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Marañón, revisitado

EPISTOLARIO INÉDITO

Gregorio Marañón, José Ortega y Gasset, Miguel de Unamuno

Espasa Calpe, Madrid

308 pp.

23,90 €

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En vísperas del cincuentenario de la muerte de Gregorio Marañón (1887-1960) ve la luz la correspondencia, hasta ahora inédita, que el médico madrileño mantuvo con José Ortega y Gasset entre 1916 y 1951, y con Miguel de Unamuno entre 1921 y 1936. Las cartas que forman este epistolario proceden de la Fundación Gregorio Marañón, de la Casa Museo Miguel de Unamuno y de la Fundación Ortega y Gasset, y han sido editadas y anotadas por Antonio López Vega, excelente conocedor de la vida y la obra de Marañón, y autor de un amplio y pormenorizado estudio introductorio.

En su correspondencia con Unamuno y Ortega hay diferencias sustanciales. Por lo pronto, de las cartas que se cruzó con el primero de ellos se conservan sólo las que tuvieron a Unamuno por destinatario, con la única excepción de una importante carta fechada en 1933, en la que el escritor bilbaíno transmite al autor de Amiel sus impresiones sobre este libro, «apuntadas a lápiz –dice Unamuno– según lo leía». En el bloque que contiene el epistolario entre Marañón y Ortega hay, por el contrario, un equilibrio casi perfecto entre el testimonio de uno y otro: cuarenta y cinco cartas del médico al filósofo y cuarenta y cuatro de este último a su compañero de generación, repartidas en un período de tiempo que va de 1920 a 1951 en las cartas escritas por Marañón, y de 1916 a 1949 –más algunas sin fechar– en las que le dirigió Ortega. Podría decirse que los diversos percances que vivieron los papeles de ambos, sobre todo a raíz de la Guerra Civil, no impidieron que pudiera salvarse lo esencial de esta correspondencia, que conserva, pese a ciertas lagunas, el carácter dialogal que siempre es deseable en una documentación de esta naturaleza. No puede decirse lo mismo de la correspondencia Marañón-Unamuno, que ha llegado hasta nosotros de forma muy fragmentaria, como si el azar hubiera querido resaltar la dificultad que, para un diálogo franco y fluido, suponía la diferencia de edad y talante que había entre ellos.

Es inevitable plantearse en qué medida el factor generacional explica la diferente relación que Marañón mantuvo con Unamuno y con Ortega y, en general, la pertinencia del criterio generacional en la historia de la cultura, que algunos autores critican por excesivamente formalista y superficial. Es una discusión bastante bizantina, en la que los más obcecados detractores del concepto de generación intelectual se ponen muchas veces en evidencia al seguir utilizando el mismo concepto que dicen impugnar, o al sustituirlo por meros eufemismos. En el caso de la Edad de Plata española, salta a la vista la fuerte personalidad generacional de los grupos del 98, del 14 y del 27, forjada en vivencias personales, contextos históricos y procesos de formación intelectual claramente diferenciados. La del 98, por ejemplo, fue una generación de escritores; la del 14, de universitarios y científicos, formados muchos de ellos en Europa; y la del 27, de poetas y artistas. Fuera de esto, la existencia o no de una relación amistosa e incluso fraternal entre ellos, como ocurrió al principio en la generación del 27, no afecta al fondo de la cuestión. Lo importante es que hubiera un espacio generacional compartido, delimitado por vivencias, inquietudes e iniciativas comunes, con independencia de que el interior de ese espacio resultara más o menos habitable y de que la relación entre sus ocupantes estuviera presidida por una feroz rivalidad, como ocurre entre algunos intelectuales del 98, o por una mezcla de cooperación y competencia, como en la del 14. Esta correspondencia pone de manifiesto, precisamente, la imposibilidad de que hombres del 98 y del 14, como Unamuno y Marañón, tuvieran una relación de igual a igual, una circunstancia agravada por la fuerte influencia que el bilbaíno ejerció inicialmente sobre destacados miembros de la generación siguiente y por la necesidad que estos últimos sintieron de emanciparse de su magisterio.

Antonio López Vega subraya en su introducción el valor sintomático que tuvo el tránsito del doctor Marañón de la órbita de Unamuno a la de Ortega y Gasset, uno y otro contemplados justamente como «los dos soles mayores», en palabras de Carlos Serrano, de aquellas dos constelaciones generacionales. El desplazamiento de Marañón de una a otra zona de influencia se habría consumado, según López Vega, en 1925, y se traduciría en los años siguientes en una actitud política compartida con Ortega, primero ante la monarquía alfonsina, ya en plena agonía, y luego ante «la República de los intelectuales», según la célebre denominación acuñada por Azorín. Aunque el compromiso político de Marañón –fundador, con Ortega, de la Agrupación al Servicio de la República y diputado en las Cortes Constituyentes de 1931– fue mucho menos activo que el de su compañero de generación, la correspondencia Marañón-Ortega denota el mismo entusiasmo inicial ante la República e idéntica preocupación por los derroteros tomados muy pronto por el nuevo régimen: «Estoy muy inquieto viendo tanta sandez», le dice Marañón en una carta sin fecha, probablemente posterior al verano de 1931. El ritmo del epistolario, más esporádico en los años siguientes, muestra el rápido retraimiento político de ambos, tras la decepción irreversible del primer bienio republicano, preludio de decepciones aún mayores. Como presagio de la traumática experiencia de la Guerra Civil y de la posguerra pueden considerarse unas palabras escritas por Marañón en carta a Unamuno de febrero de 1934: «Es posible que durante años no nos quede más vida grata que reunirnos unos cuantos a rehacernos unos a otros». No podía describirse mejor lo que la historia iba a deparar, dentro o fuera de España, a los supervivientes de las generaciones intelectuales del primer tercio del siglo XX, brutalmente diezmadas por la guerra y la represión, incluso a algunos de los que, como Marañón y Ortega, tomaron partido, de una forma más o menos discreta, por los vencedores.

