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Lujo, calma y voluptuosidad

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A pesar de su nombre, el Ciclo de Lied del Teatro de la Zarzuela muda de cuando en cuando de piel y abandona su centro geográfico y su registro estilístico habituales para reemplazar la canción alemana que constituye su razón de ser desde hace veintiún años por otros repertorios. La mélodie francesa vivió su esplendor cuando el Lied llevaba ya varias décadas instalado en lo más alto del difícil arte de aunar música y palabras en un formato intimista y con los mínimos medios: una voz y un piano. No puede ser casual que el auge coincidiera con la edad de oro de la moderna poesía francesa, la protagonizada por Victor Hugo, Charles Baudelaire, Paul Verlaine, Arthur Rimbaud, Stéphane Mallarmé, Paul Valéry, Paul Éluard, Guillaume Apollinaire y un largo etcétera. Los compositores de la segunda época áurea de la música francesa se sintieron atraídos hacia sus poemas como hacia un panal de rica miel, no sólo por su intrínseca calidad literaria, sino porque sus versos respiraban música o, mejor aún, eran música. Así lo reconoció el que poseía quizá la mente más analítica de todos ellos, Stéphane Mallarmé, en una carta que envió el 10 de enero de 1893 al poeta y crítico inglés Edmund Gosse:

Todo está ahí. Yo hago Música, y llamo así no a la que puede extraerse de la conexión eufónica de las palabras, ya que esta primera condición se da por sentada; sino a la que va más allá y es producida mágicamente por ciertas disposiciones de la palabra, donde ésta se encuentra sólo en el estado de medio de comunicación material con el lector, como las teclas del piano. Esto se produce verdaderamente entre las líneas y por encima de la vista, en toda su pureza, sin la intervención de cuerdas de tripa y de pistones como en la orquesta, que es ya industrial; pero es la misma cosa que la orquesta, sólo que literaria o silenciosamente«Tout est là. Je fais de la Musique, et appelle ainsi non celle qu’on peut tirer du rapprochement euphonique des mots, cette première condition va de soi ; mais de l’au-delà magiquement produit par certaines dispositions de la parole, où celle-ci ne reste qu’à l’état de moyen de communication matérielle avec le lecteur comme les touches du piano. Vraiment entre les lignes et au-dessus du regard cela se passe, en toute pureté, sans l’entremise de cordes à boyaux et de pistons comme à l’orchestre, qui est déjà industriel ; mais c’est la même chose que l’orchestre, sauf que littérairement ou silencieusement»..

Al mismo tiempo, la música sirve para iluminar muchas veces –aunque la luz varía sutilmente de un compositor a otro– las frecuentes zonas de sombra de los poemas, inevitables cuando su simbolismo cobraba mayor fuerza, y en aquella misma carta Mallarmé también se refiere a su propia –supuesta– «oscuridad»: «excepto por impericia o torpedad, no soy oscuro desde el momento en que se me lee para buscar aquello que enuncio más alto, o la manifestación de un arte que se sirve –digámoslo de pasada, yo sé cuál es la causa profunda– del lenguaje: y sí que paso a serlo, ¡por supuesto!, si alguien se equivoca y cree estar abriendo el periódico»«excepte par maladresse ou gaucherie, je suis pas obscur, du moment qu’on me lit pout y chercher ce que j’énonce plus haut, ou la manifestation d’un art qui se sert – mettons incidemment, j’en sais la cause profonde – du langage: et le deviens bien sûr! si l’on se trompe et croit ouvrir le journal»..

Es revelador que la música siga asomando en las reflexiones de estos poetas cuando se produce el cambio generacional. Poco antes de esta carta, cuando era aún poco más que un adolescente, Paul Valéry, que se presenta como «un joven perdido en el fondo de su provincia»«un jeune homme perdu au fond de sa province»., escribió a Mallarmé en octubre de 1890 para expresarle su admiración por «el esplendor secreto» de su poesía, y le confiesa que «la poesía se me asemeja a una explicación del Mundo delicada y hermosa, contenida en una música singular y continua. Mientras que el arte metafísico ve el Universo construido de ideas puras y absolutas, y la pintura, de colores, el arte poético consistirá en considerarlo vestido de sílabas, organizado en frases»«la splendeur secrète». «La poésie m’apparaît comme une explication du Monde délicate et belle, contenue dans une musique singulière et continuelle. Tandis que l’art métaphysique voit l’Univers construit d’idées pures et absolues, la peinture, de couleurs, l’art poétique sera de le considérer vêtu de syllabes, organisé en phrases».. La carta está fechada el 18 de abril de 1891. Y Mallarmé le responde el 5 de mayo: «Sí, mi querido poeta, para concebir la literatura, y que ella tenga una razón, ha de conducir a esta “alta sinfonía” que quizá nadie escribirá; pero ha cautivado incluso a los más inconscientes y sus rasgos principales marcan, vulgares o sutiles, toda obra escrita. La música, propiamente dicha, que debemos saquear, plagiar, si la nuestra, callada, es insuficiente, sugiere tal poema»«Oui, mon cher poète, il faut, pour concevoir la littérature, et qu’elle ait une raison, aboutir a cette “haute symphonie” que nul ne fera peut-être; mais elle a hanté même les plus inconscients et ses traits principaux marquent, vulgaires ou subtils, toute œuvre écrite. La musique, proprement dite, que nous devons piller, démarquer, si la nôtre propre, tue, est insuffisant, suggère tel poème»..

