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En pleno estalinismo 

Iron Curtain: The Crushing of Eastern Europe 1945-1956

Anne Applebaum

Londres, Allen Lane, 2012

512 pp. £25

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El libro de Anne Applebaum se abre con un grupo de mujeres en la ciudad polaca de ?ód? y se cierra con otro. Les separan los cuarenta y cinco años transcurridos entre el final de la Segunda Guerra Mundial y la aparición de una Polonia libre, no comunista. Pero las mujeres más jóvenes han decidido empezar de nuevo en el punto en que lo habían dejado sus mayores, y evitar sus errores.

En 1945, la principal estación de tren de ?ód?, al igual que la mayoría de las estaciones polacas, estaba atestada de refugiados desesperados. «Madres hambrientas, niños enfermos y, en ocasiones, familias anteras acampaban en mugrientos suelos de cemento durante días y días, esperando el próximo tren en que poder montarse. Las epidemias y la inanición amenazaban con acabar con ellas». Pero la Liga Kobiet –la Liga de las Mujeres Polacas– acudió en su rescate. Integrada por voluntarias, la liga preparó un refugio con comida, medicinas y mantas. «Toda aquella que tenía un minuto libre, ayudaba», le dijo una de sus miembros a Applebaum. Cinco años después, la Liga de Mujeres se había metamorfoseado en una claque política en el nuevo Estado comunista. Sus miembros hubieron de participar por toda Polonia en desfiles políticos, firmando peticiones contra el imperialismo yanqui y celebrando el cumpleaños de Stalin. Incluso en el seno del régimen existían recelos contra la Liga por su dogmatismo; aún en fechas tan tardías como los años setenta, cuando la mayor parte de los comunistas polacos se habían vuelto cínicos en relación con su futuro, sus siniestros dirigentes seguían aferrándose a un estalinismo de hormigón armado.

Cuando el sistema finalmente se derrumbó y murió, y volvió una democracia a trompicones, la desacreditada liga parecía estar asimismo muerta. Pero, a finales de los años noventa, un grupo de mujeres de ?ód? decidieron revivirla como una institución benéfica independiente. La transición al capitalismo estaba creando nuevas miserias y nuevas necesidades; la renacida liga ofrecía asesoramiento legal gratuito, ayuda a madres solteras y clínicas para tratar el alcoholismo y la drogadicción. En la actualidad, la liga vuelve a no tener carácter oficial, es autónoma, está gestionada por voluntarias y se financia no con subvenciones del Estado, sino con donaciones privadas, a menudo de propietarios de las fábricas textiles en la ciudad. Algunas de las integrantes que habían estado en activo durante la época comunista dijeron a Applebaum que, sin la política, «quizá podrían realmente hacer algo útil».

Si este libro inteligente y fiable cuenta con un principal tema conductor, no es «la muerte de la democracia» o las trampas de la policía secreta cuando la Unión Soviética impuso sus regímenes satélites en el Este de Europa Central. Se trata más bien de la pérdida de la iniciativa privada. Aunque no hace profesión explícita de su falta de fe en el «gran gobierno», puede percibirse cómo Applebaum abriga una profunda desconfianza neoliberal hacia los Estados del bienestar, y no sólo hacia los comunistas. Utiliza la expresión «sociedad civil» en su sentido gladstoniano: la red de asociaciones no oficiales de un país, desde clubes de ajedrez hasta criadores de búhos o sindicatos, pasando por la Liga de Mujeres en ?ód?. Por todas partes en Europa del Este, una vez que amainó la oleada de violaciones y saqueos protagonizados por el Ejército Rojo, las nuevas autoridades comenzaron a movilizarse contra los «activistas civiles» y las «asociaciones libres», encauzándolos –a veces rápidamente, a veces con gran cautela a lo largo de los años– en un puñado de asociaciones oficiales autorizadas y supervisadas por el Estado y dirigidas por personas nombradas por el Partido Comunista.

