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Europa era una fiesta: la ilusión de una identidad cultural

Los europeos: Tres vidas y el nacimiento de la cultura cosmopolita

Orlando Figes

Barcelona, Taurus, 2020

672 págs.

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No creo equivocarme mucho si señalo que para los españoles del siglo XXI, Europa representa una realidad ambivalente como resultado de, al menos, dos sentimientos contradictorios, la pertenencia y el fastidio. No me detendré ahora en el primero de ellos: basta recalcar su palmaria obviedad, los españoles somos europeos y punto. Dejémoslo por lo pronto así. Tampoco requiere mucha más explicación el segundo: como resultado del proceso de integración de España y la misma constitución de la Unión Europea, decir en términos políticos Europa —a menudo basta decir Bruselas— suele despertar entre nosotros un cierto malestar y una innegable suspicacia, por cuanto las directrices que emanan de sus órganos administrativos se consideran, con no poca razón, dictadas por una burocracia lejana e insensible, casi como una entidad extraterrestre. La mencionada lejanía resulta ser sustancial para intensificar los sentimientos encontrados, hasta el punto de que, si descendemos a ras de tierra, podría decirse que nos reconocemos europeos con una dosis suplementaria de distanciamiento: sí, es evidente que somos europeos, pero ¿qué significa eso exactamente, cómo se traduce en términos concretos?

Ya que esta va a ser una reflexión con un marcado carácter historiográfico, parece justificado que se adopte desde este mismo comienzo una perspectiva temporal. Las aseveraciones que anteceden son —¿quien puede ponerlo en duda?— consecuencia de una determinada coyuntura histórica. Podríamos precisar más: son, por encima de todo, el fruto de un éxito, la plena integración de España en las instituciones y la cultura de su entorno, entendiendo como tal las tierras que están más allá de los Pirineos. ¡Ya no hay Pirineos! ¡África ya no empieza en los Pirineos! La secular aspiración de las elites españolas es una completa realidad. Hace un siglo, grosso modo, el más ilustre representante de la intelectualidad española, Ortega y Gasset, decretaba que el país era por sí mismo un problema insoluble y solo Europa podía proporcionarnos la solución; un dictamen que, con los matices que se quieran, suscribían el noventa por ciento de los españoles que pensaban. Como se ha dicho muchas veces, la formulación orteguiana daba por buena, al menos implícitamente, la radical disociación entre lo español y lo europeo, como si España, fuese lo que fuese, no formara parte inextricable de Europa. El éxito antes mencionado ha consistido en esto, en pasar de no sentirnos europeos a serlo con indiferencia.

De cualquier manera, aunque tomemos todo ello en consideración, nada afecta —ni menos resuelve— la cuestión prístina, qué demonios es eso de ser europeos. Luego veremos también que no es lo mismo sentirse europeo desde un lado u otro, desde el centro o la periferia. Pero ahora mismo lo urgente es acotar el asunto, pues si no, corremos el riesgo de naufragar en un océano inconmensurable sin atisbar tierra alguna en la que asentarnos. Olvidemos, pues, la historia lejana, entendiendo como tal desde la Ilustración hacia atrás (¡no digamos ya el nacimiento de las Universidades o el Renacimiento!) y centrémonos tan solo en cuándo y cómo surge una moderna Europa cultural. De esto precisamente trata un volumen monumental que, como habrán adivinado, constituye el sustrato o razón última de los planteamientos que anteceden: Los europeos. Tres vidas y el nacimiento de la cultura cosmopolita (traducción española de María Serrano, Taurus). Su autor, el historiador británico Orlando Figes, predica con el ejemplo —cómo ser europeo— en un doble sentido, estructural y coyuntural: lo primero, porque es un acreditado especialista en la historia y cultura rusas, autor de varias obras no solo reconocidas por los especialistas sino aplaudidas por el gran público (Figes es, además de un riguroso investigador, un excelente narrador); lo segundo, un aspecto que puede reputarse de anecdótico o circunstancial —aunque es mucho más que eso— viene dado por la reacción del autor ante la decisión adoptada en su país respecto a la Unión Europea: si el Reino Unido toma la puerta de salida (Brexit), Figes responde con la decisión de quedarse, acogiéndose a una posibilidad personal de solicitar —y conseguir— la ciudadanía alemana. De este modo Figes, aunque británico, sigue siendo europeo a todos los efectos.

