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ETHAN CANIN. El emperador del aire

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Uno de los aspectos más fascinantes de la tradición del cuento en Norteamérica es su tradición de bondad. Me refiero al hecho de que no solamente existe en la literatura norteamericana una tradición de escritura de cuentos sino que esta tradición se caracteriza por haber establecido una base de calidad y continuidad que afecta no sólo a los grandes sino a multitud de escritores que año tras año se enfrentan al problema de la creación del relato. Esa media de calidad constituye, como quien dice, una escuela de narrativa que no tiene parangón, en conjunto, con ninguna otra literatura occidental. Y no olvido, al afirmar esto, la tradición del cuento en Hispanoamérica que, sin embargo, tiene raíces similares a la norteamericana.

He pensado en esa sostenida bondad literaria a raíz de la lectura del libro de relatos de Ethan Canin, un buen ejemplo de la alta calidad media del cuento norteamericano, porque creo que esa calidad debe mucho a la existencia de un método tradicional de relato que mantiene su eficacia sin pestañear y, por lo general, crea excelentes cuentos que poseen la característica de no ser casi nunca excepcionales. Y, por aclarar las cosas, diré a título de ejemplo que considero excepcionales cuentos como Un día perfecto para el pezplátano, de J. D. Salinger; El chico de losPedersen, de William Gass, o Aquí empieza nuestra historia, de Tobías Wolff. El primer relato de Canin, el que da título al libro, parte de una anécdota muy sencilla, como es costumbre: Un profesor de astronomía jubilado acaba de tener su primera crisis cardíaca. Junto con su esposa ha viajado por medio mundo y no han querido tener hijos. De pronto, ante una excursión por los Apalaches, su mujer se apunta, pero él no puede a causa de su dolencia. Por vez primera separan su vida común, animosa y disfrutadora; por vez primera ve la cara a la vejez y encuentra la muerte más cercana. Entonces descubre que una plaga amenaza al árbol que ama, un olmo dos veces centenario, y su vecino pretende cortarlo para evitar que la enfermedad se extienda a los jóvenes olmos de su propiedad. El vecino se convierte en un peligro que ataca cuando él está viviendo, respirando un modo de soledad que hasta ahora desconocía.

La estructura tiene la eficacia de lo ya probado: primero inicia el relato planteando el nudo emocional, la amenaza de corta del árbol unida a las informaciones sobre quién es y dónde se encuentra el personaje. Cuando el conflicto queda planteado, abre otra puerta. Este es el nudo del sistema: cortes bruscos, sorprendentes porque suceden en un momento de intensidad, que nos llevan a otro espacio y tiempo de alguno de los personajes que pertenecen a la historia central (en este caso, es la visión del fuego en un bosque cercano, que amenaza la casa de sus padres y las reacciones ante éste por parte de su padre, su madre y él como espectador de las actitudes de ambos). El lector, habituado a esta fórmula, sabe que este excurso incidirá sobre el sentido final y aguarda. Entonces el autor vuelve al conflicto presente, pero esta vez pone en marcha al personaje para que actúe y active el conflicto dentro y fuera de sí mismo a la vez. Ahí salta la segunda sorpresa; al actuar, no sólo se pone él en movimiento sino su entorno y descubre algo que modifica la imagen globalmente amenazante del vecino. El momento contiene una buena dosis de intriga, pero lo que descubre duplica la emoción: el vecino está explicando a su hijo las constelaciones sin tener ni idea, inventando los nombres. El viejo, como profesor, lo descubre de inmediato; pero descubre también que en su vida ha elegido no tener hijos y que la invención y la ignorancia del vecino tienen un componente de proyección de ternura y deseo de vida y de futuro de la que él carece. Su único sentido de perdurabilidad son un olmo dos veces centenario y las estrellas. Entonces la puerta vuelve a abrirse, esta vez en la mente del lector e ilumina todo lo leído hasta ahora. La vida muestra lo que tiene de imprevisible y cómo esa imprevisibilidad nos pertenece tanto como nuestros planes de felicidad.

Este recurso, el de abrir puertas que dan a otros espacios y tiempos de la vida del o los personajes que dan lugar al conflicto, establece la estructura del relato como un combate de boxeo. El autor busca abrir la guardia del lector moviéndose constantemente y lanzando manos desde posiciones cambiantes al objeto de sorprenderle. El lector, a la defensiva, debe ir estudiando la frecuencia y repetición de los ataques en busca de la línea estratégica del autor para tratar de detener lo que se espera que sea el golpe final, el que intenta noquear al lector. Entonces sucede que lo interesante es adelantarse al autor, adivinar por dónde se dispone a asestar el golpe definitivo y pararlo. Suele acabar en combate nulo o victoria a los puntos. Al fin, los dos contendientes acaban cada uno en su rincón; el uno ha llevado la iniciativa, el otro ha tratado de entender su táctica. Manda el autor, pero el lector llega al final sabiendo tanto o más que él.

En otro de los cuentos del libro, El año en que teníamos que conocernos, Canin emplea la misma táctica –en realidad es, como digo, la táctica-tipo del relato americano acreditado y establecido–, pero multiplica el efecto puertas abiertas y, como suele ocurrir a menudo, aunque el cuento no deja de ser atractivo se pierde un tanto en la confusión que genera la repetición del truco. El primer relato es excelente porque minimiza el sistema y se atiene a colocar los símbolos con limpieza y concisión: el árbol y las estrellas son una forma de duración y el hijo es otra; la primera, más resistente y constante, como el carácter de la madre del protagonista durante el fuego que amenaza asolar la ciudad; la segunda, más voluble, cambiante y apegada a la necesidad inmediata, como el carácter del padre que se lleva al muchacho lejos, convencido de que el fuego alcanzará su casa. Entonces descubre que sólo puede transmitir lo que sabe, que esa es su única arma ante la adversidad del tiempo.

No creo que estos relatos alcancen la perennidad, pero su eficiencia es realmente notable. Relatos como este mantienen viva la literatura y su existencia es necesaria para que el río de la escritura no deje de correr. Lo verdaderamente notable, sin embargo, es que afluyen a ese gran río con un caudal continuo y saluble. Las hazañas pertenecen a los gigantes que lo navegan, pero hacerlo navegable por los años de los años está en manos de una sucesión ininterrumpida de escritores que crecen como el olmo centenario: unos milímetros al año, pero constantemente.

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