Carta de Gabriel Fauré a la princesa de Polignac (verano de 1891).La poesía de Paul Valéry sedujo a compositores como Francis Poulenc y nuestro Frederic Mompou, mientras que Mallarmé desató el estro de Claude Debussy y Maurice Ravel, primero, y Pierre Boulez, después. En su recital en Madrid, Marie-Nicole Lemieux y Roger Vignoles se han centrado justamente en la época en que se escribieron las cartas citadas y casi todas las mélodies que interpretaron nacieron en la última década del siglo XIX, con Paul Verlaine como principal nexo de unión. Él es el poeta de las cinco canciones que Gabriel Fauré compuso en Venecia, de ahí su nombre de Cinq mélodies «de Venise», concebidas en 1891 durante una estancia en la Serenissima, adonde se trasladó Fauré para descansar en su Palazzo Contarini tras recibir una invitación de la princesa de Polignac. Su proyecto de una colaboración operística con Verlaine, su estricto contemporáneo, su héroe (conmovido, Fauré tocaría el órgano en el funeral del que había sido coronado dos años antes en Francia como «Príncipe de los poetas») había quedado en nada, pero la admiración que sentía por él se plasma en estas cinco obras maestras: Mandoline, la serenata por antonomasia; la suave melancolía de En sourdine; la jadeante confesión amorosa de Green (la indicación de Fauré para el cantante en la partitura es «haletante») después de realizado el acto sexual (imposible no rememorar cómo Claude Debussy y Reynaldo Hahn pusieron música a estos mismos versos); el aire de barcarola (la única, y lejana, conexión veneciana) de À Clymene; y el nerviosismo y agitación constantes de C’est l’extase (es curioso cómo, en su música para este último poema, Debussy parece especialmente interesado en que el éxtasis sea «langoureuse», mientras que Fauré, con su acompañamiento sincopado en semicorcheas, pone claramente el énfasis en «les frissons des bois»). No es música fácil de interpretar, como reconoce el propio compositor en una carta que escribe a la princesa después de concluir Green y en la que le envía la partitura «¡lleno de miedo, lleno de terror!» A continuación se pregunta: «¿He traducido bien este maravilloso cántico de adoración? No lo sé». Y cita, entrecomillado, el tercer verso del poema («No la rompa con sus blancas manos»«Ne le déchirez pas avec vous deux mains blanches».) para, a continuación, darnos la clave que nos interesa: «Y si la primera lectura no le satisface, ¿querría prometerme que no se desanimará y la releerá de nuevo? La interpretación es difícil: ¡lenta de movimiento y agitada de expresión, feliz y dolorosa, ardiente y descorazonada! ¡Cuántas cosas en treinta compases!»«La mélodie m’est enfin rendue et je vous l’envoie, plein de crainte, plein de terreur! Ai-je bien traduit ce merveilleux cantique d'adoration? Je ne sais. Ne le déchirez pas avec vos deux mains blanches; Et si la première lecture ne vous satisfaisait pas, voulez-vous me promettre de ne pas perdre courage et de la relire de nouveau? L’interprétation en est difficile: lente de mouvement et agitée d’expression, heureuse et douloureuse, ardente et découragée! Que de choses dans trente mesures!»

