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¿De dónde surge lo espiritual?

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Digamos, primero, que espiritual no es realmente una palabra, ni un concepto, sino un rizo que asciende, un movimiento, una luz. El espíritu es aquello que huye de la materia porque es demasiado sutil y no puede quedar retenido en lo espeso. Así el espíritu del vino, que es incluso más sutil que el aire. El espíritu es el perfume, pero también el sentido de las cosas. El «espíritu de la ley» es ese perfume que a veces se desprende del lenguaje: su sentido. Cuando las palabras tienen sentido tienen espíritu, y entonces «están vivas». No son sólo palabras, sino que significan algo para mí, para otro.

Una de las más inspiradas frases de san Pablo afirma que no sólo debemos entender las palabras, sino también su espíritu. No es el profeta el que habla, sino el escritor. Esto quiere decir entender para qué fueron puestas en ese lugar, quién las puso y para qué. Es imposible comprender el verdadero espíritu de las palabras si no sabemos quién las dijo, cuándo, a quién y con qué intención. Tomemos frases como «pienso, luego existo», «el amor todo lo cree», «es la hora del baño», «paso es el paso del mulo en el abismo», «amor, no seas» o cualquier otra que podamos encontrar en un texto que consideremos admirable. Si no sabemos de qué siglo viene la frase, en qué país se dijo, si era por la mañana o al atardecer, si había olor de granadas o de enebro alrededor, si el que habla estaba solo o rodeado de amigos y mujeres, si era feliz o estaba en la cárcel, no podremos captar su espíritu.

Las palabras, todas las palabras, se pronuncian con una intención. La intención es su espíritu, su perfume.

Lo espiritual es, entonces, la parte viviente de algo, pero también la parte invisible. Invisible, sutil como es, aparece, sin embargo, tenazmente unido a las cosas. Los que oponen el espíritu a la materia nunca logran explicarse por qué el espíritu es siempre representado como una mujer desnuda, como un hombre herido, como un animal salvaje, como un monstruo o como un fenómeno natural. En realidad, separar el espíritu de la carne es imposible. El espíritu no es una abstracción ni una idea separada de las cosas, porque no puede haber nada real separado de las cosas. Cuando quieren representar lo espiritual, los poetas y los místicos siempre hablan de vino, de rosas, de enamorados, de animales felices, de danzas, de besos, de cuerpos desnudos, de una muchacha con alas, de un río, de un árbol con frutos dorados, de un pájaro, del mar.

Las cosas hermosas ejercen sobre nosotros una enorme fascinación. Tomemos una rosa, por ejemplo, un maravilloso ejemplar de esos que sólo encontramos en las rosaledas y que imaginamos creado a lo largo de años de intensos domingos por algún vicario de Cheltenham o de Tewkesbury. Las rosas modernas son maravillosamente grandes y complicadas, y recuerdan al sexo femenino, pero también la boca de las mujeres y sus párpados, así como al sol, un rostro, un ojo, un laberinto, el mundo, un jardín, el paraíso, cerrado siempre, inalcanzable. Párpado, labio, vulva, laberinto, todo ello transformado de la manera más elegante y delicada y dotado del aroma más delicioso que uno pueda imaginar. El color de los pétalos de las flores capta la luz del sol con una intensidad que contradice la termodinámica, porque la flor siempre parece emitir mucha más luz que la que recibe. Y este fenómeno de perfume, suavidad, color, luz, seducción, de pronto se convierte para nosotros en una intuición espiritual. Frente a una rosa nos sentimos como frente a la entrada de un mundo nuevo, ante una forma distinta de entender la realidad. Las cosas corrientes y vulgares de pronto nos parecen intolerables, porque una luz nueva ha entrado en el mundo. Ahora querríamos que todo fuera como las rosas, comenzando con nosotros, con nuestras manos, con nuestras palabras, con nuestras almas, y sentimos la aguda nostalgia de un lugar perdido. ¡Y todo por un color, por un perfume!

¿Tanto pueden los colores y los perfumes?