No tengo más remedio que consignar de entrada de manera explícita que Los europeos es un libro colosal, de esos que hacen al lector común o incluso al profesional deleitarse con la Historia, en mayúsculas, pero que al mismo tiempo produce —al menos a mí— un cierto desasosiego al tratar de compendiarlo, justamente por su misma excelencia: imposible dar cumplida cuenta —¡ni siquiera aproximada!— de su riqueza en todos los órdenes, desde una documentación anonadante a unas propuestas interpretativas que invitan ora al reconocimiento, ora a la discrepancia. Para ayudarme en este comentario y orillar reiteraciones, remito al lector interesado a la reseña —el dictamen de conjunto— que yo mismo publiqué al poco de aparecer el volumen en el mercado español: Así se creó la cultura europea. Mi intención ahora es aprovechar este espacio para tratar —también someramente: ¡qué remedio!— algunos de los puntos que no pude abordar allí. Me doy por satisfecho si logro al menos abordar cinco temas: las bases materiales que permitieron la primera globalización en el Viejo Continente, el establecimiento de un canon cultural, los enemigos del ideal cosmopolita, los modelos de ser europeo (la tensión centro-periferia) y los protagonistas de ese ideal europeísta. Si me permiten, expondré mis reflexiones sin seguir un orden estricto, dada la patente conexión entre todos los asuntos citados.

Aunque Figes no es marxista, toma del enfoque materialista de la historia la noción de que solo el desarrollo material —simbolizado en su caso por la expansión de la red ferroviaria— pudo hacer posible el florecimiento cultural de las décadas centrales del siglo XIX. En esa línea, con toda la intención, el punto de partida de esta densa indagación es un hecho concreto, una anécdota cargada de profundas implicaciones, el viaje inaugural del primer tren de vapor entre París y Bruselas el sábado 13 de junio de 1846, un acontecimiento que Figes describe con todo lujo de detalles. El desarrollo de la red de ferrocarriles adquiere en este contexto una función decisiva, no solo por la facilidad, comodidad y abaratamiento de los desplazamientos personales sino por la generalización de los mismos —la eclosión de una floreciente industria turística— y, sobre todo, por el impacto que esa mejora en las comunicaciones opera de inmediato sobre el sistema productivo en forma, por ejemplo, de gran impulso a las actividades comerciales.

El mismo éxito del tendido ferroviario revierte en que el tren ceda o comparta protagonismo con otras actividades económicas directa o indirectamente relacionadas con él pero que en todo caso tendrán una incidencia inmediata en el ámbito cultural. Así, la revolución en el campo de la impresión, debida a las modernas técnicas litográficas, conduce a que artistas y escritores vean con satisfacción cómo sus obras se reproducen de forma masiva y cada vez más barata, con lo que llegan a un público progresivamente más amplio y en un tiempo más corto. A su vez, en un círculo virtuoso, el lento pero sostenido desenvolvimiento de una clase media de profesionales y pequeños comerciantes, así como la creciente alfabetización de la población en su conjunto, generaba una demanda paulatina de periódicos, folletos, novelas, grabados, partituras y reproducciones artísticas en general. Sin olvidar lo que hoy llamaríamos la música en vivo, porque la popularidad de conciertos y recitales constituye precisamente una de las señas de identidad más pintorescas de la época. El mundo de la ópera vive su momento de esplendor y no es extraño por ello que todo lo relacionado con las actividades musicales ocupe un papel cenital en el libro.

