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Rincones de la memoria

Los días de Eisenhower

MANUEL RICO

Alfaguara, Madrid, 304 págs.

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La novela de Manuel Rico, galardonada con el XVII Premio Andalucía, tiene un título de los que atraen a primera vista, pues todo aquello que tenga atisbos históricos y referencia a los cuarenta años franquistas atrapa con fuerza la atención. Lo que no es poco en el abigarrado panorama expuesto en librerías y lugares ad hoc.Los días de Eisenhower no es novela que abuse de contenidos históricos y, aunque el título no engañe, Manuel Rico utiliza la presencia de Ike en su narración como hilo tenue para deslizar un argumento en el que predomina la sutileza. Siendo esta última, junto con su parienta próxima la elipsis –también utilizada en su novela por Manuel Rico–, razones de peso para no temer excesos contextualizadores por parte de un autor que sabe lo que tiene entre manos. Es decir, una historia del colofón de la posguerra, cuando el régimen de Franco está a punto de ser legitimado en memorable abrazo por un presidente militar y republicano (claro que republicano de los Estados Unidos, obviamente otra cosa). A tono con ello los niños que juegan en la Ciudad Lineal madrileña, y que jugando descubren hoyos enigmáticos, materiales explosivos, armas de fuego y –¿cómo no?– el amor, tienen poco que ver con las criaturas zarrapastrosas de las novelas de Juan Marsé. Y la alusión al escritor catalán no es en absoluto baladí, pues su influencia fluctúa sobre la novela de Manuel Rico. Diferencia: Marsé sitúa gran parte de sus acciones en la posguerra, de ahí la sordidez ambiental. El marco de Manuel Rico, al menos en esta historia, es el de la España en proceso de cambio, de ahí que su realismo huya del naturalismo que a veces apreciamos en Marsé. Por lo demás, el misterio que rodea a los personajes de Marsé también está presente en Rico, siendo así que el vagabundo –tan melancólico como fantasmal– de la novela del último podría haber salido de la pluma del primero. Y lo mismo se podría decir del periodista de sucesos y de la relación que éste mantiene con el padre del protagonista. Etérea resulta también la relación amorosa extraconyugal del padre de Diego Velarde, el héroe de la novela de Rico, protagonista y narrador en primera persona, con la fuerza y credibilidad que esto aporta, de la historia. Por creíble, incluso podrían personársele –a veces parecen introducidas con calzador– las reflexiones y citas culturales, sobre todo de poemas, que trufan con donaire la novela. Estas divagaciones a veces inciden en textos todavía por escribir, lo que se soluciona con la consabida fórmula «muchos años más tarde lo recordaría al leer…» (pág. 141), o similares. Lo cual, a pesar de estar un poco visto, no deja de tener su encanto. Como Manuel Rico explora los rincones oscuros de la memoria, no es gratuito depositar la palabra –y la mirada– en adolescentes, quienes más adelante podrán echar mano de la experiencia coaligada con la curiosidad, que algo así es –o podría ser– el proceso memorístico. Dwight Eisenhower no se deja ver en ningún momento, y sí su sombra alargada sobre «la fachada de la Torre de Madrid convertida en una inmensa valla publicitaria donde, en unas enormes letras en vertical, podía leerse "IKE" (pág. 95). Y todo resulta un poco como el paso fantasmal de los americanos al final de Bienvenido Mr. Marshall, o cuando quince o veinte minutos antes de la llegada de Franco echaban a los automovilistas a la cuneta. Elipsis, pues, y miradas de perfil y, además, alejadas. Y ello es algo que situar en el haber de Manuel Rico. Un autor que además nos beneficia dándonos las claves contextuales justas: Roberto Alcázar y Pedrín, Guillermo Brown, Doris Day y pequeños hitos de una historia de deducciones sentimentales con fondo decididamente político.

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