
El homínido que aprendió a cocinar
Los mitos tardan en morir. Nos habían dicho que los humanos tenemos un cerebro desproporcionadamente grande para el peso de nuestro cuerpo y eso nos hacía especiales. También nos dijeron que tenemos cien mil millones de neuronas, células especializadas en la transmisión rápida de señales, y diez veces más de otras células que cumplen funciones de apoyo bajo el nombre genérico de células de glía. Nos explicaron, incluso, que la evolución del cerebro siguió un curso ascendente de complejidad por el procedimiento de sumar nuevas estructuras sobre las más ancestrales hasta alcanzar la cúspide: Homo sapiens, nosotros. La única especie que, llegados al día de hoy, algunos creen que ha dejado de evolucionar. Estas afirmaciones aparecen no en textos populares poco rigurosos, sino en libros con los que se ha enseñado a generaciones de universitarios en todo el mundo. Se trata del «estado de opinión». Sobre estas verdades oficiales del momento han crecido leyendas populares tan extravagantes como las que señalan un «cerebro reptiliano» en las zonas más profundas de nuestro cerebro o, plenamente en el terreno de lo ridículo, que, puesto que tenemos diez veces más glía que neuronas y son estas últimas las que ejecutan la actividad cerebral, cabría afirmar que «sólo utilizamos la décima parte de nuestro cerebro para pensar».