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El artista de sí mismo

Diarios, 1932-1933

MANUEL AZAÑA

Crítica, Barcelona, 1997

Introducción de Santos Juliá

440 págs.

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Se conoce el tópico: los españoles no han sentido nunca la necesidad de escribir diarios o memorias. Pueblo atropellado y olvidadizo, actúa a tontas y a locas, sin aprovechar la experiencia. Por eso cada generación y cada individuo parte de cero, y en vez de sentirse identificado con un legado y deudor de una forma de continuidad, se enfrenta a un proyecto vital que habrá de inventar de raíz.

El tópico, enarbolado por la crítica progresista, ha servido para demostrar que ellos, los progresistas, son los únicos que piensan y recuerdan en este pueblo de improvisadores y desmemoriados. Pero todo lo desmiente. Aquí se inventó el género de la vida, con obras maestras como las de santa Teresa o las vidas de soldados, con el añadido importante de la literatura del descubrimiento y la conquista de América. En el siglo XVIII muchos cultivan los dietarios y las apuntaciones, y algunos (Moratín, Jovellanos) están entre lo mejor del género.

El siglo XIX vio nacer multitud de memorias: Villanueva, Azanza, Blanco White, Godoy, el marqués de las Amarillas, Fernández de Córdoba, Alcalá-Galiano, Mesonero Romanos, Nombela, la condesa de Espoz y Mina, Estévanez, y muchas obras de clasificación difícil, como buena parte de la de Valera o la biografía de Estébanez Calderón por Cánovas. Con el 98 se abrirá otro gran filón, que llega hasta la actualidad.

Azaña, de joven, quiso reaccionar contra aquel despliegue de egotismo que según él demostraba la conciencia de un fracaso histórico: el de una generación que no había sabido plasmar en la realidad un proyecto modernizador de su país. Pero la personalidad de Azaña, inseguro y soberbio, sin imaginación, le hacía víctima segura de aquello que decía rechazar y así es como pronto se pone a escribir un diario. Busca lo que buscan muchos de quienes practican este rito a medias secreto: construirse un personaje.

No hará otra cosa. Toda su obra es un interminable ejercicio de construcción de sí mismo que culmina, tras dos novelas confesionales (El jardín de los frailes y Fresdeval), y varias obras entre lo dramático y lo dialogado (un diálogo sobre el amor escrito en los años veinte y el drama La Corona), en las Memorias políticas y de guerra. Como es sabido, Azaña las escribió como un diario durante los años que estuvo en el poder (entre julio de 1931 y febrero de 1933), volviendo a ellas durante la guerra, hasta casi su salida de España. En los intermedios siguió cultivando su imagen bajo otras formas (Mi rebelión en Barcelona; las largas cartas a Rivas Cherif de 1936; y La velada en Benicarló).

Ahora se han recuperado los tres cuadernos robados de los diarios escritos cuando Azaña ocupaba el Ministerio de la Guerra y la Presidencia del Gobierno y ya tenemos casi completo, a falta del diálogo sobre el amor, el corpus de la literatura autobiográfica de don Manuel. Por el ruido que ha hecho la publicación de estos tres cuadernos, se diría que hasta ahora casi nadie se había molestado en echar un vistazo a las Memorias ya publicadas… Pero así son las modas, y tampoco hay por qué quejarse de ello: esperemos que a su favor se lea más esta obra maestra.

Y es que más que nada los tres cuadernos ahora recuperados vienen a completar lo ya publicado. No es poco, sobre todo porque proporcionan una información insustituible sobre aspectos fundamentales en la política republicana, como el golpe de Estado del 10 de agosto del año 32, las consecuencias de lo ocurrido en Casas Viejas, y los días finales del Gobierno Azaña.

Menos cabe decir en cuanto a la ambición creadora de don Manuel. Estos cuadernos nos describen una personalidad ya conocida: obsesionado con dejar rastro en la historia, narcisista hasta la autocomplacencia y profundamente incómodo consigo mismo, como si jamás consiguiera reconocerse, salvo en esos momentos en que elabora una máscara desde cero, de la raíz, sin más ataduras que su soberano albedrío.

Azaña se revela como lo que es: un político aficionado que quiso dejar de sí la imagen grandiosa del timonel de un proyecto nacional a cuyo descalabro asiste, con plena conciencia y un poco como si no fuera con él, en las páginas ahora publicadas. La espléndida prosa, la agudeza de la observación y la inteligencia, harán cada vez más llamativo lo que a algunos nos parece indiscutible: que Azaña pensó la República como un proyecto de orden personal y poético, contribuyendo así no poco a su destrucción. No es pequeño logro, en este país tan poco aficionado, según el tópico, al cultivo de la autobiografía. De hecho, corrobora el diagnóstico de Azaña sobre sus coetáneos.

La edición de estas páginas va precedida de un texto de Santos Juliá en el que el historiador hace suya la visión azañista. Bien escritas y bien informadas, no hay más que aplaudirlas, recordando, eso sí, que el juicio sobre la acción política de Azaña poco tiene ya que ver con la actualidad española. Ya no estamos en los años setenta, y el tiempo ha hecho lo que algunos hombres no quisieron hacer: quemar la letra y la solfa de las representaciones caducadas (Azaña). También son de destacar –ya que este texto habla de egotismo– los esfuerzos que hace Santos Juliá para no citar un estudio de quien esto firma, titulado La creación de sí mismo. Ensayo sobre la literatura autobiográfica de Manuel Azaña, y otro, importante, de José Carlos Mainer sobre el uso confesional de la escritura en don Manuel.

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Ficha técnica

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