Figes apunta que, por primera vez en la historia, la cultura deviene industria cultural. Una importante parte del tejido social vive de ella: impresores, editores, libreros, compositores, cantantes, traductores, críticos, pintores, arquitectos, instrumentistas, empresarios teatrales, agentes literarios, responsables de museos, coleccionistas y marchantes en general. Si existen estos últimos es, naturalmente, porque la cultura y el arte se valoran, no solo en términos estéticos o puramente espirituales, sino en su vertiente material y porque, complementariamente, existe una demanda social de esos bienes. Lo que en términos imprecisos suele esquematizarse como burguesía o clases pudientes —no digamos ya la aristocracia de viejo cuño— tienen a gala acudir a representaciones teatrales u operísticas, a conciertos y galerías de arte, a bailes y conferencias, a museos y Exposiciones Universales. No solo eso, sino que entretienen su ocio devorando libros o aprendiendo música, al tiempo que decoran sus mansiones con las obras de los pintores más valorados del momento o se hacen construir sus villas de recreo con el concurso de diseñadores y paisajistas. Hasta los autores o creadores —tradicionalmente el eslabón más débil de la cadena cultural— batallan por sus derechos y terminan viendo reconocido algo muy parecido a lo que hoy se conoce con naturalidad como propiedad intelectual. Los adelantos técnicos suponen una simplificación de la vida para amplias capas de la población. Se gana tiempo para el ocio y el ocio se invierte en cultura. No es extraño por ello que el autor, el creador, el genio —en literatura o cualquiera de las artes— se erija en el nuevo estandarte social, casi el nuevo héroe. Víctor Hugo quizá pueda pasar como paradigma clásico, pero lo cierto es que muchos otros no le fueron a la zaga en cuanto a devoción de las multitudes, de Walter Scott a Dickens, de Balzac a Zola, de Goethe a Liszt, de Rossini a Verdi.

Mencioné antes, casi de soslayo, que los temas que quería tocar estaban fuertemente interrelacionados. En el contexto que acabo de bosquejar a grandes trazos, la formación de un canon cultural, sustrato de una identidad europea, viene a ser una consecuencia de ese estado de cosas o, como señala Figes con contundencia, «las grandes transformaciones tecnológicas y económicas del siglo XIX (…) fueron las fuerzas motrices que subyacieron tras la creación de una cultura europea». Si se quiere en términos todavía más simplificados, pero conservando igualmente el planteamiento textual del autor, «al final, lo que determinó este canon europeo fue el mercado». En el libro se hace una prolija descripción de este panorama artístico e intelectual: por sus páginas desfilan lo más granado de la cultura decimonónica europea, se describe o analiza el contenido de múltiples obras, se mencionan las más descollantes iniciativas en este terreno, se da una gran importancia a las relaciones personales y, en definitiva, se perfila un cuadro muy preciso de las mentalidades, tendencias, costumbres, gustos y hasta caprichos que conformaban el entramado sociocultural de la época. Según Figes, ya bastante avanzado el siglo —él habla concretamente de la década de los ochenta— ese magma parece que va a cristalizar en un canon, entendido en principio tan solo como reconocimiento de un puñado de obras y genios a los que había que rendir homenaje. Por descontado, los autores que propugnaron por aquel entonces ese criterio selectivo —la formación, podríamos decir, de ese cuadro de honor— se situaban en una órbita supranacional, pues lo que pretendían era contribuir a una conciencia común europea cuya base sería la excelencia en todos los órdenes, pero sobre todo en el pensamiento y la expresión artística en cualquiera de sus modalidades.

