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Corazón. Edmundo de Amicis

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En el prólogo a esta edición, que podría incorporarse sin estridencia a su libro Días del desván como uno de los textos evocadores de aquel tiempo de la infancia del escritor, Luis Mateo Díez recuerda su primer contacto con Corazón: muchos ejemplares de la obra estaban guardados en cajas procedentes de la requisa de textos eliminados del tráfico escolar en los primeros años posteriores a la Guerra Civil, y él y su hermano Antón los descubrieron en sus incursiones por aquel desván de la casa familiar que era tan abundante en revelaciones y sorpresas. Díez, para quien el libro, según confiesa con humor, fue un estímulo sentimental capaz de hacerle derramar muchas lágrimas, señala, entre otras cosas, que la supresión del entorno escolar que el libro sufrió fue debida a «su sentido eminentemente cívico, casi siempre ajeno a lo religioso», lo que no puede resultar extraño en tiempos de victoriosa afirmación del «nacional-catolicismo».

La perspectiva temporal, una mirada estrictamente contemporánea sobre el libro de De Amicis, nos permite profundizar en su sentido desde diversos aspectos, sobre todo cuando la asignatura llamada «Educación para la ciudadanía» ha levantado entre nosotros tanta polémica. Por eso la reedición de Corazón es muy oportuna, pues este libro fue acaso el primer intento formulado en la modernidad de crear, en este caso mediante la ficción, un instrumento educativo cargado de ejemplaridad y destinado a la formación de los más jóvenes. Por otra parte, la reedición viene acompañada de espléndidas ilustraciones –que seguramente deben corresponder a las primeras ediciones, aunque esto no se nos aclara– y se presenta en una versión española de Elena Martínez que transmite el original con naturalidad y certeza.

No hay nada en el libro de De Amicis que no tenga ese propósito formativo, y sin duda es admirable cómo, a pesar del tiempo transcurrido, que ha hecho envejecer muchos de sus aspectos y ha teñido otros de excesiva ingenuidad, se mantiene en él un enfoque exhaustivo en todo lo que concierne al papel de la escuela considerada como factor fundamental para la incorporación de los más jóvenes a la colectividad, y el estímulo de sus comportamientos individuales idóneos. El libro, «especialmente dedicado a los chicos de las escuelas primarias, los que están entre los nueve y los trece años […] se podría titular Historia de un año escolástico, escrita por un alumno de tercero de una escuela municipal de Italia», según apunta el autor en unas breves palabras introductorias, y se desarrolla formalmente de una manera muy eficaz, a través del supuesto diario que va llevando el joven Enrico entre los meses de octubre a julio del curso correspondiente. Publicado en 1888, diez años después de la proclamación de Humberto I como rey de la Italia reunificada, en Corazón se muestran todas las facetas, que me atrevo a llamar utópicas, del optimismo histórico correspondiente al momento político que el país estaba viviendo y a la propia ideología del autor, comprometido activamente en la lucha por la reunificación y adscrito al socialismo del momento, previo a las formulaciones marxistas.

Para empezar, el libro enfoca el papel de la escuela pública como centro integrador de orígenes territoriales y de diferencias sociales. Es la escuela hija de la Revolución Francesa, reflejo de la nación, pero no de una nación considerada según la óptica pueblerina que estamos viviendo en España en nuestros días, marcada por las singularidades históricas y las «identidades lingüísticas», sino una nación que tiene como finalidad que sus componentes humanos sean ciudadanos fraternos e iguales en derechos, convirtiéndose así en un espacio público donde predomine la conciencia de los deberes y del respeto a los demás sobre cualquier idea que pudiéramos considerar chovinista. En este sentido, es muy significativo que uno de los episodios iniciales describa cómo el maestro –el personaje del maestro, de la maestra, será exaltado con fervor a lo largo de todo el libro– acoge a un muchacho calabrés, invitando al primero de la clase a que abrace al recién llegado, «para que un chico calabrés se sienta en Turín como en su casa». Posteriormente, a lo largo de cada uno de los «relatos mensuales» que el maestro irá elaborando durante el curso, desfilarán ante nosotros muchachos de muchos lugares de Italia –paduanos, lombardos, florentinos, sardos…– para profundizar ejemplarmente en esa idea de la nación como estructura integradora de gentes de muy distinta procedencia territorial y de la escuela como símbolo de la nación.

