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Nuestro folclore americano

La calle Great Jones

Don DeLillo

Barcelona, Seix Barral, 2013

Traducción de Javier Calvo

296 pp. 19 €

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Don DeLillo (Nueva York, 1936) publicó La calle Great Jones, su tercera novela, en 1973, pero podría haberla escrito ahora, cuarenta años después, algo excepcional, porque la mayoría de la ficción narrativa, más perecedera, conserva como una lacra la huella de su tiempo: está fechada, es decir, pasada. No es el caso de Great Jones Street, las memorias de Bucky Wunderlick, una criatura que se define en primera persona: «Yo era un héroe del rock and roll». Estrella rota en plena gira con su grupo, Wunderlick padece «la tristeza de la fama enorme». Arrinconado por voluntad casi suicida o terminal en un apartamento de la calle Great Jones, en Nueva York, resiste al asedio de ejecutivos del espectáculo, colegas, periodistas y admiradores, y se enfrenta a la admiración amenazadora de la Comuna Agrícola del Valle Feliz. La Comuna, idílica y armada, ha robado de unos laboratorios secretos gubernamentales algo que todavía no tiene nombre, pero de lo que se habla como «la droga suprema». Así, DeLillo, siempre atraído por los nudos convencionales de la paraliteratura de acción y misterio, introduce el argumento tradicional de la búsqueda de un tesoro o un botín, un paquete de droga, por ejemplo, que en el curso de la intriga se transmuta en unas cintas grabadas por la estrella en su inaccesible refugio de montaña. Las drogas y las canciones populares son dos industrias juveniles.

Las Cintas de la Montaña parecen un eco del Sermón de la Montaña, en el que, según el evangelista Mateo, Jesucristo impartió a la muchedumbre lo esencial de su doctrina. El astro Wunderlick medita sobre la inocencia dilapidada y, en su nueva soledad, se convierte en encarnación de los ideales de la Comuna del Valle Feliz. Para Bucky Wunderlick, «los americanos persiguen la soledad por distintos caminos», e incluso la fama sería una forma de ensimismamiento desesperado y populoso, un enclaustramiento multitudinario. Ahora, en la calle Great Jones, el cantante en fuga, vocalista que perderá la voz, explora la soledad promiscua de un decrépito bloque de vecinos. «Creemos en la idea de devolverle la idea de privacidad a la vida americana», predica la Comuna Agrícola, que, reconociendo que «ya no queda tierra, ya no se puede viajar al Oeste en busca de privacidad», sitúa su ideal en la ciudad, en un apartamento dividido por una barricada: una escisión entre dos facciones en guerra divide a los comuneros del Valle Feliz. «Somos tu imagen colectiva», le dicen a Wunderlick.

Lo más sintomático de DeLillo es su inverosimilitud realista, una variante del humor, diría yo. Leyendo sus fabulaciones sobre privacidad, he recordado el panfleto sobre el asunto que William Faulkner, hastiado del sensacionalismo sobre su vida íntima de premio Nobel, publicó en Harper’s Magazine en julio de 1955: Privacidad. El Sueño Americano: ¿qué fue de él? (On Privacy. The American Dream: What happened to It). Transcribo la primera frase: «Este era el sueño americano: un asilo sagrado, un santuario en la tierra para el hombre en cuanto individuo». Alguna vez, rememorando su primer acercamiento a la literatura seria, de peso, digámoslo así, después de los tebeos y sus variantes juveniles, Don DeLillo ha citado precisamente a Faulkner, Mientras agonizo y Luz de agosto, lectura para entretener las horas de un trabajo de verano, a los dieciocho años. Pero DeLillo maneja el peso de la seriedad con una ligereza de cómic, lo que no evita que la solemnidad sacerdotal de algunas de sus máximas le haya granjeado un prestigio de poeta profético. Lo que escribe, sucede. La nube tóxica de Ruido de fondo (White Noise, 1985) se ha convertido en promonitoria de catástrofes industriales. En Players (1977) hay quien descubre un presentimiento del atentado contra las Torres Gemelas en 2001.

Quizás el fenómeno adivinatorio no proceda de inspiraciones sobrenaturales, sino del simple prestar atención a la vida contemporánea. Nuestra realidad es sensacionalista, y Don DeLillo es sensacionalista, en el sentido en que es sensacionalista la mitología estadounidense, es decir, universal. ¿En qué era especialista el profesor, héroe y narrador de Ruido de fondo? En estudios sobre Hitler, hitlerología, si se puede decir así. ¿Hay drogas en Ruido de fondo? Sí, una droga que quita el miedo a la muerte, como en La calle Great Jones hay una droga que quita la palabra. DeLillo es especialista en drogas, conspiraciones, espías, traficantes, terroristas, CIA, organizaciones criminales gubernamentales, departamentos gubernamentales clandestinos, industrias multinacionales que amenazan la existencia planetaria, secretos de Estado, maquinaciones militares, tecnología electromagnética, mensajes extraterrestres, arte, millonarios, ciencia abominable. Es capaz de intrigar en torno a una película pornográfica rodada en el búnker terminal de Hitler (Running Dog, 1978). Juegos como el béisbol, el golf, el fútbol, el hockey, la guerra, la política internacional, la literatura y el lenguaje puede entenderlos como una metáfora del terrorismo, o al revés. En su obra maestra, Submundo (Underworld, 1997), incluso comparece, junto a Frank Sinatra o J. Edgar Hoover, un asesino en serie, «el asesino de la autopista de Texas», y en Libra (1988) el protagonista era el asesino de Kennedy, Lee Harvey Oswald. El Oswald de Don DeLillo es un gran personaje de novela.

