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Geografías de la infancia

La foto de los suecos

JUAN CRUZ RUIZ

Espasa Calpe, Madrid, 1998

281 págs.

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Hay escritores cuya trayectoria semeja un giro copernicano: es el caso de Juan Cruz. Nada más lejos del intelectualismo y la oscuridad de sus primeras narraciones, allá por los amenes del franquismo, que el enunciado directo y claro de las que viene publicando desde hace unos pocos años hasta hoy mismo. Crónica de la nada hecha pedazos o Naranja, sus libros iniciales, tienen un incuestionable valor como testimonios de un exacerbado gusto culturalista de época y no carecen de méritos dentro de aquella retórica minoritaria. Pero los más recientes los superan por la autenticidad anecdótica y por una fibra cordial, ausente en aquéllos y en la que radica un registro muy valioso y que nadie hubiera podido sospechar en el escritor primerizo.

Esta novísima manera de Juan Cruz la hallamos en Serena o en Exceso de equipaje y se prolonga en La foto de los suecos. Los tres comparten su inserción en las experiencias vitales del autor, así como un tono elegíaco nada crispado. Pero siendo el ámbito de ideación común, el más reciente de los títulos aporta también novedades significativas y afortunadas. En La foto de los suecos la elegía queda ceñida a la rememoración contemplativa del tiempo que se fue. Los datos vitales están depurados por un sentir exigente, melancólico a la vez que lúcido. Además, el recuerdo se trama en una forma narrativa orgánica, valiosa y personal: un narrador adulto, a quien de niño llamaban Juanillo, identificado desde el primer momento con el propio autor del libro, se dirige a una segunda persona, una innominada y desconocida destinataria, la cual, sin dejar de tener corporeidad literaria, abarca también a la propia conciencia que narra.

Así pues, autor, narrador y destinatario se juntan en una sola y múltiple figura. Ello da categoría estética a la remembranza de la edad infantil del personaje. Porque el libro –lo aclararemos ya, aunque se deduce de lo dicho– consiste en unas peculiares memorias del autor, en una autobiografía de su infancia estimulada por un documento ocasional, aunque decisivo. Ese documento es la foto a la que alude el título, una foto que actúa a la manera de la magdalena proustiana y lleva al rescate del ayer. Espoleado por aquella vieja placa («la foto de mi vida», pág. 13), el narrador actual («ahora tengo cuarenta y ocho años», pág. 15) rescata su «infancia entera».

El discurso del narrador tiene varios perfiles complementarios: es emocional, minucioso y dubitativo. Recoge datos, pero no muchos. No faltan noticias sociales o políticas, mas poseen un valor secundario. Retiene sobre todo atmósferas y sensaciones. Los sentimientos se imponen al análisis y a la documentación. Funciona primordialmente a través de lo que los psicólogos llaman memoria reintegrativa, aquella que trae a la conciencia más las circunstancias de los hechos que los hechos mismos.

A la vez, Juan Cruz hace un canto de la memoria que nos lleva de la mano, casi de una manera inevitable, al sentimiento de la temporalidad. Lo precario y contingente del vivir se extiende como una leve melodía. Sin acentos desgarradores ni jeremíacos: con esa sencilla naturalidad con que se aceptan verdades irreversibles. Acabado el libro, sentimos con el autor que el recuerdo es la base misma de la vida y aunque, según se mire, vivir es recordar. Pero no renegar del pasado, sino asumirlo como la materia nutritiva de la edad adulta. De ahí que La foto de los suecos sea una evocación teñida de cordialidad, de comprensión y de un vitalismo contenido. A veces nos lleva hacia las limitaciones físicas o materiales del mundo (por ejemplo, en la dolida imagen del niño asmático) y otras nos asoma al reblandecimiento de la nostalgia. Sólo son momentos pasajeros. El tono medio de estas memorias, el que da verdad y emoción auténtica a estas geografías físicas y morales de la infancia, radica en un ejercicio controlado y exacto de la ternura.

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Ficha técnica

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