha convertido ya en un adulto y sereno padre de familia, adalid del antiesclavismo por excelencia, que ha rebautizado su ingenio con el nombre de «El Progreso», y al que, es comprensible, le ha llegado la hora de contar sus intensas vivencias en un diario personal. Desde bien adentro, entonces, describe con pelos y señales las peripecias de su travesía, a la vez que reflexiona en voz alta sobre cuestiones tales como la naturaleza de los derechos del hombre y del ciudadano, la igualdad en contacto con la libertad y viceversa, la felicidad de los pueblos o la implantación del Terror entendido como un absolutismo de la nación tan pernicioso como el despotismo del antiguo régimen. Pero por boca del ficcional Nepomuceno es el José Antonio Marina de carne y hueso quien habla, tal y como puede desprenderse de las consideraciones reflejadas en uno de los capítulos más sugerentes de todo el libro, piedra angular de su proyecto intelectual: la «autobibliografía» con la que cierra sus páginas y sus ideas. Verdadera llave de la caja fuerte, donde celosamente guarda los bocetos de sus pensamientos más representativos, las coordenadas esenciales de este diáfano mapa «autobibliográfico» dibujan el abanico de simpatías y antipatías teóricas a las que acude Marina para trazar el recorrido histórico y filosófico de su álter ego Nepomuceno.

De este modo, desde el presente Marina posa su mirada en el pasado solicitando, por ejemplo, auxilio a Burke y Paine para dejar sentada su posición personal respecto de las recurrentes discusiones en torno a si los derechos del hombre pueden considerarse inalienables a la humanidad toda o, por el contrario, no es posible derivar de ellos nación o política alguna que rija el destino de los hombres. O trae a colación el pensamiento de su admirado Friedrich Hayek acerca del «orden espontáneo», con el objetivo de sumarle el grano de arena, esta vez de cosecha propia, que implica la presencia de la «deliberación racional», defendiendo así a capa y espada la existencia (y necesidad) de un progreso ético de la humanidad, alegato que ya había esbozado en La lucha por la dignidad. O apela al prestigio que otorga citar al magnífico Alexis de Tocqueville, quien por cierto no es exprimido con el suficiente entusiasmo o la destreza necesaria, ya que sobre todo no existe un análisis conveniente de la pasión que el aristocrático pensador sentía por el asociacionismo americano, relación social encargada de frenar, en su meditada opinión, las tendencias en exceso individualistas que habitan el alma del sujeto moderno.

El lector acostumbrado a estar al día en los debates filosóficos más significativos de los últimos dos siglos echará en falta, sin embargo, un buen número de valiosas aportaciones teóricas, ausentes sin previo aviso de Los sueños de la razón. En especial, tal vez, las realizadas por Karl Marx en La cuestión judía sobre la emancipación política y la emancipación humana, un autor deliberadamente eliminado y por el que Marina siente especial aversión, al menos a juzgar por su tendencia injustificable a asociarlo por igual con Robespierre, el bolchevismo, Lenin, Stalin y el mismísimo Franco, olvidando la especial relevancia que el gran pensador –como alguna vez lo llamó Max Weber– ha tenido y sigue teniendo en la historia filosófica de la modernidad. Más que notable es también, por otra parte, la ausencia de Hannah Arendt en las páginas del cuaderno de bitácora de Nepomuceno y Marina. Eliminada incluso de la «autobibliografía», su mirada lúcida y penetrante siempre ha tenido mucho y bueno que decir acerca de la constitución de la libertad, el sentido de la revolución, los derechos humanos o las características sobresalientes de las revoluciones ocurridas a ambos lados del Atlántico.

El progreso, vislumbrado como condición ineludible para definir a un hombre «que sólo puede ser pensado en futuro»; la felicidad, supuesto objeto transparente de deseo de todas las sociedades y de todos los tiempos; la teleología de la inteligencia [sic], ensalzada como la mejor opción posible para que la humanidad encuentre al fin la convivencia necesaria entre sus miembros, sin caer en absolutismo, despotismo, bolchevismo, nacionalismo o terror alguno; la política, «no una gestión del poder sino un conjunto de procedimientos para facilitar la felicidad del ciudadano», despojada así de las connotaciones de violencia, poder y dominación que supone su presencia, completan el inventario de conceptos teóricos utilizados, con eficacia publicitaria, por el «constructivista ético» José Antonio Marina en Los sueños de la razón, un libro en absoluto inocuo que gracias a su disfraz de sutileza consigue llevar a cabo una de las tareas más solicitadas por la razón conservadora: desviar la atención de los verdaderos problemas que atraviesan los sueños y la realidad.

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