Son precisamente los colores y los perfumes lo que nos traslada hacia lo espiritual.

Sumemos la música a esta tríada.

Pensemos en la Pasión según san Mateo, en la Novena Sinfonía, en el Requiem de Mozart. ¡Obras serias, grandiosas, sublimes! No, no necesitamos llegar tan lejos. Pensemos en un vals de Strauss, o en una opereta, o en los Liebeslieder Walzer de Brahms, en música frívola, poco profunda, sentimental, para todos los públicos. ¿Cómo es posible que escuchando, por ejemplo, Rosas del sur de Strauss o uno de esos valses que Schubert escribía como rosquillas y que sólo tienen tres acordes, como el rock and roll, o en el Vilja-Lied de La viuda alegre comencemos de pronto a sentir el misterio de la existencia y la existencia como un misterio? ¿Por qué un pasodoble o un bolero pueden llevarnos hasta las lágrimas?

Uno de los grandes misterios de la música es El caballero de la rosa, de Richard Strauss. Wilhelm Furtwängler aseguraba que no era una obra muy valiosa, y es cierto que esta ópera parece a menudo más cerca de La viuda alegre que, ciertamente, de Tristán e Isolda. Y sin embargo, al oír esta música, sentimos que estamos en presencia de un gran misterio espiritual. ¿Cómo es posible? ¿Por qué? La escena de la presentación de la rosa, por ejemplo, o el aria del tenor italiano, o el terceto final, son momentos de una belleza tan acendrada que al escucharlos comenzamos a sentir esa misma mezcla de angustia y nostalgia, de deseo y paraíso perdido, que nos producía el perfume y el color de las rosas. ¿Por qué? A causa, precisamente, de su intensa belleza. Es la belleza lo que nos lleva a lo místico.

Octaviano, un joven caballero, va a casa de Sophie a entregarle una rosa de plata que simboliza la petición de su mano por parte de un viejo barón, Ochs, un aristócrata brutal y libidinoso. La situación no tiene nada de sublime. La familia de Sophie, unos burgueses adinerados deseosos de relacionarse con las clases altas, están dispuestos a sacrificar a su hija y entregársela a un viejo juerguista. Pero entra Octaviano con su rosa de plata, le entrega la falsa flor a la joven y ella huele unas gotas del perfume que han puesto allí. Y canta: «Me recuerda a algo que fui yo una vez. ¿Qué lugar era ése? ¿Dónde estuve yo una vez?»

Es la belleza de esta melodía, precisamente, lo que nos lleva a la esfera de la espiritual. En esta escena, El caballero de la rosa parece entrar de pronto en la vibración de Tristán e incluso de la música del Viernes Santo de Parsifal. Sólo mediante el aroma de una rosa, y el recuerdo que trae, y la melodía que éste hace brotar.

Lo espiritual, por tanto, nada tiene que ver con la mortificación, ni con la renuncia, ni con la obediencia, ni con el celibato. Tiene que ver, en realidad, con la belleza. Cuando algo es bello, nos atrae. Cuando es muy bello, nos hace felices y nos hace desear reír, cantar y bailar. Si es todavía más bello, nos hará llorar y nos hará sentir tristeza. Y si, a pesar de todo, es todavía más bello, entonces nos hará sentir una elevación interior, un deseo de maravilla y de realidad, una necesidad de ser, de sentir y de vivir.

Los amantes de la belleza se sienten a menudo confundidos cuando la poesía, la música, la pintura, la danza, el teatro, les llevan a un territorio que ellos sienten como sagrado y del que no pueden hablar sin temblar. El jueves pasado hablaba Gustavo Martín Garzo en La Central de Callao, en Madrid, sobre los cuentos de hadas, y terminaba diciendo: «Para mí los cuentos de hadas son sagrados». Gustavo Martín Garzo habla desde lo sagrado, desde la belleza.

Hasta que no libremos a lo sagrado y a lo espiritual de las garras de la religión, no podremos reconquistar el país perdido.

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Ficha técnica

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