Applebaum escribe de forma memorable sobre la «soledad radical» que nace de la sensación de que la civilización se ha derrumbado

En la zona soviética de Alemania, el equipo comunista que había traído Walter Ulbricht de Moscú se movilizó de inmediato contra un grupo antifascista de jóvenes en Neukölln, en Berlín, que se habían puesto voluntariamente a recoger escombros y a organizar suministros de alimentos y agua. Ulbricht arguyó que el grupo no era más que una tapadera para nazis recalcitrantes y dio comienzo a la construcción de un solo movimiento juvenil unificado y controlado por el régimen. En Polonia, la YMCA (Asociación Cristiana de Jóvenes) era una de las muchas asociaciones cuya autonomía resultaba ofensiva (vándalos del Partido destrozaron su colección de discos a martillazos). En Hungría, el ministro del Interior, László Rajk (que sería víctima posteriormente de un infamante juicio ejemplarizante) prohibió sólo en julio de 1946 mil quinientas organizaciones no oficiales, incluida la Asociación de Trabajadores del Tabaco Democristianos. Applebaum piensa que esta paranoia era una importación de la Unión Soviética en sus primeros años, dada la insistencia bolchevique y leninista en que todas las asociaciones independientes eran en realidad políticas. Afirma que, «aun para los marxistas ortodoxos, el libre comercio era preferible a la asociación libre […]. Esto puede predicarse de la época de Lenin, de la época de Stalin, de la época de Jrushchov y de la época de Brézhnev. Aunque cambiaron muchas otras cosas, la persecución de la sociedad civil prosiguió tras la muerte de Stalin hasta los años setenta y ochenta».

La autora continúa argumentando que ésta era la prioridad suprema del poder para los regímenes satélites que fueron incorporándose a la órbita soviética. «Al igual que en la Rusia posrevolucionaria, la persecución política de los activistas cívicos en Europa del Este no fue sólo anterior a la persecución de los propios políticos, sino que también se antepuso a otros objetivos soviéticos y comunistas». Es mejor no tomarse esta observación al pie de la letra. El libro de Applebaum muestra que los nuevos regímenes habían de lidiar con adversarios mayores y más peligrosos que los activistas civiles, y vencerlos antes de pasar a otros «objetivos». El Telón de Acero se divide en dos períodos, y en el primero de ellos –de 1944 a 1949, aproximadamente– las nuevas “Democracias Populares” estaban enfrentándose no sólo a un furioso patriotismo y a los tradicionales sentimientos antirrusos, no sólo al antagonismo de enormes masas de campesinado bajo la influencia vaticana, sino también, en el caso polaco, a la resistencia armada en los bosques de partisanos endurecidos por la guerra.

Como ya mostró Gulag (2003), Applebaum es una historiadora con una compulsión por la imparcialidad. Presta una seria atención a los motivos de individuos y movimientos por los que no siente ninguna simpatía, incluso cuando deja traslucirse esto último. Aquí realiza un imaginativo esfuerzo para comprender por qué muchas personas de Europa del Este –si bien siempre una minoría– se mostraron dispuestas a aceptar la idea de una transformación liderada por los comunistas. Hay que recordar el contexto. Indaga en el aspecto que debía tener ese aterrador «paisaje después de la batalla» y la sensación que ello producía: las ciudades masacradas; decenas de millones de hombres, mujeres y niños vagando sin rumbo, lejos de sus casas; soldados extraños aporreando las puertas. Pero describe también un vacío moral: antiguas certezas y orgullos que habían dejado de estar ahí. La guerra y la ocupación en todos estos países –el terror, los saqueos y los robos, la vida en la ilegalidad, la brutalización– dejaron un vacío, no una sensación de victoria. Applebaum escribe de forma memorable sobre la «soledad radical» que nace de la sensación de que la civilización se ha derrumbado, que los dirigentes han demostrado no servir de nada, que el país ha fracasado a la hora de proteger su honor y a su pueblo. De gran parte de lo que había ocurrido –y con los soldados extranjeros merodeando podía seguir estando sucediendo– no podría hablarse durante muchos años. «Esta combinación especialmente poderosa de emociones –miedo, vergüenza, rabia, silencio– contribuyó a sentar las bases psicológicas para la imposición de un nuevo régimen».