Como en el Lied, también la mélodie puede llegar a ser una sucesión de oxímoron como los que plantea Fauré, y todo ello concentrado en un puñado de compases inspirados por poemas esquivos, que reclaman una segunda o tercera lectura que nunca es posible durante el acto de la escucha. Esto sucede especialmente en las chansons de Claude Debussy, el otro polo de atracción fuerte del recital del Teatro de la Zarzuela. Lemieux y Vignoles escogieron el segundo tríptico de Fêtes galantes, que nos remite ya desde su título, de nuevo, a Paul Verlaine. Las canciones están dedicadas a Emma Bardac, un antiguo amor del propio Fauré (para ella escribiría el ciclo La bonne chanson) y que se convertiría en la segunda esposa de Debussy, quien elige ahora los poemas con un claro criterio autobiográfico: Les ingénus y Le faune hablan de los placeres juveniles y de sus posteriores consecuencias. En una antigua grabación de Alfred Cortot y Maggie Teyte, los bajos del piano suenan amortiguados para imitar el siniestro «son des tambourins» al que se refiere Verlaine en el último verso de su poema. Y la colección se cierra con el prodigioso Colloque sentimental, un prodigio poético y musical, un diálogo espectral entre dos amantes en el que Debussy recuperó un tema (el del canto del ruiseñor) de su primera colección de Fêtes galantes (en concreto, en En sourdine), como si tendiera un puente entre ambos poemas, y entre ambos momentos de la vida del compositor, todo ello teñido de melancolía:

– ¡Qué azul era el cielo, cuán grande la esperanza!
– La esperanza ha huido, vencida, hacia el negro cielo– Qu’il était bleu, le ciel, et grand, l’espoir! 
– L’espoir a fui, vaincu, vers le ciel noir.
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No es fácil compartir programa con dos colecciones tan magistrales, por lo que Lemieux y Vignoles, con muy buen criterio, optaron por una selección de mélodies menos frecuentadas pero emparentadas directa o indirectamente con ellas. Apenas se programan, por ejemplo, los Trois poèmes de Guillaume Lekeu, un músico belga en la estela de César Franck que podría haber hecho grandes cosas de no haber muerto intempestivamente (de fiebre tifoidea) el día después de cumplir tan solo veinticuatro años. Aunque los textos son suyos, la segunda –y la mejor– canción del grupo, Ronde, va encabezada en la partitura por una cita de, cómo no, Verlaine: «…Et nous aimions ce jeu de dupes». Henri Duparc pasó, en cambio, los últimos cuarenta y ocho años de su larguísima vida, sin componer una sola nota, presa de su neurastenia y recluido silenciosamente en su fe religiosa. Pero, antes de despeñarse por el abismo, nos dejó un puñado de canciones magistrales, entre ellas L’invitation au voyage, basada en el poema homónimo contenido en Les fleurs du mal, de Charles Baudelaire, ese viaje a un lugar innominado pero inequívocamente oriental: «Allí todo es orden y belleza, / lujo, calma y voluptuosidad»«Là, tout n’est qu’ordre et beauté, / Luxe, calme et volupté».. Y, casi mejor aún, La vie antérieure, también sobre Baudelaire, en la que Duparc traduce los «grands piliers, droits et majestueux» con solemnes y resonantes acordes de quintas y octavas. Al igual que Lekeu, pero no por falta de vida, qué grandes canciones podría habernos dado Duparc si hubiera seguido componiendo.

Para completar el programa, cinco canciones infrecuentes de Charles Koechlin (sensacional L’hiver, con un acompañamiento pianístico construido enteramente con glissandi ascendentes y descendentes de la mano derecha sobre unos acordes de quinta en la mano izquierda que luego van ganando poco a poco densidad armónica) y una pequeña selección de perlas del inevitable Reynaldo Hahn, de quien ya se escribió en esta sección a propósito del fallido recital de Anne Sofie von Otter en el Auditorio Nacional el pasado mes de diciembre. De Marie-Nicole Lemieux, mucho más cercana a este repertorio y a las infinitas inflexiones de la dicción francesa por su condición de canadiense francófona, podía esperarse una aproximación que remediara las carencias de entonces. Sin embargo, su recital, que suponía también su debut en el ciclo, ha sido en gran medida decepcionante. La de Lemieux es, sin duda, una personalidad expansiva, que se siente mucho más cómoda moviéndose, actuando, gesticulando, interactuando con el público, que en el estatismo y la contención constantes que exigen la interpretación de la canción de concierto. Quienes escucharan en 2012 su encarnación de Polinesso en el Ariodante de Haendel que interpretó junto a Il Complesso Barocco y Alan Curtis en el Auditorio Nacional, recordarán qué a gusto se sentía en la piel del malvado personaje, rozando incluso en algunos casos el histrionismo, a pesar de tratarse de una versión de concierto. En Londres ha encarnado también a la perfección a la Mistress Quickly del Falstaff de Verdi: a pesar de su generosa figura, Lemieux es ágil, vivaracha, impetuosa y propende a la risa fácil. Tras un pequeño acceso de tos a poco de empezado el recital, en la cuarta canción de Fauré, animó al público a que aprovecharan también a toser sin disimulo y, a renglón seguido, rompió a reír desaforadamente.