Además, la escuela es el lugar donde vienen a concurrir, y deben hacerlo en armonía, muchachos de muy diferentes estratos sociales: desde el hijo del albañil, del herrero, del carbonero, del emigrante laboral ausente, hasta el hijo del ingeniero o del ricachón. A lo largo de todo el libro hay también una consideración enaltecedora de los oficios humildes, manuales, como parte sustantiva, necesaria, para la vida de la comunidad: «El trabajo no ensucia». Está claro que, cuando De Amicis escribe su obra, el concepto de «lucha de clases» aún no ha sido acuñado, y hay en su utopismo una evidente voluntad de concordia colectiva. Tal diferencia en la extracción social de los jóvenes personajes permite que se ofrezca un mosaico humano que irá matizando el desarrollo de las peripecias. Dentro del grupo, hay también niños con deficiencias físicas –un muchacho jorobado, otro muchacho manco– que enriquecerán la perspectiva dramática, pues de acuerdo con la incansable voluntad ejemplarizadora de todo el texto, tampoco faltarán escenas de eso que hoy llamamos «acoso escolar» y de humillación al más débil.

A estos aspectos, que presentan la escuela como centro integrador de orígenes territoriales y de diferencias sociales, hay que añadir otro muy importante: el de la escuela como entidad ajustadora de comportamientos. En los muchachos que reciben las enseñanzas están presentes muy distintos caracteres y talantes: la vanidad, la envidia, la voluntaria marginalidad, pero también los propósitos de aplicación y estudio, la cordial emulación, el deseo de ayudar. Los maestros intentarán que sean los buenos modelos los que determinen el comportamiento colectivo: los casos de abnegación, de generosidad, de sacrificio por los demás, irán abundando a lo largo de las páginas del libro, pues su composición como «diario» de un escolar –un diario interpolado por algunas páginas que escriben otros, como el padre del narrador y su hermana– permite una gran flexibilidad a la hora de presentar, supuestamente al hilo del transcurrir de los días, innumerables ejemplos. Y, desde luego, no queda fuera del texto nada que pueda iluminar, completar y mejorar las actitudes del joven lector destinatario en lo tocante a la necesaria armonía de la vida comunitaria: desde la actuación de los soldados en la defensa de la patria, hasta la de los bomberos en su trabajo también heroico, pasando por los albañiles que pueden sufrir accidentes laborales, en el libro se describen las clases nocturnas a las que asisten los adultos iletrados más humildes, los centros para ciegos o sordomudos y, por supuesto, muchas ceremonias sociales, desde la visita del rey hasta algún funeral, pasando por solemnes entregas de premios.

El mérito indudable de Corazón, a pesar de su predominante intencionalidad pedagógica y de la extremada carga ejemplarizante, es la espontaneidad con que se desarrolla el texto. Sin duda, se trata de un modelo bien logrado de ficción en que lo didáctico nunca ahoga el desarrollo de los sucesos imaginarios que se relatan, cargados por otra parte de una evidente intención de conmover al lector. Desde los inicios, y a lo largo del extenso texto, Enrico describe con gracia y precisión a sus compañeros de clase, y el discurso narrativo fluye con viveza mientras se suceden las jornadas y van apareciendo maestros y maestras, padres y madres de diferente condición y talante, o se evocan personajes históricos como el rey Humberto, el conde de Cavour o Garibaldi.

Los caracteres de los compañeros de Enrico, el narrador –el bondadoso Garrone, el industrioso Garoffi, el aplicadísimo Coretti, el vanidoso Vottini, el esforzado Precossi, el soberbio Nobis, el desdichado Crossi, el asocial Franti…– van perfilándose con acierto y haciéndose creíbles, a pesar de los designios incansablemente pedagógicos del autor. El tinglado de la pequeña «comedia humana» que entrelaza las vidas de unos y otros en el Turín que sirve de escenario a la «escuela Baretti» está bien montado, por virtud de un indudable talento literario que ha conseguido armonizar el objetivo didáctico y la lectura placentera, lo que en principio pudiera ser contradictorio.

En el curso que va desarrollándose, con el cambio de las estaciones y los sucesos, muy a menudo dramáticos, van apareciendo esos «relatos mensuales» que exaltan ante todo el sacrificio, incluso de la propia vida, para ayudar a los demás, mediante el protagonismo de jóvenes personajes: el «pequeño vigía lombardo» que muere cumpliendo la misión de vigilar al enemigo desde la copa de un árbol; el «pequeño escribano florentino» que se pasa las noches de claro en claro, sin que nadie lo sepa, rellenando las etiquetas que le permiten a su padre redondear los menguados ingresos familiares; el «tamborcito sardo», que cumple su misión de advertir a los compatriotas de una situación desesperada a costa de perder una pierna; el muchacho que en el hospital cuida con esmero a un hombre muy enfermo confundiéndolo con su padre y que, cuando conoce su error, no abandona al moribundo; el protagonista de «sangre de Romaña», que muere apuñalado por salvar a su abuela; el niño que salva a otro de ahogarse en el Po, con riesgo de la propia vida; el chico siciliano que, en el momento de un naufragio, prefiere que suba al bote salvavidas una niñita que le han entregado como compañera de viaje…
Acaso el más famoso de todos estos «relatos mensuales» sea «De los Apeninos a los Andes», magnífico cuento que se ha hecho tan popular a través de las imágenes de la televisión. En él se sintetizan muchos de los aspectos que caracterizan Corazón: la visión cercana y afectuosa del mundo popular, tan acosado por la escasez y el hambre; el papel de la madre, decisivo en la vida familiar; la resolución arriesgada de un muchacho, capaz de los mayores sacrificios por cumplir su difícil misión; la medida composición melodramática, capaz de sacudir la emoción del lector.