Más allá de las controversias inmediatas que genera todo canon —quien está y a qué nivel o quién queda fuera—, el problema de un empeño de estas características residía en que no estaba claro qué era eso de la europeidad que debía constituir el valor subyacente. En este sentido no es menos cierto que Figes, a su vez, se refiere a menudo al susodicho canon y, en general, la identidad cultural europea sin que por su parte realice muchos esfuerzos por aclarar a qué se refiere exactamente con esos parámetros. Hay que reconocer en su descargo que este no es un ensayo sobre la europeidad sino solo un estudio histórico y por tanto no se le puede o debe pedir lo que no está en condiciones de ofrecer. En cualquier caso, el lector puede encontrar en estas páginas pistas interesantes para tejer su propio tapiz interpretativo. Concretamente el lector español hallará motivos de reflexión sobre la europeidad desde la perspectiva hispana, lo que nos permite retomar el hilo que dejamos suelto al comienzo de este comentario. Dicho en plata: el problema no estriba —o no estriba solo— en dilucidar lo que constituye ser europeo en abstracto, sino en los modos o modelos concretos de ser europeo y vivir la europeidad. Para no irnos por las ramas, me ceñiré a la cuestión centro-periferia: no es lo mismo ser europeo desde Francia, Alemania, Inglaterra o Italia que desde España o Rusia. Tanto es así que en el libro estas dos últimas naciones tan distantes —cada cual en un extremo del Viejo Continente— aparecen curiosamente unificadas como Oriente, no en el sentido de categoría geográfica, obviamente, sino en un plano de identidad —ser nacional— refractario a los valores europeos, es decir, la contraimagen de Europa. De ahí el atractivo que despertaban entre los conspicuos europeos, pues representaban el exotismo y la barbarie ajenos a la civilizada Europa.

La definición de europeidad conlleva inevitablemente el planteamiento de sus límites, pues definir qué es ser europeo implica dictaminar quiénes lo son y quiénes no. Griegos, turcos, albaneses y en general los pueblos balcánicos se encontraban en la misma o parecida escala que ibéricos o eslavos. En la situación opuesta estaban por ejemplo alemanes o franceses. En particular estos últimos gozaban de un estatus privilegiado a la hora de definir el canon europeo y con ello, naturalmente, incluirse en el podio de honor de la europeidad. Fuera lo que fuese eso del canon, lo incuestionable es que tal cosa se establecía en París, la ciudad luz que irradiaba su influencia y prestigio a todo el continente. Si la europeidad era libertad, progreso, tolerancia, ciencia, laicismo, legalidad, innovación, bienestar y refinamiento, entre otros valores, la capital francesa era indudablemente el epítome o adalid de esa concepción del mundo.

El lector español se sorprenderá —¡o no!— de la escasísima presencia de la cultura hispana en el cuadro que dibuja Figes. Siendo española la protagonista femenina de la obra, ni siquiera el nombre con el que pasa a la posteridad —Pauline Viardot— deja adivinar sus orígenes ibéricos. Habría que añadir que esta famosa cantante de ópera y compositora, de apellido García, se movió de un extremo a otro del Viejo Continente pero apenas pisó la tierra de sus antepasados (y se expresaba en la vida social con incomparable más frecuencia en francés, italiano o inglés —aparte de hablar también alemán y ruso— que en su lengua natal). En este contexto, la atracción española, a la que se dedican algunas páginas, funciona —según ya se adelantó—  como estampa pintoresca alejada del estándar civilizado que reinaba allende los Pirineos. En todo caso, con un paternalismo no exento de fundamento, se valora el esfuerzo de la cultura española por ponerse al nivel de las naciones más avanzadas. Así, se menciona la revista La España moderna como aceptable imitación de la Revue des deux mondes o, en general, de otras prestigiosas revistas europeas, y se cita a Pardo Bazán como aventajada discípula de Zola. Poco más.