En el diálogo epistolar que mantienen en la inmediata posguerra se mezcla el deseo de alcanzar una pronta normalización de la vida nacional con el escepticismo sobre la capacidad de los nuevos gobernantes para corresponder a esas esperanzas. En fecha tan temprana como abril de 1940, Marañón manifiesta ya una sincera voluntad de reconciliación con ese «más de un millón de españoles que están fuera» y formula una apelación, bastante extemporánea, a la «ilusión liberal» como único bálsamo para las heridas abiertas por la Guerra Civil. Ortega, que tardó tres años más que Marañón en regresar a España, se mostró más cauto sobre la posibilidad de que la vida pública española girara en el sentido que ambos deseaban, aunque en ocasiones se dejara llevar también por una cierta confusión entre sus deseos y la cruda realidad.

Como todo epistolario auténtico, éste es un compendio de percepciones cambiantes, que siguen el vaivén de las propias circunstancias históricas. Así, tras la Conferencia de Múnich de 1938, encontramos a un Ortega exultante, confiado en que el acuerdo allí firmado enderece por fin el rumbo de Europa, que sólo podrá salir adelante mediante «una articulación provisoria entre los Estados totalitarios y los liberales». Marañón no le va a la zaga a la hora de dar rienda suelta a un optimismo que la historia no tardó en desmentir: en abril de 1940, apenas unas semanas antes de la arrolladora ofensiva alemana sobre Francia, veía París «muy bien, tranquilo, un poco Blois o Angulleme, pero más agradable». Esta es la servidumbre de los epistolarios, siempre a merced del escrutinio ventajista de la posteridad. Pero ahí radica también su especial autenticidad, porque la sujeción a las coordenadas de tiempo y lugar que una carta impone a su autor nos permite acceder a la historia sin trampa ni cartón.

Sería bueno, por ello, que el cincuentenario de Marañón trajera nuevas entregas de lo que podría llegar a ser tal vez un epistolario completo. Consta, por ejemplo, la existencia de una jugosa correspondencia de Marañón con otro compañero de generación, el escritor socialista Luis Araquistáin, con el que retoma en los años cincuenta un tema, el de la reconciliación nacional, que se atisba ya en la carta a Ortega citada más arriba. «Estamos en la misma trinchera», le dirá Araquistáin, desde el exilio, al doctor Marañón en 1955. Quién lo iba a decir veinte años antes, en tiempos en que la dramática polarización política de la República los colocó en bandos opuestos, que entonces parecían irreconciliables. También aquí se percibe la importancia del factor generacional como una fuerza magnética capaz de producir alternativamente atracción y rechazo. A diferencia de lo ocurrido entre otros miembros de la generación del 14, unidos o enfrentados según las circunstancias, Marañón y Ortega parecen haber mantenido siempre una relación cordial, nunca enturbiada por el antagonismo ideológico o la rivalidad personal. A ello contribuyó sin duda su proximidad a un liberalismo más antropológico que político, y más acendrado y constante, probablemente, en el médico que en el filósofo. No dejaron de reprochárselo a Marañón cuando el liberalismo no estaba de moda y Europa sucumbía ante el glamour macabro de las ideologías de la muerte que triunfaban en el mundo de entreguerras: «Un joven –afirmaba en 1927 el escritor César Arconada– puede ser comunista, fascista, cualquier cosa menos tener viejas ideas liberales. Para un joven, nada más absurdo, más incomprensible, más retrógrado que las ideas políticas de un doctor Marañón». Es más o menos la misma acusación –«liberal de toda la vida»– que un falangista lanzó contra él en los años cuarenta, en un documento reproducido por Antonio López Vega en su introducción. Él mismo, en una de sus cartas a Unamuno, reconocía su fe a contracorriente, en plena dictadura de Primo de Rivera, «en el espíritu liberal que ahora anda disperso». Concluida la Guerra Civil, a Marañón y a Ortega les tocó, como recuerda el editor de estas cartas, mantener viva una tradición liberal que el franquismo trató de erradicar a toda costa. La historia de aquella travesía del desierto del liberalismo español tiene en Marañón y en su correspondencia de aquellos años un testimonio insoslayable.

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