Pero, además de la psicología (podría haber añadido Applebaum), había líneas de argumentación racionales, patrióticas, que resultaron atractivas para muchos. Parecía que únicamente las políticas radicales y revolucionarias podrían industrializar a Europa del Este a una escala que comenzaría a sacar a la sobrepoblación rural de paisajes escuálidos, descalzos, analfabetos, y proporcionaría a estos países el músculo económico para hacer de su independencia una realidad política. Se trataba básicamente de un programa nacionalista, pero que en la década de 1930 podría parecer encaminado hacia el marxismo revolucionario. Ningún gobierno liberal-democrático del tipo de los existentes antes de la guerra, ni siquiera el régimen con planificación estatal que había proporcionado a la Polonia de entreguerras algo parecido a una base industrial, parecía capaz de llevar a cabo semejante metamorfosis radical.

Pero, antes de cualquier metamorfosis, los nuevos regímenes tenían que asentarse. En los primeros cuatro años, coaliciones de «fuerzas democráticas» formaron gobiernos. Los ministerios de Defensa e Interior quedaron firmemente en manos comunistas y la policía secreta –modelada a partir del ejemplo soviético– entregaba sus informes directamente al Partido y no a los ministros. En Hungría, con ayuda del Ejército Rojo, hasta doscientas mil personas fueron deportadas a campos de trabajo y de prisioneros soviéticos a partir de 1945, mientras que cuarenta mil funcionarios de gobiernos anteriores fueron encarcelados en el interior del país. El Partido de los Pequeños Agricultores seguía siendo oficialmente el socio gubernamental mayoritario, pero sus miembros estaban siendo torturados con vistas a amasar pruebas para ser juzgados por una «conspiración fascista». En la zona soviética de Alemania, en un período en el que los partidos no comunistas eran aún legales, alrededor de ciento cincuenta mil personas fueron enviadas a campos de trabajo por las autoridades soviéticas (y alrededor de un tercio murieron allí).

Y, sin embargo, como muestra repetidamente Applebaum, estos regímenes estaban convencidos de que eran populares. Los acuerdos que firmó Stalin en Yalta con Occidente les obligaban a celebrar elecciones y consultas democráticas y –sorprendentemente– se mostraron confiados en ganarlas: «La Unión Soviética y sus aliados en Europa del Este pensaban que la democracia operaría en su favor». Los dirigentes comunistas de Polonia Boles?aw Bierut y Jakub Berman se quedaron por ello estupefactos cuando perdieron un referéndum torpemente planteado en 1946. No fueron sólo los obreros y los campesinos, que se suponía que habían de estar agradecidos por las nacionalizaciones y la reforma agraria, quienes votaron en su contra: incluso los votantes de la policía dejaron de cumplir con su obligación. Los resultados se falsearon convenientemente. Pero el trauma supuso que se generalizó la violencia en contra de los votantes en las elecciones generales celebradas seis meses después. En Berlín, las elecciones de 1946 vieron cómo los socialdemócratas aplastaban al Partido de Unidad Socialista (comunista). En Hungría, los Pequeños Agricultores ganaron las elecciones de 1945 antes de ser aterrorizados hasta su extinción en el curso de los dos años siguientes.

Tras estas desilusiones, los regímenes comunistas dejaron a un lado todo comedimiento. En 1947, la oposición que se mostraba eficaz como tal había quedado desmembrada en todas partes y los dirigentes comunistas confiaban en que podrían «derrotar al enemigo» tanto en casa como en el extranjero. Los métodos y la retórica se endurecieron. La Guerra Fría estaba intensificándose, aunque –como subraya Applebaum– existe constancia más que suficiente del avance de la flagrante tiranía estalinista y la sensación de una crisis cada vez mayor mucho antes de la fundación en 1947 del Cominform, sucesor del Comintern antes de la guerra, o del Bloqueo de Berlín en 1948.

