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José Avello: Jugadores de billar

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Mientras se insiste en vaticinar la muerte del género novelesco, cada día se publican más novelas. Y para confusión del lector común, las poderosas sinergias que fortalecen lo comercial ponen de moda innumerables productos del género desprovistos de interés estético y narrativo, con los que tienen que competir las ficciones valiosas. Por eso resulta tan gratificante descubrir libros como Jugadores de billar, una novela muy literaria, aunque parezca una redundancia decirlo, resultado bien logrado de un proyecto ambicioso en todos los extremos, en la ordenación de la trama, en la construcción del escenario, en la elaboración de los personajes, en el estilo. Novela que utiliza como elementos destacados una voz narrativa compuesta con precisión y un lenguaje vivo y sugerente, lleno de matices, y que no pierde de vista esa metáfora sobre la realidad que debe exigirse a toda ficción que merezca la pena.

La ambición de Jugadores de billar se manifiesta en la propia complejidad de la historia que expone, desarrollada a través de veintiséis densos fragmentos y a lo largo de cuatro partes, cada una relacionada con una estación del año y con un subtítulo que alude alegóricamente a su contenido: Primavera, «Espejos y cristales»; Verano, «El lado oscuro de la calle»; Otoño, «El cuarto jugador»; Invierno, «Nieve sobre la ciudad». El conjunto del relato es abundante en tramas subsidiarias, con varios niveles dramáticos que han necesitado, para su cumplimiento, las más de seiscientas páginas que el libro ofrece. Hay un primer nivel de trama, el del tiempo presente, contemporáneo, el transcurso de esas cuatro estaciones de un año que dividen el texto, en que varios cuarentones, amigos o compañeros desde la adolescencia, sufren una serie de vicisitudes humanas y sentimentales, mientras se reúnen intermitentemente para cumplir con el rito del billar, juego que sigue convocándolos desde los años de la primera juventud, cuando eran arriscados editores de una rebelde revista poética. Hay otro nivel, el de los recuerdos de cada experiencia individual, determinada para casi todos ellos por el fracaso y la frustración vital, que se van suscitando mediante evocaciones enhebradas a lo largo del tiempo presente. Y hay un tercer nivel, el de ciertos sucesos sangrientos, viles, sórdidos, que arrancan de la guerra civil, o se producen en los años del franquismo, y que acaban comunicándose con otro asunto decisivo para el desenlace, acaso alguno de esos pasmosos pelotazos financieros que son un signo seguro de nuestro presente, una operación especulativa en la que se enreda un crimen.

En concordancia con el título, el esquema simbólico del juego de billar preside de continuo el modo de conducirse el relato, al modo en que, en una mezcla sutil de humana manipulación y efecto mecánico, se van cumpliendo las «carambolas sucesivas que ya estaban contenidas en la carambola presente» a que el narrador alude en cierta ocasión, en una de sus ocasionales y jugosas reflexiones sobre el juego.

El espacio tiene como principal escenario la ciudad de Oviedo. No deja de ser curioso, en unos tiempos en que ha resultado preponderante lo que se ha venido a denominar «cultura urbana», que Madrid y Barcelona parezcan ser las únicas urbes españolas con posibilidades de consideración literaria como escenarios novelescos. Ciertas ficciones interesantes que no tienen lugar en tales escenarios apenas son valoradas, salvo que el autor sea suficientemente conocido en el mundo de las letras. Sin embargo, Jugadores de billar, además de ofrecer una lectura reconfortante por su condición de novela fuera de lo ordinario, permite una interesante reflexión, pues ha sido publicada durante el muy celebrado centenario de la muerte de Clarín, y en cierto modo enseña el rostro contemporáneo de aquel espacio provinciano que Clarín recreó bajo el nombre de Vetusta. Al cabo, los personajes de Jugadores de billar, fluctuantes entre un pasar diario poco satisfactorio para ellos, las partidas de billar y unos esparcimientos nocturnos en que se estimulan con alcohol y drogas, pudieran ser contemplados como los descendientes visibles de los personajes que bullían en torno a la Regenta y el Magistral. Hay que añadir que todos los lugares que componen el escenario son adecuados a la tensión narrativa de las historias. La fábrica de cerámica objeto de los afanes especulativos, los domicilios –algunos albergando peculiares instalaciones–, la zapatería Las Novedades, el café Mercurio, el bar Chipi, tienen una presencia sólida, fortalecida por un entorno de personajes secundarios que no sólo viven sus propias tramas, sino que enmarcan bien las pasiones y pesares de los protagonistas, cuyas personalidades vienen definidas sobre todo por sus comportamientos y la relación que los une.

La vida cotidiana de los personajes, sus manías, sus gustos, su forma de enfrentarse a los demás, se van señalando con pequeños detalles que componen retratos escuetos y convincentes. Dedicados a la enseñanza, al trabajo en una biblioteca, en una oficina, al periodismo, a la dirección de una empresa o del negocio familiar, al pequeño narcotráfico, al simple parasitismo más o menos disfrazado de ínfulas artísticas, se encuentran en un momento crítico de sus vidas. Para la mayoría, de las brasas de su juventud rebelde queda un rescoldo bastante caricaturesco, se desplazan en moto, siguen fieles al porro o a ciertos estimulantes, pero hay en ellos una evidente conciencia de naufragio existencial. La repentina fascinación de uno de estos personajes por una muchacha, obsesión que se convierte en una forma de delirio, será el primer golpe que, como una carambola inicial, pondrá en marcha el mecanismo de la mayor parte de las relaciones y de las mudanzas dramáticas que se van a ir produciendo en la novela.