En el aspecto cultural, lo más fácil para identificarse como europeo era reconocerse en los nombres indiscutidos, inscribirse en una tradición que incluía en una mezcla un tanto caótica a Leonardo con Beethoven, a Shakespeare con Rembrandt, pasando por un concurrido Olimpo de dioses menores más o menos discutidos según las latitudes. Al final, el canon venía a ser poco más o menos eso, con el añadido de las catedrales góticas, la arquitectura de hierro, el urbanismo racionalista, los grandes museos, las óperas o los adelantos técnicos. Figes subraya la dimensión cultural subyacente a este objetivo: ahora eran las artes y las letras —y no la religión o la política— las llamadas a operar como argamasa de este ideal. Ahora bien, es inevitable reconocer a estas alturas que esa identidad cultural europea no pasaba de ser un desiderátum, la ilusión de un puñado de artistas y escritores que realmente se sentían europeos y que, como los protagonistas de este libro, eran capaces de vivir en cualquier rincón de Europa, de San Petersburgo a Londres, como si estuvieran en su casa. La prueba de que no pasó de ser un horizonte inalcanzado vino poco después, cuando terminaron por imponerse las fuerzas disgregadoras —las pulsiones nacionalistas— en la mayor hecatombe nunca vivida en el Viejo Continente. Por ello, ante los escombros lacerantes de la Gran Guerra se podía reflexionar, como Oswald Spengler, Paul Valery, Georg Simmel o más tarde Stefan Zweig, sobre lo que pudo haber sido…, pero nunca llegó a ser.

Si hubiera que señalar en singular un enemigo del ideal cosmopolita, no habría duda posible: el nacionalismo. Pero planteemos bien las cosas. No se trata de una confrontación abierta entre dos modelos en liza sino de un combate insidioso que refleja y mantiene un equilibrio siempre precario y en desigualdad de condiciones. Nos engañaríamos si presentáramos, como a veces se sugiere, un apacible panorama decimonónico —una cultura internacionalista hegemónica— que se rompe abruptamente en el verano de 1914. No hay tal. En realidad, ese europeísmo que trascendía las limitaciones nacionales existió, claro está, pero siempre como elemento subsidiario y, lo que es más importante, vigente solo en la medida en que los desafíos nacionalistas se neutralizaban entre sí y le dejaban un pequeño resquicio. La supuesta calma anterior a los cañones de agosto no es ni siquiera la paz que precede a la tormenta sino una situación de permanentes tensiones belicosas (Grecia, los Balcanes, las naciones del Imperio Austrohúngaro, la rivalidad franco-alemana) que se mantiene las más de las veces bajo sordina por el delicado contrapeso entre las grandes potencias pero que estalla con fuerza a la más mínima oportunidad en pequeñas guerras civiles europeas: la cuestión de Crimea (1853-54), el conflicto franco-prusiano (1870) o el enfrentamiento ruso-turco (1877), por citar tan solo tres conflagraciones que impactaron directamente en la vida de los protagonistas del libro de Figes.

El siglo XIX fue en todas partes pero, no lo olvidemos, principalmente en Europa, el siglo del nacionalismo y, como no podía ser menos, dada la concurrencia de factores, la concepción nacionalista se impuso finalmente. Que lo hiciera en forma de huracán devastador —la Gran Guerra del 14— fue indudablemente una catástrofe en todos los sentidos, pero hasta cierto punto resulta secundario para lo que estamos señalando. Sin esperar al nuevo siglo, en el propio ámbito decimonónico, resultaba evidente para cualquier observador imparcial que el sentimiento nacionalista se imponía sobre el cosmopolitismo como un puñetazo a una sonrisa. Los personajes que pululan por las páginas de este libro podían también en este caso ejercer de testigos y, hasta cierto punto, de  víctimas de esa situación.

Ya que acabo de citar por dos veces a los seres de carne y hueso cuyas vidas trata de recuperar Orlando Figes, debo quizá ofrecer una disculpa al lector paciente que haya llegado hasta aquí. Llevo varias páginas comentando diversos aspectos del volumen y apenas he hecho mención a sus protagonistas, ni he dado cabida a los múltiples nombres propios —de facto, toda la constelación cultural europea de la época— que constituyen la urdimbre del estudio del historiador británico. Déjenme que enfatice por ello que Los europeos es, por encima de todo, un apasionante relato con claras concomitancias con la mejor novelística del período, desde Madame Bovary a Anna Karérina. Cito a esos dos grandes personajes femeninos de ficción porque el eje central de la narración de Figes es también una gran mujer, la insigne cantante de ópera Pauline Viardot, apellidada así a raíz de su matrimonio con el polifacético gestor cultural Louis Viardot, con quien formó no solo una familia sino una especie de pequeña sociedad artística que conoció un éxito arrollador en las décadas centrales del siglo XIX de un confín a otro del continente europeo.