¿Por qué se produjo este cambio? En varios momentos, Applebaum da a entender que el sueño de la revolución mundial, la «sovietización» plena de Europa del Este y de otros países, no había abandonado nunca la mente de Stalin aun después de que hubiera adoptado la estrategia defensiva del «socialismo en un solo país». En 1944, con el Ejército Rojo avanzando por Europa Central, el Kremlin llegó a la conclusión de que «la revolución internacional no había quedado abandonada. Había quedado simplemente pospuesta. Y en 1944 la Unión Soviética estaba preparándose para retomarla». ¿Stalin liberando a su Trotski interior? Esta interpretación sólo encaja con las ideas –ahora seguramente desechadas– de que los dirigentes soviéticos tenían puesta la vista realmente en el Atlántico, con el Bloqueo de Berlín como un audaz paso en pos de su objetivo. Pero Stalin no tenía ninguna intención de iniciar otra guerra; fueron necesarias dos superpotencias para crear una Guerra Fría a partir de mutuas y erróneas percepciones de amenaza. El relato de Applebaum no reconoce que Estados Unidos contribuyó también a la división de Europa, por medio de su política de establecer un cortafuegos a lo largo del continente que el comunismo no podía cruzar (un subtexto del Plan Marshall, por ejemplo). De manera más convincente, atribuye el endurecimiento en Europa del Este a una conciencia de fracaso cada vez mayor: económico, social, político. Los «pequeños Stalins» locales habían intimidado o aniquilado a sus enemigos: ahora sus amos soviéticos se mostraban impacientes de percibir signos de logros positivos.

Pero en este período, el que Applebaum llama el «pleno estalinismo», los «logros» socialistas no lograron materializarse. Los grandiosos «planes» soviéticos (cuatrienales, sexenales) acababan en estadísticas poco fidedignas y avalanchas de bienes industriales pesados fabricados para cumplir con los objetivos de producción y no de resultas de una necesidad o una demanda perceptible. Poblaciones hastiadas cobraron conciencia de que su nivel de vida estaba viéndose sobrepasado por el del Occidente capitalista. Con el mercado de los consumidores ignorado, empezó a ponerse claramente de manifiesto la escasez desesperada de viviendas, de bienes domésticos y, con frecuencia, también de alimentos. Más serio incluso, desde el punto de vista soviético, fue el fracaso de la transformación socialista a la hora de producir un proletariado nuevo y fiable. Los regímenes emprendieron entonces la colectivización de la agricultura de acuerdo con los patrones soviéticos, que adoptaban supuestamente la forma de felices colaboraciones entre trabajadores rurales que multiplicaban la producción con una maquinaria moderna. Pero el resultado fue más a menudo el estancamiento, el desaprovechamiento y la negligencia. Los dirigentes polacos, después de recibir estruendosas reprimendas de Moscú, no hicieron más que un mínimo gesto hacia la colectivización. Sabían de lo que eran capaces los campesinos polacos cuando se les provocaba, de modo que los dejaron tranquilos con sus caballos en sus pequeños campos arados. Del mismo modo, los estalinistas polacos evitaron una colisión frontal con la Iglesia católica más poderosa y fanáticamente patriótica de Europa. El primado, el cardenal Wyszy?ski, sufrió sólo tres años de arresto domiciliario monástico y no llegó a ser nunca juzgado.

Applebaum da a entender que la «sovietización» plena de Europa del Este y de otros países no había abandonado nunca la mente de Stalin

Fue en este período cuando Stalin y sus jefes de policía organizaron los juicios ejemplarizantes de Europa del Este en los años cincuenta. Los juicios y las ejecuciones de dirigentes comunistas –Rajk y sus camaradas en Hungría, Rudolf Slánský y sus colegas en Checoslovaquia– fueron sólo los acontecimientos más espectaculares en medio de este terror generalizado, que habría de perdurar hasta la muerte de Stalin en 1953. (Una vez más, Polonia no formó parte del desfile. El anterior jefe del Partido, W?adys?aw Gomu?ka, fue identificado por los soviéticos como la víctima propiciatoria, pero su juicio fue hábilmente postergado hasta que el cambio de liderazgo en Moscú hizo que resultara innecesario.) ¿Por qué eran estos juicios tan importantes para el Kremlin cuando resultaban tan dañinos para el comunismo mundial debido a sus pruebas grotescas, sus falsas confesiones y su antisemitismo paranoico? Applebaum sugiere algunas razones: tapar el fracaso económico culpabilizando al sabotaje extranjero, o dramatizar las virtudes de los nuevos dirigentes del Partido. Pero la verdad parece radicar en que los juicios –modelados muy de cerca a partir de las horribles farsas celebradas en el Moscú anterior a la guerra– nacieron exclusivamente en la voluntad enfermiza de Stalin. Sin la gestión soviética en la práctica a cargo de equipos de interrogadores de Moscú, ninguno de los regímenes satélites habría dado el paso de perseguir a adversarios no comunistas, reales o imaginados, a incriminar a los dirigentes de su propio partido como traidores trotskistas y sionistas.