Y por aquí puede venir la clave de por qué su interpretación no acabó de calar en ningún momento en el público, que sólo rompió el hielo cuando, al final, ya fuera de programa, la canadiense abandonó toda contención forzada y dejó aflorar su verdadera personalidad. Desde el principio mismo del recital quedaron patentes dos cosas, una positiva y una negativa: la primera, que era Vignoles, mucho más que ella, quien desde el piano creaba la atmósfera expresiva exacta que demandaba cada canción y quien mejor transmitía el sentido de los versos; la segunda, que Lemieux tiene una incómoda tendencia a recortar determinadas notas largas (sobre todo en los finales de frase o período) y, por el contrario, a alargar más de lo prescrito las notas breves. Basten dos ejemplos: la blanca con puntillo (un Fa en la partitura que, transportado por Lemieux una tercera descendente, se convirtió en un Re) de La vie antérieure sobre «vécu», cortada a la mitad de su valor y que, por tanto, rompió por completo la frase y su perfil exquisitamente concebido por Duparc; mientras que Phidylé, por el contrario, se resintió de su tendencia a prolongar más de lo debido corcheas y negras. La canadiense se siente mucho más a gusto cuando bucea en su registro grave y dejó aquí y allá extraordinarios ejemplos de notas profundas y bien timbradas, como el La bemol grave sobre «noir» casi al final de Colloque sentimental, el Do sobre «n’est pas» en C’est l’extase, la última de las canciones de Fauré, o la misma nota sobre «tendre» en Fêtes galantes (de nuevo Verlaine, en este caso con música de Hahn) y sobre «varlets» en La pêche, de Koechlin. Pero las notas graves de una buena contralto no lo son todo, claro, y su canto adoleció en general de cierta inexpresividad, fruto quizá de moverse en un registro que no acaba de ser el suyo. Fue significativo, por ejemplo, que cuando la música se volvió menos abstracta, más explícita, más melódica, y eso sucedió con el bloque de cuatro canciones de Reynaldo Hahn con que se cerró la primera parte, Lemieux alzó el vuelo de manera evidente. De hecho, su Offrande (de nuevo Verlaine) fue probablemente la canción mejor interpretada de todo el recital: la cantante demostraba identificarse más con este estilo de mélodie más directo, con menos zonas de sombra, aunque poco después volvía a dejar de manifiesto que no es este su territorio natural, con la frase final en pianissimo de L’heure exquise («C’est l’heure exquise») torpemente resuelta.

Como ya se ha apuntado, para la prestación de Roger Vignoles desde el piano sólo caben, en cambio, palabras elogiosas. Desde la imitación de la mandolina en la primera canción de Fauré hasta la gravitas de que supo impregnar, acorde tras acorde, la última de Duparc, Phidylé, con una magistral manera de plasmar la mágica modulación antes de la sucesión de «Repose, ô Phidylé», todo lo que llegaba del piano era interpretación de la mélodie de muy alta escuela. A sus setenta años, Vignoles está sobrado de experiencia, ama este repertorio y sus dedos mantienen intacta su agilidad, su sutileza y su vigor. Lemieux nos hizo añorar, por el contrario, a grandes intérpretes de este repertorio en este mismo ciclo en años anteriores, como Felicity Lott, Susan Graham o Véronique Gens o, más atrás aún, en los tiempos del Teatro Real, Elly Ameling o Federica von Stade. Casi ninguna francesa, como vemos, pero con una afinidad natural por los meandros poéticos y musicales de esta música que, al menos en este recital, Lemieux no demostró tener en casi ningún momento.

Intuyendo que no estaba cosechando el éxito que le hubiera gustado (el público del Teatro de la Zarzuela está muy curtido en estas lides y, con sus aplausos, demuestra que sabe discernir como un avezado catador entre interpretaciones correctas, buenas o extraordinarias), y echando mano de su incuestionable dominio escénico, Lemieux ofreció tres canciones fuera de programa sin hacerse de rogar lo más mínimo. Había que cerrar la velada por todo lo alto y así lo hizo, con la inevitable À Chloris de Hahn (una perla melódica incontestable), con la Villanelle inicial de Les nuits d’été de Berlioz (que pierde mucho en la versión sin la formidable orquestación) y, el último guiño al respetable, la Jota de las Siete canciones populares españolas, interpretada con mucho mejor dicción que estilo. El público, claro, rompió por fin a aplaudir con ganas ante su derroche de simpatía y una despedida («Ya me despido de ti […] Adiós, niña, hasta mañana») entonada en su propia lengua. Pero antes se había mostrado mucho más frío ante las interpretaciones de esta mujer que encarna a las mil maravillas el «luxe» (lujo en el sentido de abundancia) y la «volupté» del verso de Baudelaire, pero en cuyas versiones le faltó explayarse con más «calme» en las palabras y las notas que decía y cantaba: menos artificio, en suma, y más naturalidad.

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