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Juan Carlos Onetti: Cuentos completos

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Una regla no escrita sostiene que el verdadero valor de una obra se manifiesta en el tiempo. Una forma clásica de dar tiempo al tiempo es la relectura, y una relectura fiable al respecto es aquella que se hace poniendo uno o, mejor, dos decenios de por medio, es decir, dando margen suficiente a la evolución personal del lector. La respuesta más positiva de la obra o libro es que la segunda lectura sea más enriquecedora, más madura, más compleja y más clara a la vez; y la tercera, si cabe, que sea aún más cumplida, es decir, que sea capaz de acompañar al lector a medida que éste va ganando en años por la vida y ampliando su experiencia. Dese por seguro que un libro capaz de responder al lector a lo largo de las diferentes edades de éste es una pieza de verdadera importancia: ahí están la Ilíada, la Biblia, Shakespeare o Cervantes para demostrarlo.

La misma regla tiene su lado negativo: aquellas piezas que en la relectura pierden son piezas sobrevaloradas o que, simplemente, han ido quedándose atrás; pertenecían a un tiempo concreto fuera del cual no tienen sentido. Es verdad que se ha dado el caso de obras hoy perfectamente valoradas que han estado sumergidas en el olvido (obras olvidadas, no muertas) durante un par de siglos, como, por ejemplo, la poesía de Góngora, pero cumplen con el enunciado: vueltas a leer siguen diciendo más al lector. Lo soportan todo: cambios sociales, cambios de costumbres, cambios mentales… Las peores son las que, con el paso del tiempo, van expresando menos o ya no dicen nada.

Todo lo anterior viene a cuento de una relectura de los Cuentos completos del uruguayo Juan Carlos Onetti, que ha dejado un sabor agridulce al autor de estas líneas y una relativa decepción. La sensación que en su día produjeron los cuentos de Onetti fue la de una obra compacta, entera y sin fisuras. Onetti era un triste sin remedio y sus cuentos lo eran también, pero mostraba la cara de la desgracia con tal poder de convicción, con tan cabal expresión, que el lector lo acompañaba compungido y emocionado hasta la misma puerta del infierno que él contaba. Pues bien, esta vez la relectura ha dejado a la vista unas cuantas piezas de tela mal cosidas o mal cortadas y una monotonía un tanto exasperante y repetitiva en los temas y en la escritura; porque una cosa es tener un estilo y un mundo, y otra mirar este mundo siempre por el mismo pequeño agujero.

En los Cuentos completos de Juan Carlos Onetti hay textos soberbios, excelentes, regulares y pelmazos, pero nunca deplorables; eso es algo normal en un autor. Pero el problema no es ése; el problema es más hondo y viene, en primer lugar, de la muy visible (demasiado visible, mejor dicho) presencia de William Faulkner en su escritura. Faulkner es un escritor seminal (lo opuesto, un escritor terminal, sería Samuel Beckett); seminal quiere decir que su influencia fecunda, pero siempre y cuando el autor fecundado lo asimile de tal modo que no quede a la vista la procedencia; por ejemplo, lo que ocurre con J. P. Donleavy en su Hombre de mazapán o con Jamie O’Neill en A nadar dos chicos respecto de James Joyce.
El problema de Onetti con Faulkner lo señaló muy bien Luis Harss en el libro más conocido y difundido acerca del llamado boom de la narrativa latinoamericana, Los nuestros. En él se elogia amplia y generosamente a Onetti, pero quiero citar dos comentarios muy sugerentes de su autor. Primero: «En Faulkner la acumulación de palabras da fuerza y energía a la historia; en Onetti, suele distraer y hacerla difusa». Y segundo y más importante: «Faulkner es un trágico; Onetti, si cabe el término, un patético». Aquí debe de entenderse patético por padecimiento o sentimiento intenso, no en su acepción coloquial despectiva. Pues bien, si en su día no me percaté de la importancia de este comentario, ahora ha saltado a primer plano en la relectura de los cuentos.