El precario deshielo que llegó tras la muerte de Stalin acabó en violencia y tragedia. El levantamiento de los obreros en Alemania del Este en junio de 1953 se vio seguido en 1956 por «el octubre polaco», la sublevación que puso fin a la gestión soviética directa del país y que compró a los polacos unos cuantos años de relativa libertad del terror policial y la sofocante censura. En Hungría, el ejemplo polaco dio lugar en cuestión de días a la incontrolable explosión del alzamiento de Budapest.

Applebaum se muestra muy perspicaz en su análisis de cómo el miedo fue desapareciendo lentamente en ese intervalo, al tiempo que un nuevo descontento empezaba a preparar el cambio. Es excelente su exposición de los contrastes entre el Festival Mundial de la Juventud en Berlín Oriental en 1951 y el que se celebró en Varsovia en 1955. El evento alemán, con sus desfiles masivos y sus marchas iluminadas por antorchas despertando incómodos sentimientos entre algunos delegados extranjeros, fue «el cenit del pleno estalinismo». Pero el festival de Varsovia se convirtió en un momento de dichosa liberación, ya que Polonia se abría al mundo –descubriendo su música, sus ropas juveniles, su optimismo y su risa– por primera vez desde 1939. Un director de cabaret recordaba que «de repente todo se había vuelto de colores, de una manera que era increíblemente antisocialista […] sin avisar, habían dejado a una multitud de extraños multicolores entrar en la gris Varsovia». Políticamente, ya nada volvería a ser igual.

Tras las revoluciones de 1956, pero más allá del alcance de este libro, llegaron las largas décadas de declive cuando los regímenes de Europa del Este se pusieron a la defensiva. Justificaron su existencia con hueras pretensiones de estar «superando a Occidente» en una rama u otra de la economía, o cultivando diversas variedades de falso patriotismo. El entusiasmo y la convicción de los años estalinistas eran demasiado penosos de recordar, cargados como estaban de recuerdos de terrorismo de Estado y humillación nacional. Y, sin embargo, el entusiasmo, la fe en que podrían acabar con el capitalismo y el feudalismo y provocar la llegada de un nuevo orden mundial socialista era la única legitimidad a que podían haber aspirado los nuevos liderazgos comunistas de Europa del Este. Cuando fracasó el estalinismo, como ya había hecho de forma ostensible hacia 1948, estos regímenes decayeron hasta convertirse en Estados policiales fuertemente armados cuya única ideología era la supervivencia.

Eran crueles, ineficaces y cada vez más corruptos. Pero todos (Alemania del Este más a regañadientes que ningún otro) renunciaron a la ambición estalinista de movilizar las vidas privadas de sus ciudadanos. Seguían requiriendo obediencia y conformidad en público, haciendo brevemente acto de presencia con otros colegas el 1 de mayo para el desfile o evitando comentarios críticos sobre la Unión Soviética en la cola del autobús. Pero una vez en casa, la vida privada –aburrida, alcohólica, burguesa incluso– era asunto de cada cual. Llamar a estos regímenes totalitarios parece exagerado; su grado de control era en exceso parcial, su autoridad estaba salpicada de agujeros. ¿No podría utilizarse mejor el término para describir a sus predecesores, los Estados partidistas estalinistas del libro de Applebaum que gobernaron en Europa del Este durante los primeros diez años posteriores a la guerra?