La última frase del prólogo excepcional de Submundo es casi una cita, o un plagio, del final de El gran Gatsby: «Todo cae indeleblemente en el pasado». (DeLillo está contando una tarde de partido de béisbol.) En La calle Great Jones suena en mitad de las penas del joven Wunderlick un verso de los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot: «En el punto inmóvil del mundo en rotación» («At the still point of the turning world»). Pregunta Wunderlick por dónde anda su mánager y explotador, y alguien le habla «de esa quietud que reina en el centro de las cosas que están en movimiento» («about the stillness of the center of a thing in motion»). Es una característica de la sátira ese revuelto de lo alto y lo bajo, la sensación y el pensamiento, la desesperación y la diversión, siempre comentando y dando vida a las debilidades de la época, entre el absurdo y la coherencia realista. Don DeLillo practica el arte del monólogo, y sus diálogos tienden a ser falsos diálogos, verdaderos monólogos alternos entre varios individuos. En La calle Great Jones se monologa con más o menos éxito sobre la masturbación, el mercado literario, la fama, el trabajo de escribir, la literatura infantil pornográfica, el suicidio como cumbre del estrellato, etcétera. Las bromas de DeLillo apuntan al lenguaje científico, académico, periodístico, televisivo, alternativo, filosófico, estético, empresarial y financiero. Parece que el novelista ha elegido, como «única vía de regreso» a la realidad, «la decisión de amar mi época», por usar las palabras de su personaje, Bucky Wunderlick.

Se han dado referencias históricas a la trama de La calle Great Jones: una, anecdótica, de 1966, recuerda cómo Bob Dylan se cayó de la moto como Saulo de Tarso del caballo, y vio la luz y la naturaleza de la explotación que sufre un millonario de la música popular, y grabó las Cintas del Sótano como Wunderlick grabó las de la Montaña; otra, política, remite al fin del idealismo contracultural y rebelde, antisistema, de los años sesenta del siglo pasado. La calle Great Jones se publicó en 1973, año de los acuerdos de paz de París para Vietnam, y apenas si acoge alguna alusión subrepticia, casi imperceptible, a aquella guerra. Pero su tratamiento de la conversión de la música popular en ruido estupefaciente, si no insignificante, sigue vigente hoy.

La calle Great Jones incluye una excelente autoparodia de Don DeLillo: el escritor Fenig, vecino de Wunderlick: «Me paso el día escribiendo una narrativa terminal fabulosa», dice Fenig, que practica la ciencia ficción, la novela criminal, la pornografía y, ya en 1973, la fábula financiera. Quiere negocio, lo que ya no quiere Wunderlick, con quien comparte el mundo deformado de los apartamentos de Great Jones Street, donde también habita un muchacho mudo y monstruoso, casi una premonición del futuro de Wunderlick, a merced de la droga ensimismadora de la Comuna del Valle Feliz. DeLillo quizá sea un fenomenólogo, empeñado en escribir su Náusea personal, estudiando «la luz de malaria» de las cuatro de la mañana, «los colores pastel del sexo», los ruidos de un bloque de apartamentos, o los tejados de la ciudad, «intentando elaborar una teoría sobre cómo se puede determinar el estado psicológico de una sociedad a partir de la contemplación de sus tejados». La fealdad de las ciudades ha sido siempre una fuente de poesía. Pero la época no es contemplativa. Hoy, dice DeLillo, el sentido común no se diferencia del miedo paranoico, y miedo y paranoia son bienes de consumo, mercancía de los medios de comunicación, mercancía literaria. La gran narrativa la escribirían, según declaraba DeLillo en el otoño de 1992 a The Paris Review, los jefes militares y totalitarios: «Las noticias internacionales son la novela que la gente quiere leer». Es una afirmación que, aparte de lo que dice literalmente, revela algo sobre el modelo literario de Don DeLillo.

(El novelista Javier Calvo ha traducido muy bien Great Jones Street. Hay en su versión, sin embargo, un error, seguramente de lectura, que sólo cito porque creo que modifica el cáracter del héroe de la historia y autor de la canción, Bucky Wunderlick. La traducción publicada del principio de la canción «Amante de guerra fría» dice: «Le repasé el cuerpo con un soplete / aprendido de la mano de un anciano ciego». El original dice: «I worked her body with a touch / Learned from the hand of a blind old man», que podría ser: «Trabajé su cuerpo con el tacto / aprendido de la mano de un viejo ciego».)

Justo Navarro ha traducido a autores como Paul Auster, Jorge Luis Borges, T. S. Eliot, F. Scott Fitzgerald, Michael Ondatjee, Ben Rice, Virginia Woolf, Pere Gimferrer y Joan Perucho. Sus últimos libros son Finalmusik (Barcelona, Anagrama, 2007), El espía (Barcelona, Anagrama, 2011) y El país perdido. La Alpujarra en la guerra morisca (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2013).

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Ficha técnica

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