Los personajes, tanto el grupo nuclear de los amigos protagonistas como otros más o menos antagonistas, y todos los secundarios, cumplen una función necesaria, no sólo por asegurar los pasos dramáticos de la compleja trama, sino para que la historia consiga una verosimilitud añadida, la que se desprende, sobre todo, del largo y denso tiempo de convivencia entre personas, lugares y costumbres en el ámbito cerrado de la capital de provincia que forma el telón de fondo, con la composición certera de ciertos horribles roces de la vecindad provincial, un tema de lo que pudiéramos denominar narrativa de mundos cerrados, muy interesante por sus posibilidades para la definición de los comportamientos humanos y poco habitual en nuestra literatura de hoy, acaso por esa fascinación ante las megápolis a que antes aludía.

Otro de los aspectos a destacar en Jugadores de billar es el tratamiento del punto de vista, una primera persona peculiar, que se presenta desde la página inicial: «de mí prefiero no hablar –dice– porque no me atrevo y porque no sabría hacerlo sin mentir». Durante muchas páginas, ese narrador, aparentemente sólo testigo de lo que cuenta, irá desgranando la historia de historias, hasta el punto de hacernos sospechar en algún desliz técnico, pues nos describe detalles íntimos de los personajes, situaciones secretas e inaccesibles, pequeños sucesos que nadie ha podido ver, con la libertad que pudiera hacerlo la voz en tercera persona, omnisciente, con que muchas novelas se resuelven, sin la incomodidad y el riesgo de tener que plantearse complicaciones estilísticas.

Parece que la voz narrativa en primera persona de ese personaje testigo conoce demasiadas cosas. Sin embargo, iremos descubriendo progresivamente que tal voz es la de un personaje más, el cuarto amigo, una suerte de «cuarto mosquetero» tan protagonista de la acción novelesca como los otros, aunque nunca conozcamos su nombre y apenas le veamos actuar. Al cabo vamos comprendiendo que, a través de las confidencias y los relatos ajenos, ese narrador ha podido conocer y reconstruir en su integridad todos los extremos de las actitudes y decisiones de quienes describe de manera tan minuciosa, incluso las más ocultas. Ya señalé que esta voz en primera persona, que funciona como la de un narrador omnisciente sin que se traicionen las reglas del juego narrativo, es un elemento importante del interés de la novela. A veces, se implica en los hechos con tal determinación que sacude el relato con mucha fuerza, como cuando, tras relatar con evidente jocundidad la aventura erótica veraniega de uno de los personajes en los recovecos de la zapatería familiar, afirma: «La verdad es que da gusto contar estas cosas de un amigo».

La voz acierta también a la hora de llevar de pronto el relato desde el presente a otros tiempos y lugares. Tal destreza resulta especialmente digna de resaltar desde el momento en que comienza la tercera parte de la novela, cuando el punto temporal de referencia de lo que nos cuenta ese narrador anónimo resulta una noche de fiesta en la casa señorial de la familia de uno de los personajes. A partir de entonces, intermitentemente, esa noche de fiesta irá centrando la novela sin que el lector deje de ir conociendo lo necesario para que pueda integrar en su imaginación las distintas tramas de la historia, en saltos sucesivos al pasado y al futuro que nunca le hacen desorientarse ni perder el hilo de la narración.

A pesar de su extensión, en la novela no hay la prolijidad descriptiva que a veces lastra las novelas muy largas, pues el estilo es conciso, con un evidente esfuerzo de economía verbal, prescindiendo de palabrería. Ejemplo de tal concisión serían las aludidas escenas en la tienda de zapatos, que tratan de sexo con gracia erótica y sin caer en las obviedades tópicas y a menudo grotescas en que suelen incurrir bastantes escritores. También serían muestra de gran contención, que carga de mayor intensidad dramática lo narrado, las brutales escenas con el indiano y su hija, que un testigo, padre de uno de los personajes, confiesa en los días de su última enfermedad. O la misteriosa historia entre la muchacha que contempla el mar y el atleta corredor. Todas las que pudiéramos llamar «situaciones extremas» de la novela, y hay bastantes, están resueltas con la misma voluntad de síntesis.

Un escepticismo irónico se filtra a menudo en esa voz narrativa que va desarrollando el relato. Además de caracterizar psicológicamente al anónimo personaje como miembro del grupo de cuarentones en crisis, el tono mordaz le da al texto una dimensión de sinceridad y dureza. No en vano la novela resulta una especie de crónica escrita para esclarecer sin concesiones las oscuridades y caminos tortuosos de un crimen y de todos sus antecedentes, pues tal propósito ha sido lo que ha puesto en marcha el trabajo del meticuloso narrador. Mas al fin la novela, en que se presenta un panorama humano y social bastante inclemente y sombrío, con la descripción de diversos modos de dominio, resulta una celebración de la amistad.

José Avello apuesta con toda naturalidad y con plena verosimilitud novelesca, por la redención personal de esos cuarentones fracasados, hijos de los vencedores de la guerra civil, y el relato acaba impartiendo una justicia poética muy propia de la literatura, y cierra con fortuna un círculo que, en cierto modo, tiene algo de restablecimiento del equilibrio perdido, y también de ajuste de cuentas entre los antiguos guerreros dogmáticos y sanguinarios y los antihéroes perplejos y tolerantes en que ha venido a derivar su estirpe. La novela, sin embargo, no tiene un solo desenlace, y por encima de las peripecias personales, el oculto y pingüe negocio que se cierne sobre la fábrica de cerámica, también sucio de sangre, recuerda cierta permanencia histórica de las imposturas de la guerra civil.

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