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De la tibieza

El Reino

Emmanuel Carrère

Barcelona, Anagrama

Trad. de Jaime Zulaika

520 pp. 24,90 €

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Autor de obras que sus editores denominan «novelas de no ficción», Emmanuel Carrère parece haber optado por escribir libros a medio camino entre el periodismo «íntimo» y la investigación sobre un «tema» general o particular. Son obras escritas en primera persona cuyo protagonista es el autor, aunque a veces no lo parezca, como es el caso de El adversario, crónica indagatoria acerca del insólito asesino Jean-Claude Romand, y de Limónov, biografía de un personaje con cuya peripecia, tan estrambótica como real, Carrère llega a identificarse igual que si se tratase de una novela. Para el presente relato, este escritor que ha hecho carrera como guionista en Francia, nacido en París en 1957, ha ensamblado dos elementos narrativos: uno biográfico, su período de creyente comentador del Evangelio de san Juan; y otro hagiográfico: las figuras del converso Pablo y de su discípulo Lucas. Si bien la primera parte («Una crisis») contiene la memoria de tres años de fervor cristiano y narra las circunstancias vitales de Carrère en París con cierto detalle, el grueso de El reino está dedicado a glosar y, en gran parte, imaginar las vidas del apóstol que inventó el cristianismo, así como del médico que captó en Macedonia y lo siguió en sus andanzas posteriores hasta convertirse en lo que el autor considera un verdadero «novelista» con su elegante relato de la vida de Jesús.

Cabe preguntarse, en primer lugar, si este planteamiento tiene suficiente consistencia para un libro de esta envergadura y si, aún más importante, la promesa de narrador que Carrère ofrece en el prólogo se cumple a lo largo del libro. Allí dice que no escribe «textos de ficción desde hace quince años», lo que confirma la sospecha de Borges de que cualquier texto de más de cien páginas es necesariamente autobiográfico. Pero este no lo es más que en una pequeña parte, a no ser que la interiorización que el autor hace de sus dos héroes del cristianismo primitivo pueda considerarse consustancial a la vida de Emmanuel Carrère. En efecto: tal identificación podría haber sido, a través quizá del estilo, el verdadero leitmotiv del libro que su autor soñaba escribir y que no consiguió del todo, como es natural. Sin embargo, sus mañas de guionista televisivo no le fallan. El parisiense logra en sus primeras cien páginas interesar al lector, sea creyente o agnóstico, en la peripecia de su fe, del encanto al desencanto religioso (este último, por cierto, se da por supuesto, como si fuera el estado natural de un escritor del pedigrí de Carrère). Los detalles biográficos le dan credibilidad: su crisis de escritor, la carga de la familia y su matrimonio infeliz suenan verídicos, aunque a veces oigamos en la lejanía las campanillas del escribidor condenado a su cansina tarea. Algunas intimidades nos hacen arrugar la nariz, como su gusto por la pornografía, igual que los símiles del cristianismo del siglo I con el comunismo soviético, pero esos chirridos estilísticos confirman el género «histórico», de crónica de «hechos» (los de Carrère, los de los apóstoles), pues la vida es así, una vergüenza para el estilo. De vez en cuando pensamos que la ficción de este libro de no ficción es precisamente su esqueleto: el mismo guión, la estructura. Y el resto, la encarnadura, es ante todo documentación sacada de otros textos (escogida y dosificada, sin duda, con elegancia), los cuales bien podrían ser ficción en algunos aspectos, o historia exagerada o amañada, si se quiere, como la crónica de Flavio Josefo sobre la guerra de los judíos, las cartas apostólicas o los mismos evangelios.

Lo que pudiera haber sido una indagación pura y dura de los orígenes de su fe, con toda la honestidad y la arqueología de que fuera capaz, se convierte en un cúmulo de notas que van perdiendo el hilo narrativo conductor inicial, notas y comentarios a caballo entre la historia y la filología, sin olvidar la crítica literaria, sobre la prehistoria del cristianismo. La ficción es aquí, por tanto, estructural: primero se da mucho relieve a los comentarios que cada día de fe el autor escribió sobre versículos del evangelio de Juan. Se nos da cuenta del desenterramiento de los cuadernos que los contenían y su lectura y cita para ilustrar el libro que el compasivo autor de Vidas ajenas quiere escribir sobre san Pablo y que, desde luego, no quiere que quede relegado a devotas librerías católicas (de ahí la necesidad de un ligero salpimentado de pornografía y estalinismo). Luego este motor narrativo se desdibuja, quizá debido a que no se nos explica dónde y cómo acaba toda esa beatería. Pues ejerce de punto de concentración la perplejidad, la proeza increíble de que la oscura leyenda de un gurú judío del reinado de Tiberio se haya convertido en la creencia religiosa mayoritaria en el mundo y haya durado sin merma de su poderío veinte siglos. El autor escribe al final del primer capítulo, a propósito de esa sorpresa de su conversión a principios de los noventa: «Es como si hubiese contraído una enfermedad –siendo así que, en realidad, no pertenecía a un grupo de riesgo– y su primer síntoma es que la tomo por una curación. Así que me propongo observar esa enfermedad. Redactar su crónica, la más objetiva posible».

