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Hablar por hablar

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Según el mayor oreja del reino, ese tenor ligero que nunca ha ocultado su nostalgia por otros tiempos más amordazados (no repetiré su nombre propio ahora porque da lo mismo y todos los que temen perder sus privilegios dicen de una u otra manera las mismas gansadas), es «un disparate« que los medios de información nos den cuenta ad nauseam de los encontronazos callejeros entre los manifestantes y los cuerpos de ¿seguridad del Estado?, porque eso sólo serviría para alentar más a los descontentos. Lo ha dicho hace ya unos días, pero a su comentario le ha seguido otra desventurada llamada al silencio, esta vez reclamada nada menos que por el presidente del Gobierno. Ambos, y cada uno en su estilo y en su lado de la playa electoral, un amplio descampado que ellos sombrean con lo que un programa de humor llamó con sintético desparpajo «la morriña de la ikurriña», están por la mayoría silenciosa, porque piensan que quien calla, otorga (votos). Más o menos han venido a pedir lo que los padres de antes exigían a sus hijos, ese «come y calla» que zanjaba toda opinión o protesta en el seno de los siempre temibles hogares. Muerto mi padre –¡vaya por Dios!–, me ha salido una parentela entera de trasnochada labia.

En mi familia, mi padre, que era pintor compulsivo y charlista concienzudo –él presumía de haber sido telonero nada menos que de Ortega y Gasset–, ocupaba todo el espacio disponible: el físico, el afectivo y el lingüístico. Crecimos, así, un poco orillados, silenciosos unas veces y al borde del berrinche las más; callándonos y admirándonos de su verborrea a partes iguales. No había quien abriera el pico, ni metiera baza, pero, en cambio, a diferencia de las actuales y tempranas víctimas del «tupper», nos daban bien de comer, tanto en el colegio Estilo, que regentaba Josefina e iluminaba de lejos su marido, el formidable Ignacio Aldecoa, como en casa, excepción hecha de los últimos años de vida de mi meliflua madre, lectora desordenada como yo, que, tras zambullirse incomprensiblemente una larga temporada en el escueto Eric Satie y descubrir que el músico y escritor sólo se alimentaba de cosas de color blanco, decidió pasarse a los fideos, las claras de huevo, el arroz blanco y el cordero lechal: el esnobismo –no es ningún secreto– siempre encuentra cuerpos pasivos para manifestarse. Estragados y aburridos, los niños y mi padre, barrocos al fin, preferíamos una alimentación más colorida y alterante. Pero como, afortunadamente, la vida no soporta por mucho tiempo el encogimiento cromático, porque vivir es dar color a los tiempos muertos, hubo claros momentos de rebelión organizada. A veces nos negábamos a tragar la correosa chuletilla, con más nervios que un flan, y él, ante la tortura visible, se ponía de nuestra parte coronándose con el cordero. Su cabeza de hermosos rizos mesiánicos sufría el asalto con cierta dignidad, mientras el buen padre payaso dejaba que la salsa le gotease por la cara. El efecto era instantáneo: un Neptuno sudoroso frente auna Gorgona impotente, mi madre. ¡Festín sin cuento! ¡Llamada al desparrame!

Desde aquellos felices días, lo de ponerse el mundo por montera no ha tenido secretos para mí. Tampoco hablar cuando la ocasión asoma. Soy yo sola como una esforzada columna en desbandada,
que se echa al monte de los adjetivos y los adverbios, el corazón palpitante, la lengua desenvainada. Escaramuza tras escaramuza, he ido ganando territorio, haciendo prisioneros –muchos huyen en cuanto me ven despegar los labios–, y aunque nunca llegaré a mandar en un país que hable a mi gusto, es decir, con júbilo y en serio, sin palabras ocultonas y disuasorias, sin triviales y tribales tecnicismos, sin pompa y estopa, no pierdo la esperanza de escuchar, a cualquier hora y en cualquier sitio, ese «hablar por hablar» fiero y fresco del santo pueblo, que es lo contrario de ese callar oscuro, en el que tantos pierden su vida mientras se entregan al zumbido esquelético de lo último, al runrún ideológico, a la indigente estafa.

Aquí podría acabar estas notas, porque lo que viene ahora es claramente una bonita ordinariez que levantaría a un muerto, a un pueblo muerto incluso. En la terrible estepa castellana de los años sesenta, en cuanto empecé a medrar, me dijo una vez un campesino de boina y trillo, en un tono muy alejado del insulto, casi quevedesco, y mirándome las nalgas: «Te voy a dar con la de mear». Mis padres jamás lo supieron, porque esa vez fue la última que callé. Y ya, a esta edad provecta, la verdad, si me da por salir a la calle a gritar, preferiría escuchar aquel sonoro dístico a las no suficientemente veladas amenazas.

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Ficha técnica

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