Monsieur Viardot, aunque muy activo en múltiples campos —artísticos, periodísticos, políticos—, se mantuvo hasta cierto punto a la sombra de ella, la gran diva que enamoraba a los más selectos representantes de la pintura, la música o la literatura del período. Entre ellos, Alfred de Musset, Charles Gounod, Hector Berlioz y, sobre todo, el escritor ruso Iván Turguénev, el tercer gran protagonista de la obra. De hecho, la estrecha relación personal y la afinidad artística entre Pauline e Iván constituyen el eje del libro, pues desde que la conoció en 1843 hasta su muerte en 1883 (¡cuarenta años!) el novelista ruso fue siguiendo sus pasos, estableciendo una relación peculiar que la sensibilidad de la época hubiera descrito como romántica, es decir, tan apasionada como tortuosa. Alrededor de esos tres extraordinarios personajes gira, como he señalado, la flor y nata de la cultura europea de la época, de George Sand al matrimonio Schumann, de Dickens a Brahms, de Rossini o Delacroix a Tolstói o Dostoievski. Ellos son los europeos y sus obras, según Figes, la base de una identidad cultural compartida por encima de las divisiones nacionales. Era posible, desde luego, pero no pasó de ser tan solo un sueño.

Esta última afirmación —lo digo sobre todo por el énfasis— es interpretación mía, porque Figes es más comedido. Admite, naturalmente, que 1914 supuso la abrupta ruptura del ideal europeísta, pero da a entender que durante la época que analiza esa aspiración y sus realizaciones concretas constituyeron algo más —bastante más— que una mera ensoñación. Argumenta que así se comprendió después de la Gran Guerra, pero entonces el ideal de una identidad cultural europea solo podía vivirse como añoranza, con esa impostación un tanto incoherente de amar lo que se ha perdido y tanto más cuanto ya no es recuperable.  Pero al fin y al cabo las grandes aportaciones artísticas y literarias salían indemnes, estaban al alcance de todos como material para la reconstrucción: «la alta cultura europea como fuente de dicha identidad».

Todo esto lo menciona el autor en el epílogo, ya sin posibilidad de ulterior desarrollo. En un artículo reciente sobre la misma cuestión («Volver a pensar el espíritu europeo»), Figes matiza mucho ese planteamiento: vuelve a ponderar la trascendencia del gran legado cultural del siglo XIX, en el sentido de que no es despreciable como germen o punto de partida del renovado impulso europeo de nuestra época, pero lo termina relativizando en este contexto —nuestro tiempo— que presenta nuevas sensibilidades y nuevas necesidades. El Himno a la alegría, argumenta, fue el símbolo inspirador de la unidad europea y hasta resultó muy apropiado para celebrar la caída del Muro de Berlín. Pero hoy es visto por muchos como expresión de una cultura elitista y un remoto pasado. La mayoría de los europeos, dice, «se identifican mucho más con Beyoncé que con Beethoven». Y una cosa más y no precisamente secundaria: a estas alturas del siglo XXI ya no tiene sentido una identidad específicamente cultural y mucho menos basada en la alta cultura clásica. Es imprescindible el impulso político. Solo que aquí la pescadilla se muerde la cola o tropezamos otra vez —van más de dos— con la misma piedra: el ideal europeísta vuelve a sufrir los embates de un renovado impulso nacionalista de los Pirineos a los Urales. Después de tantas vueltas y tantos años perdidos, me temo que estamos nuevamente en la casilla de salida. Y con entusiasmo digno de mejor causa, seguimos empeñados en cometer los mismos errores.

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