Faulkner no sólo se enreda con oraciones subordinadas que llenan párrafos de largo aliento sino que, además, se encomienda a la ambigüedad para bucear en lo más hondo del alma humana, lo que convierte su literatura en un vigoroso ejercicio de lectura en el que la imaginación y sensibilidad del lector se exigen a sí mismas un verdadero esfuerzo para acompañar al autor en su buceo, al menos en las primeras lecturas, porque luego el hábito abre puertas. En el caso de Onetti hay de todo; por una parte, una evidente apelación a la ambigüedad empujada por un fraseo cuyas características veremos enseguida. El problema de esa apelación a la ambigüedad es que unas veces ella lo es enteramente y, otras, la ambigüedad no es tal sino un escamoteo de elementos consustanciales a la narración. Vamos a ver unos ejemplos.

Uno de los cuentos más celebrados de Onetti es «Bienvenido, Bob». En él se narra el encuentro entre Bob, un joven idealista, y un adulto, en el que el primero advierte duramente al segundo que no consentirá que se case con su hermana, a la que el adulto está prometido. La amenaza surte efecto y la hermana se desprende en un par de citas de su enamorado. El cuento prosigue tiempo después, cuando el novio rechazado sorprende a Bob, ya adulto, enfangado en una vida deshecha a la que le da la bienvenida el otro con una mezcla de comprensión y compasión. El problema de este cuento es que su desarrollo está concebido para mostrar el cambio que va a sufrir Bob, desde el idealismo hasta la degradación, pero el eje sobre el que gira para mostrar ese cambio es la ruptura del compromiso matrimonial. Y aquí surge un problema de comprensión y credibilidad. El cambio de actitud de la muchacha es brutal, seco e inexplicable, pero si tenemos en cuenta que es el que condiciona la dirección del cuento, lo que nos propone Onetti es un acto de fe: yo les digo que ella lo dejó sin más, de la noche a la mañana, y ustedes me creen. Y, en fin, el problema es que ese acto escamoteado es el que se encarga de conducir el cuento hasta su conclusión. En literatura un autor está obligado a mostrar lo que sucede, no a decirlo simplemente. La elaboración literaria es justamente la mostración: si se prescinde de ella, se prescinde de la verosimilitud. El paso de joven a hombre de Bob, el paso de joven por hacer a adulto hecho (y deshecho), el paso de la ilusión y los proyectos a la desesperanza y la sordidez se apoya en un hecho defraudado: por qué la muchacha deja a su enamorado sin más ni más. El paso mencionado se cuenta, sí, pero no apoya sobre cimiento sino sobre hueco: el hueco que deja el acontecimiento escamoteado. Lo mismo puede decirse de la perversa mujer en la sombra de otro de sus cuentos más famosos: «El infierno tan temido», muy impresionante, pero montado sobre la ausencia de otro porqué.

No sucede así en otros cuentos. Por ejemplo, «Esbjerg, en la costa» es un relato perfecto. En él, para que todo tenga sentido, es necesaria la presencia viva de la mujer: sólo así se entiende cabalmente el drama del personaje masculino, porque a ella, a Kirsten, sí nos la hace ver Onetti, sí la muestra. No es que necesitemos siquiera conocer sus razones; no, lo que necesitamos es verla y, entonces, la credibilidad funciona a las mil maravillas y el relato se desliza sin tropiezo hacia su final. Otro cuento soberbio es «Jacob y el otro». Jacob, a quien también vemos, es solamente el raíl por el que se desliza el personaje principal, ese mánager de picaresca, ese charlatán compungido al pillarse los dedos, ese pobre diablo que vive al día vendiendo una astrosa imagen de hombre de mundo. En este cuento, además, la intriga –que existe– es mínima y convencional, pero no es la verdadera intriga lo que sostiene en vilo al lector: es el fraseo del relato, el flujo de las palabras, tan bien elegidas y ensambladas que ellas mismas se constituyen en intriga, que leemos prendidos de ellas, no de la historia, porque son ellas las que miden el ritmo y la velocidad del relato, un relato en el que el final, acaso previsible, no importa que lo sea o que sea el contrario del que se nos propone, pues lo que prende la imaginación del lector y su ansiedad por saber no es el mero relato de «lo que pasó» sino el «cómo pasó».