Ella se muestra cautelosa en este sentido. Tras admitir que el adjetivo se ha diluido tanto que puede ser poco más que una palabra ofensiva que se lanza a cualquier gobierno rival, Applebaum insiste en que es «más que un insulto impreciso. Históricamente, ha habido regímenes que aspiraban a un control total». La autora de Iron Curtain se refiere al «todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado» de Mussolini. Y esa era ciertamente la aspiración del enorme aparato de seguridad soviético que penetró en Europa del Este con el Ejército Rojo y los dirigentes del Partido locales formados en Moscú. El NKVD (posteriormente, el KGB) transmitió a las fuerzas de la nueva policía secreta la idea de que «cualquiera que no fuera un comunista era, por definición, sospechoso de ser un espía extranjero». Pero estos reclutas, como dice Applebaum, eran jóvenes, a menudo carecían de educación y procedían de entornos rurales pobres: eran cualquier cosa menos sofisticados espías. La credulidad de ese tipo no se extendía a los estamentos más altos del Partido y, de hecho, una de las cosas más sorprendentes de las grandes figuras estalinistas es cuán oportunistas, carentes de principios, adaptables y abiertas al compromiso se volvieron en años posteriores, cuando las cosas empezaron a irse a pique. Los comunistas «revisionistas», por otro lado, fervientes reformistas que se mostraban preocupados por los «alejamientos de las normas leninistas», resultaron ser a menudo desastrosamente inflexibles.

De modo que, aun en estos años de la posguerra, «totalitario» describía los objetivos oficiales más que la realidad. Los gobernantes de Polonia sabían que nunca estarían en disposición de romper el poder de la Iglesia católica a nivel parroquial o de expropiar a los granjeros, y mostraron una típica flexibilidad estalinista al rehuir la confrontación. Tampoco las poblaciones de Europa del Este interiorizaron los «objetivos oficiales» que les remachaban incansablemente. Se empleó una energía enorme en la formación ideológica de la «juventud». Pero nada de ello dejaba a los jóvenes la más mínima huella y eso constituye una de las enseñanzas aleccionadoras de los últimos cien años, ya que la ideología esquiva a los jóvenes igual que el agua al dorso de un pato, siempre y cuando, eso sí, se le permita al pato batir sus alas. En 1945, los aliados contaban con enfrentarse a una fanática resistencia de hombre lobo por parte de los jóvenes alemanes endurecidos por doce años de propaganda nazi. Lo que hicieron, en cambio, fue correr a abrazar a los tanques estadounidenses pidiendo chicle y jazz. A los escolares polacos se les enseñaron versiones de la historia nacional distorsionadas por el Partido y recitaban poemas de gratitud al supremamente sabio Iósif Stalin, pero en casa –una vez que podían confiar en que se comportarían con discreción– los padres les sacaban de su error. La República Popular de Polonia montó una campaña enormemente minuciosa (examinada con brillantez por Applebaum) para infiltrarse, minar y posteriormente integrar a los movimientos de los scouts y las muchachas guías, que en este y en otros países de la región se habían convertido en milicias juveniles patrióticas (y piadosas). Todo lo que consiguieron las autoridades fue la creación de una identidad esquizoide: Pioneros obedientes al estilo soviético en la superficie, y audaces colaboradores de la oposición siempre que estallaban protestas de calado en las calles.

Los verdaderos retos para el comunismo en sus versiones de Europa del Este procedieron de aquellos que se lo tomaron en serio. No fue ninguna coincidencia que los apasionados cuadros jóvenes del estalinismo que aparecen en el libro de Applebaum, dando caza a todo vestigio de pensamiento burgués, se convirtieran con frecuencia en los heroicos y a la postre victoriosos dirigentes de la oposición en la siguiente generación. Sus textos marxistas-leninistas habían enseñado a estos intelectuales que las auténticas revoluciones empezaban con la clase obrera industrial. De modo que cuando lo que se había mantenido en secreto empezó a salir a la luz en Pozna? y Budapest en 1956, en Checoslovaquia en 1968, en Polonia en los años setenta y ochenta, fue a las fábricas adonde acudieron con visiones que enlazaban el control de la producción por parte de los trabajadores con la libertad de asociación y el final de la censura.

Applebaum es injusta cuando sugiere que los que aceptaron las reglas comunistas para la sociedad civil eran «colaboradores “a su pesar”»

Hace mucho que han desaparecido estos regímenes, al igual que lo han hecho aquellos nobles sueños de autogestión de los trabajadores. (¿Quién se acuerda de que Solidaridad era un sindicato vinculado al anarcosindicalismo?) Pero Applebaum tiene razón al dejar constancia de las maneras en que el sistema se saboteaba a sí mismo. Las fantasías totalitarias de control mantenían a estas sociedades en una situación permanente de emergencia. «Ninguno de los regímenes parecía darse cuenta de que eran inestables por definición», escribe. «Al intentar controlar todos y cada uno de los aspectos de la sociedad, los regímenes habían convertido cada aspecto de la sociedad en una forma de protesta potencial». Quienquiera que formara un club de ajedrez independiente o una asociación de trenes en miniatura pasaba a convertirse en un enemigo potencial del Estado.