Claro que toda la materia de Corazón se inscribe en ese mundo de los «buenos sentimientos», que no goza de prestigio como materia literaria, al menos desde Edgar Allan Poe, por no decir desde el Romanticismo. Poe consagra una visión literaria del mundo, si no del Universo, como «lugar del Mal» –«Relato de Arthur Gordon Pym» sería inaugural y paradigmático en tal sentido–, y desde entonces es difícil que se hayan considerado con seriedad y respeto literario las obras que conllevan una visión bondadosa de la existencia o que presentan finales felices, salvo para determinadas ideologías salvíficas: por ejemplo, el cuento con que arranca Los girasoles ciegos de Alberto Méndez, libro que tuvo un eco tan entusiasta entre nosotros, y que describe cómo un oficial franquista se pasa al bando republicano precisamente en el momento en que Madrid cae en manos de los nacionales, podría inscribirse perfectamente en ese ámbito del sacrificio y de la abnegación límites que plantea Corazón, aunque con matices propios de ciertas utopías más recientes.

Y es que Corazón profundiza firmemente en su visión utópica: la de considerar el bien como una posibilidad humana, como una alcanzable realidad del mundo, que además podría conseguirse no a través de ningún mecanismo inefable o sobrenatural, ni desde la violencia, sino desde una organización social conformista con las clases, aunque impregnada de esos elementos de Libertad, Igualdad y Fraternidad que pretendió instaurar la Revolución Francesa, y que tendría sus nutrientes en la educación, a través de una «poesía de la escuela» a la que alude el padre del narrador en algún punto de sus intervenciones. Por eso es muy significativo que, como señalé al principio al recordar el prólogo de Luis Mateo Díez, Corazón hubiese sido retirado del tráfico bibliotecario en los años triunfales del franquismo.
Sin embargo, en Corazón no hay ni un solo ejemplo que, desde una enseñanza católica, pudiera ser reprobado. Incluso en algún punto del texto se alude a las clases de Religión. Es cierto que aparece con cierta frecuencia la alusión a la bandera tricolor –lo que, aunque no se tratase de la bandera de la Segunda República, debía resultar repugnante para los entusiastas censores de los Años Triunfales– y que las alusiones a lo religioso carecen de la carga dogmática que la Iglesia católica española introdujo en la enseñanza. Por ejemplo, cuando en Corazón se habla del Día de los Difuntos, la mirada de la muerte no tiene las connotaciones metafísicas y pías propias del adoctrinamiento católico, sino una mirada más propia de lo laico, la consideración de la pérdida de los seres queridos. Pero tampoco Corazón es un libro laico, ya que incluso en algún punto de su discurso se habla de Dios, aunque de un Dios visto desde el amor, no desde la ominosa vigilancia y la amenaza de la condenación eterna: «Hoy quiero hacer algo de lo que mi conciencia pueda alabarme y llene de satisfacción a mi padre; algo que me haga merecedor del cariño de este o aquel compañero, del maestro, de mi hermano o de otros», le aconseja su padre que se proponga cada día el narrador, tras hablarle de Dios, en una de sus interpolaciones. Un Dios señalado por una bondad que sin duda se compadece mejor con lo civil que con lo religioso, a juzgar por esa exclusión que el libro sufrió en los años del nacional-catolicismo, que, como todos los fundamentalismos religiosos, consideraba el mundo como lugar del Mal y no como espacio para el Bien, que pertenece solamente al Más Allá.

A pesar de los años transcurridos, no se puede leer Corazón sin conmoverse, aunque a veces se nos ofrezcan extremos de ingenuidad ridícula a los ojos de hoy. Pero cómo responder a un libro tan cargado de sinceras y bondadosas esperanzas en un tiempo en que los héroes que proponen los medios audiovisuales son cantantes o deportistas cargados de millones, o aventureros rufianescos y sanguinarios, desde Torrente a los imaginados por Tarantino…

 

Corazón, de Edmundo de Amicis, está publicada por Gadir

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