Las palabras son un arma de doble filo y Onetti se corta con ellas de vez en cuando. El fraseo es fluyente, avanza en frases que se encadenan en oleadas; por ejemplo, «pudo continuar inmóvil, tan solitario como si el otro no hubiera llegado, como si no alargara el brazo y abriera la mano para dejar caer el saco, como si se fuera acuclillando hasta quedar sentado en la galería, las piernas colgantes, excesivamente doblado el torso en dirección a la playa». Este texto contiene el relato de una acción mínima; otros, ni siquiera eso: «la de la cabeza de pelo rubio y escaso, doblada contra el vidrio de la ventana, con la sensación de soledad admitida de pronto, cuando ya era insuperable»; o: «soltó la lapicera y estuvo mirando en silencio la trampa, la hipocresía, la dureza oculta, la congénita astucia»; o: «Desde entonces sufrimos. Nos miramos, nos comemos los nudillos, rezamos y lloramos». Aunque intentan precisar, matizar o elegir, el conjunto suena, paradójicamente, un tanto abstracto y creo que es así porque Onetti abusa de este recurso, que en algunos cuentos se comporta de manera agobiante. Esas abstracciones alcanzan a veces un estilo etéreo y genérico, es decir, impreciso: «Después movió una mano para desdeñar las mesas en la vereda y a sus ocupantes, la alharaca de la tormenta, el planeta sin primores ni sorpresas que acababa de pisar»; suena bello, pero es inexpresivo.

Algo parecido ocurre con las adjetivaciones. Onetti busca efectos expresivos por contraste. Veamos alguna muestra: «bondadoso hastío», «sonrisa imperdonable», «magulladuras sin consuelo» «una fatalidad imprecisa y personal», «el desprecio indeciso», «una distraída cortesía desprovista de ofensa», «una voz acostumbrada a la resignación», «candorosamente habitado por la desesperación». Sí. Éste es el estilo de Onetti, el estilo elegido por Onetti, el estilo que lo caracteriza y ahí no hay nada que oponer. La oposición viene del abuso, de la reiteración, de la repetición de efectos. En un relato como «La novia robada», un relato interesante, ambicioso en la intención, vemos cómo deriva hacia el comportamiento pesado de la realización, se hace largo y tedioso, está lleno de frases aparentemente preciosas, realmente innecesarias, que acaban ahogando la historia y al lector. O «Tan triste como ella». Ambos pertenecen a lo que llamaríamos relatos vagarosos, frente a la fortaleza y la medida impecable de «Mascarada» (a pesar de ser primerizo, ahí se apunta ya el mejor Onetti), de «Esbjerg, en la costa», de «Jacob y el otro», de «La casa en la arena», la preciosa circularidad de «Regreso al sur», también la de «Esbjerg»…

Todos los cuentos de Onetti parece que los cuenta un tipo que se sienta a mirar y fuma. Un hombre siempre cansado, sin brío, sometido por el destino, que posa la mirada en personas enfermas, aturdidas, vencidas; el amor está ausente, la alegría está ausente; si acaso, el único sentimiento positivo es la ternura, una ternura final, el último refugio. Es un triste, también de esto abusa. En ocasiones, narrador y autor se complementan. Hay algo pasivo siempre en la mirada de ese narrador que elige deliberadamente un mundo pequeño, un mundo que, por la misma pequeñez de su encierro, cultiva y guarda una sordidez, una desesperanza y una tristeza patológicas. Onetti cuenta como si pasara con su palabra sobre los problemas dejando un rastro de sensaciones, sombras, fantasmas. Cuando acierta lo hace de lleno y es impresionante, conmovedor, pero, cuando no, se deja vencer por la tentación del patetismo.

Hay, además, otra característica notable; una misoginia aguda disfrazada de compasión, de piedad. Una misoginia excesiva, pues si sus personajes masculinos son seres abatidos, los femeninos están cosificados. Santa María no es un lugar abierto como Yoknapatawpha, sino cerrado y asfixiante, y Onetti muestra ser escritor de una sola cuerda, una cuerda que no da para tanto; por eso es tan irregular.
 Onetti no se desembarazó suficientemente de la herencia faulkneriana y ella ha sido su premio y su castigo. La sombra del maestro pesa y, sobre todo, exige. Escribir con sus mismas armas es un acto desesperado, suicida. Juan Carlos Onetti, sin embargo, ha empleado tiempo y coraje en levantar ese lugar llamado Santa María y eso es la obra de toda una vida.

Cuentos completos, de Juan Carlos Onetti, ha sido publicado por Alfaguara

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