Aquí, una vez más, la clarividencia de Applebaum respecto al modo en que las dictaduras vacían a la sociedad civil vuelve a conducirnos a su desconfianza respecto al Estado propiamente dicho. «En la década de 1950», se lamenta, «la mayoría de la gente de Europa del Este trabajaban para el Estado, vivían en pisos de propiedad estatal y mandaban a sus hijos a colegios estatales. Dependían del Estado para su asistencia sanitaria y compraban comida en tiendas de propiedad estatal». Sustitúyanse las tiendas estatales por las cooperativas y esto constituye una descripción precisa de cómo vivía en esa misma época la gente –por ejemplo– en Escocia (la proporción de casas de propiedad privada en relación con el número total era realmente más bajo que en la Hungría comunista). Lejos de considerarse una vida anodina, aquello se recuerda con una intensa nostalgia. Y combinar estalinismo y socialdemocracia de este modo emborrona la gran diferencia: el tema de la libertad. Los directores de Daily Record no eran arrestados por criticar al gobierno y los pocos centenares de escoceses que podían permitirse pagar las tasas de los colegios privados eran libres de hacerlo.

«Colaboración» es una palabra imponente, en el sentido que tuvo en la Segunda Guerra Mundial, y Applebaum –aunque elige sus palabras con cuidado– es injusta cuando sugiere que todos aquellos que aceptaron las reglas comunistas para la sociedad civil eran «colaboradores “a su pesar”». Después de describir el modo en que los pequeños impresores de Alemania del Este se sometieron a las directrices soviéticas sobre lo que podían o no podían imprimir, escribe que cada uno de ellos había «contribuido de algún modo a la creación del totalitarismo. Así hicieron todos aquellos que soportaban un curso universitario de marxismo-leninismo a fin de lograr un título de doctor o ingeniero; todos aquellos que entraban a formar parte de un sindicato de artistas a fin de ser pintores».

¿Dónde, dentro de esa definición, acababa la «colaboración» y comenzaba el normal «arreglárselas» schwejkiano? Una de las mejores cosas de Iron Curtain es la cantidad ingente de entrevistas y anécdotas personales de que hace acopio Applebaum, algunas de las cuales cuentan una historia menos enjuiciadora. Dedica, por poner un solo ejemplo, una larga y fascinante sección a Wanda Telakowska, una diseñadora entrañable pero decididamente no comunista en la tradición del arte y la artesanía polacas. La patriótica Telakowska se unió al nuevo régimen después de la guerra con objeto de proporcionar a las fábricas polacas diseños de productos de primera clase: «La belleza es para todos los días y para todo el mundo». Su Oficina para la Supervisión de la Estética de la Producción fue un gran éxito en todos los sentidos excepto en uno: las fábricas pensaron que sus brillantes sugerencias eran demasiado caras y no las utilizaron. Más tarde, parece, Telakowska y su interés por el arte folclórico quedaron trasnochados y sus propuestas fueron rechazadas por una generación posterior como estalinistas. Y, sin embargo, luchando con tanta valentía como lo hizo, no fue jamás lo que entendemos por una «colaboradora». Los años estalinistas fueron duros y, a la postre, estériles. Pero personas como Telakowska conservaron de algún modo la idea de que una sociedad podía explotar sus propias tradiciones a su manera, y crear un «espacio auténtico», un enclave de independencia, como así lo hizo. Nada acababa de ser «total» en Europa del Este, excepto para las ilusiones de unos gobernantes que pensaban que sus súbditos acabarían un día dándoles las gracias.

Neal Ascherson fue entre 1963 y 1969 corresponsal en Europa Central de The Observer. Es autor, entre otros libros, de The Struggles for Poland (Londres, Michael Joseph, 1987), Black Sea: The Birthplace of Civilisation and Barbarism (Londres, Jonathan Cape, 1995) y Stone Voices: The Search for Scotland (Londres, Granta, 2002).

Traducción de Luis Gago
      © The London Review of Books
         www.lrb.co.uk

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