Esa «observación» pasa del plano propio del autor al plano de su «proyección»: a Pablo, ese pecador judío enemigo acérrimo de los cristianos a quien un buen día se le aparece Cristo y le cambia la vida. Si la enfermedad de Carrère necesitó una convalecencia de tres años, la del judío le duró el resto de su vida. Tampoco se parece ese largo sarampión cristiano al que contrajo al final de la suya Philip K. Dick, uno de los escritores predilectos de nuestro autor y del que echa mano en cuanto puede. Tres partes de las cuatro que tiene el libro se dedican a la crónica de la «enfermedad» en sus primeros cuarenta años, desde la predicación de Pablo en Macedonia hacia el año 50 hasta que, en el año 90, Lucas se pone en Roma a escribir su versión de los hechos con la ayuda de las narraciones de Mateo y Marcos. A veces el fraseo de El Reino es brillante, las asociaciones sugerentes, las conclusiones ingeniosas; otras, no tanto. Y estas últimas sobre todo cuando aparece él, Carrère, el fervoroso agnóstico que aún no se explica cómo pudo escribir aquellos comentarios sobre Juan, del mismo modo que no se explica cómo Juan pudo escribir el Apocalipsis y más tarde su alegato antijudío en el cuarto evangelio. No sale de su perplejidad, y ha tenido más de quinientas páginas para encontrar alguna salida. El mayor descubrimiento de El Reino es el personaje de Lucas, la novela que hay en este libro, su vida más o menos inventada. Gracias a Lucas vemos a Carrère, no, por cierto, cuando mira el vídeo de la chica que se masturba o cuando se compra una casa en Patmos o se pega golpes en el pecho porque es «un hombre inteligente, rico, de posición». Vemos a Carrère en el Lucas escrupuloso y trepa, el que duda («Si uno es cristiano se pasa la vida renegando de Cristo»), el que arregla la realidad para causar un efecto o no hacer daño, en el célibe estoico que Carrère no pudo ser gracias a todas las Hélène de su vida.

En definitiva, ¿podemos recomendar este libro? Sí y no. Kafka, un judío, quería que la literatura fuese implacable, una puñalada en la espalda. Pero todos estamos tan lejos de él. Carrère se reconoce un tibio, alguien que no entrará en el reino de los cielos: «El Reino –escribe– es para los buenos samaritanos, las putas amorosas, los hijos pródigos, no para los maestros del pensamiento ni para los hombres que se creen por encima de los demás», es decir, los escritores, sin ir más lejos. Lo que me gusta de Carrère es que, como Lucas, como muchos de nosotros, piensa que «la verdad siempre tiene un pie en el campo del adversario». Me gusta ese Jesús original que nos coge a contrapié y que, al decir de Carrère, así nos conmina: «Amad a vuestros enemigos, alegraos de ser infelices, preferid ser pequeño que grande, pobre que rico, enfermo que sano». Me gusta que Carrère prefiera a Ernest Renan a Léon Bloy, aunque no esté de acuerdo. Me gusta que aquella inoportuna «enfermedad» no se le haya curado del todo, que sea como esa malaria contraída en cualquier lugar insalubre de Oriente y que vuelve de vez en cuando. Me gusta que, tras aquel crucero de san Pablo en sus prodigiosos años de beato, el autor de este libro vuelva al final a un escenario parecido, pero no que en la sonrisa de júbilo de una mongólica vislumbre «lo que es el Reino». Eso no. El Reino, es decir, el legado de aquel rebelde que se llamó el rey de los judíos, se parece más, como en un instante del final insinúa Carrère, a un enigma irritante, similar pero más severo e indescifrable que un koan de un maestro zen.

José Luis de Juan es escritor. Sus últimos libros son Campos de Flandes (Barcelona, Alba, 2004), Sobre ascuas (Barcelona, Destino, 2007) y La llama danzante (Barcelona, Minúscula, 2013).

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Ficha técnica

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