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Corto Maltés, el nuevo Prometeo

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Después de La balada del Mar Salado, Corto Maltés ya no es un simple aventurero, sino un nuevo Prometeo. No quiere depender de Dios ni del destino. Tampoco desea soportar la tiranía de los hombres. Quiere ser ilimitadamente libre, no vivir bajo ningún yugo, trazar el rumbo de su existencia sin ninguna traba o temor. Mientras descansa en el único mirador de una mansión de Java, con la espalda apoyada en un sofá de mimbre, las piernas extendidas, su eterna gorra blanca de marinero calada hasta las cejas y un cigarrillo entre los labios, se observa a sí mismo. No es un impostor, ni un megalómano, pero está claro que se gusta a sí mismo. Si no fuera así, no podría fantasear con la libertad absoluta. Un hombre que se odia o se desprecia vive sojuzgado. Es un esclavo y ni siquiera lo sospecha. No es su caso. Mitad hedonista, mitad estoico, goza de una razonable paz interior. No es un filósofo, pero ha llegado a una visión de las cosas bastante lúcida. El sentido de la vida es vivir, amar y no pensar en la muerte. No hay nada más. Corto no es un libertador, como José Martí, o un pedagogo, como Friedrich Nietzsche, pero sabe que su forma de pensar podría crear un mundo más libre, más alegre y más luminoso. No ha robado el fuego a los dioses. Simplemente, ha demostrado que no existen. Lo auténticamente sagrado es la vida, no un hipotético más allá.

Corto Maltés es compasivo, leal y desprendido. Aunque presume de vividor y se ríe de la moral convencional, nunca se deja dominar por la codicia o la lujuria. Finge ser un tipo duro, pero es un sentimental. Cuando presencia cómo un marinero corpulento y fanfarrón humilla al viejo Steiner, un antiguo profesor de filosofía que cayó en desgracia por culpa del alcohol, interviene de inmediato, impartiendo una magistral lección de boxeo. Después de unos certeros puñetazos en la mandíbula, su adversario queda tendido en el suelo, inconsciente. Se ha ganado un enemigo. Los rufianes de esa clase no perdonan los agravios. No le importa. Si no eres capaz de crearte enemigos, no mereces tener amigos. Steiner le pregunta por qué ha salido en su defensa: «Para serte sincero, no lo sé… Quizá sea el rey de los imbéciles. El último representante de una dinastía completamente acabada que creía en la generosidad y… ¡en el heroísmo!»  Hijo del romanticismo más exasperado, Corto Maltés se identifica con las causas perdidas, como la rebelión de los cangaceiros del sertón brasileño o la desigual lucha entre los independentistas irlandeses y el imperio británico. Entiende las revoluciones, pero no las guerras. Odia a los opresores que esclavizan a los pueblos y las naciones. Tampoco soporta el despotismo de la razón occidental, que desprecia las formas de conocimiento de otras culturas. Su contacto con otros pueblos le ha enseñado que el fuego habla, que la luna influye en el curso de los acontecimientos, que los muertos nunca se marchan del todo, que hay más cosas en el cielo y en la tierra de lo que puede argumentar la mente racional. Hijo de una gitana de Gibraltar, respeta la quiromancia y el Tarot, pero no hasta el extremo de acatar la fatalidad. De hecho, se hace un corte en la mano para modificar su línea de la vida. No quiere que el hado decida el momento de su muerte. Al igual que un poeta que pule sus versos, quiere labrar su instante final. Parece imposible, pero Steiner cree que no es un disparate. El mundo se parece a una habitación. Con la luz encendida, sus límites son perfectamente visibles. A oscuras, en cambio, experimentamos el vértigo de lo indeterminado. «Lo absoluto no existe, ni en un sentido ni en el otro», comenta Steiner, mientras la brisa del mar desordena su pelo canoso. Siempre surge una pregunta inesperada que abre una nueva perspectiva. La verdad sólo es una ilusión.

De Brasil al Caribe, del Atlántico a los Mares del Sur, de las costas africanas a los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial, Corto Maltés viaja incansablemente. A veces finge ser un pirata o un mercenario, pero sólo es un disfraz. Escéptico e idealista a la vez, oculta sus sentimientos para protegerse de los villanos que salen a su paso, como Rasputín, carne de horca, conspirador imprevisible, asesino compulsivo y amigo desleal. A pesar de sus reiteradas traiciones, Corto le aprecia, quizá porque los afectos no necesitan razones ni explicaciones. La amistad a veces se teje a base de malentendidos. No hay que lamentarse. Es absurdo perder el tiempo pensando que las cosas podrían haber sido de otra manera. Cuando Steiner le entrega una carta que podría haber evitado varias muertes, Corto comenta: «Los sueños son sólo sueños y no conviene soñar demasiado». No obstante, a veces resulta inevitable, como cuando aparece un misterioso diario hablando de El Dorado, la quimera que incendió la imaginación de Francisco de Orellana y sir Walter Raleigh. Corto Maltés es demasiado inteligente para dejarse la piel en una empresa descabellada, pero su nomadismo irreductible lo empuja hacia los escenarios más temibles: selvas inexploradas donde reinan los cazadores de cabezas, lagunas infestadas de mosquitos capaces de transmitir las enfermedades más letales, islas donde los zombis gobiernan sobre los vivos. Durante la Gran Guerra, se acerca a Venecia para hablar con unos monjes sobre las legendarias Siete Ciudades. Mientras tanto, los austríacos no dejan de bombardear la ciudad. La belleza y la violencia a veces convergen, distorsionándose mutuamente. Corto derriba un avión con una ametralladora. No deseaba participar en la lucha, pero no le han dejado otra alternativa. Cuando la violencia desaparece, la belleza exacerba su poder de seducción. En la Plaza de San Marcos, su acompañante le invita a no marcharse. Corto responde como sólo podría hacerlo un espíritu inquieto y ferozmente libre: «Esta ciudad es demasiado hermosa. Acabaría dejándome seducir por su belleza y volviéndome perezoso… ¡Venecia sería mi fin!»

Corto Maltés necesita estar siempre en movimiento. Es un vagabundo que ama el mar, la lluvia, el sol, el viento. Puedes encontrarlo en los páramos irlandeses, el desierto libio o la sabana africana. O entre los menhires de Stonehenge, hablando con un cuervo. Su vida itinerante le lleva a ser testigo de acontecimientos excepcionales, como la muerte del Barón Rojo, abatido por un fusilero borracho. Para ser feliz no necesita demasiado. Como André Maurois, se conforma con «un poco de cielo azul, un vientecillo tibio y paz de espíritu». Casi sin darse cuenta, Corto ha llegado más lejos que Prometeo. El verdadero poder no procede del fuego. El conocimiento tal vez nos hace más profundos, pero no más felices. El paraíso no está en el saber, sino en la libertad y sólo es libre quien ama y no espera casi nada. Los dioses que nos atemorizaban sólo son falsos ídolos. Lo sagrado es una llama que se agita en el interior de cada ser humano, invitándole a celebrar la vida. Quizás el único pecado imperdonable es la tristeza, la negra melancolía que nos hace pensar en la muerte.

Corto Maltés es el nuevo Prometeo, pero no es el Satán de John Milton, que prefiere reinar en el infierno antes que servir en el cielo, sino un pícaro duendecillo que ha encontrado la felicidad de una interminable noche de verano.

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