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Construcción nacional y política lingüística

Construcción nacional en Valencia. Claves para entender la estrategia de expansión del nacionalismo en la Comunidad Valenciana

Mikel Arteta

Barcelona, Biblok, 2017

320 pp. 15 €

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En su reciente Contra el separatismo, advierte Fernando Savater al lector de que tiene entre sus manos un panfleto y, de las dos acepciones que reúne el término en el diccionario, reivindica sin dudar la segunda: opúsculo de carácter agresivo (p. 13). Confiesa el filósofo que le resultan literalmente insoportables las doctas discusiones y el tono desapasionado que algunos adoptan ante el ataque que el separatismo lleva a cabo contra las instituciones y la convivencia de los ciudadanos españoles. ¿Cómo permanecer imperturbable ante lo que está perturbándolo todo? Detrás de su pregunta late el temor de que se minimice de ese modo el peligro que representa el independentismo para nuestra democracia.

Construcción nacional en Valencia, de Mikel Arteta, responde a esa inquietud. No puede considerarse un opúsculo con sus más de trescientas páginas, aparato de notas y anexos documentales, pero sí es un libro de combate y el estilo apasionado, beligerante, con que está escrito no decepcionaría a Savater. El autor describe su trabajo situándolo «a caballo entre el informe y el ensayo» (p. 100) y en los distintos capítulos ofrece abundante información y datos interesantes sobre la realidad sociopolítica y lingüística de la Comunidad Valenciana. Buena parte de esa información versa sobre las políticas lingüísticas que se han llevado a cabo en la comunidad autónoma, el surgimiento de Compromís, su ideario político y el mundo asociativo y cultural, nacionalista o pancatalanista, que se mueve alrededor de la coalición. Con ello el libro busca cubrir un hueco significativo en la literatura sobre nacionalismos en España, pues ya contamos con análisis y discusiones de las políticas nacionalistas en el País Vasco, Cataluña o Galicia, pero no así de la Comunidad Valenciana. Mikel Arteta encuentra «preocupantes paralelismos» con otras comunidades gobernadas por partidos nacionalistas, muy especialmente en lo que se refiere a las políticas lingüísticas. Por ello no sólo se propone documentar lo que está ocurriendo, sino presentar una vigorosa denuncia de los abusos cometidos y de la amenaza que representa el avance del nacionalismo en esta comunidad. Y lo hace pensando en un público poco informado o incluso escéptico, en el que se encuentran ciudadanos que piensan que «aquí no podría ocurrir». De ahí el tono perentorio, de urgencia, que adopta ante los «síntomas de la metástasis», una de las metáforas que emplea en el texto, y que la crisis catalana no ha hecho sino avivar. «Aviso al ciudadano aletargado», se titula uno de los epígrafes del segundo capítulo (p. 109), pero bien podría indicar la pretensión del libro entero.

De los nueve capítulos que componen el volumen, el primero define el planteamiento general y los argumentos ético-políticos que aplicará después al caso específico de la Comunidad Valenciana, siendo con diferencia el más extenso. Las convicciones de partida quedan claras desde un principio. El autor es un europeísta convencido que ve en los nacionalismos disgregadores, ya sea el catalán o el valenciano, y en la idea misma de los Països Catalans, un proyecto político profundamente regresivo, insolidario e injusto, que no sólo va en sentido contrario a la integración europea, sino que pone en peligro las bases mismas sobre las que se asienta un régimen democrático liberal como el nuestro.

Hay otro presupuesto, más o menos implícito, sobre el que se asienta ese primer capítulo y el libro entero: la importancia de las ideas en la vida política. Lo que podría expresarse con la célebre imagen de Max Weber según la cual las ideas actuarían como guardagujas que determinan las vías por las que se mueven los intereses. Tal convicción reaparece aquí y allá a lo largo del texto, por ejemplo cuando Arteta se pregunta cómo es posible que los ciudadanos apoyen políticas lingüísticas claramente contrarias a sus intereses. Por ideas equivocadas acerca de lo que es justo o deseable, sería la respuesta. De ahí, como sostiene, la necesidad de combatir intelectualmente aquellas creencias y prejuicios bien arraigados y socialmente extendidos sin los cuales no prosperaría el nacionalismo.

Mikel Arteta plantea el asunto acudiendo a la idea de los marcos cognitivos o interpretativos popularizada por George Lakoff. Esos modelos, en gran medida metafóricos, conforman nuestra percepción de lo que es socialmente relevante y condicionan así nuestra interpretación y valoración de los hechos. Al asumirlos irreflexivamente, el ciudadano queda «prisionero del paisaje moral» que dibujan esos marcos, hasta el punto de que resultan invisibles. La batalla de las ideas pasa entonces por sacarlos a la luz, sometiendo a discusión los supuestos y metáforas en que se basan; o bien presentando como alternativa un marco interpretativo mejor.

Para Arteta, la clave del pensamiento nacionalista es la metáfora de «la nación como familia» (p. 31), es decir, la representación de la comunidad política como un cuerpo homogéneo basado en lazos prepolíticos, a imagen y semejanza del parentesco. Por razones comprensibles, los nacionalistas rehúyen hoy más o menos las resonancias raciales de la sangre y la ascendencia común, pero mantienen la lengua y la identidad cultural, como criterio de pertenencia comunitaria. Por utilizar la conocida fórmula de Benedict Anderson, la comunidad imaginada por el nacionalista es un pueblo singular, separado de otros por una identidad colectiva y una cultura distinta, trasunto del viejo Volksgeist de los románticos. A lo que Mikel Arteta opone la metáfora del contrato social como forma alternativa, normativamente superior, de representar la comunidad política en una sociedad moderna, democrática y pluralista (p. 46). No es difícil ver tras la metáfora del pacto social una representación del orden político como una asociación de ciudadanos libres e iguales que se rige por los principios de una democracia constitucional. A partir de ese contraste fundamental va desgranando las objeciones y críticas que dirige contra el nacionalismo y también contra una parte de la izquierda española que ha asumido las metáforas o el marco interpretativo nacionalista.

No es cuestión aquí de entrar en el repaso detallado de tales críticas, muchas de ellas conocidas por las discusiones recientes acerca del nacionalismo, pero sí al menos de señalar lo más relevante. La acusación básica de Arteta es clara y rotunda: la visión nacionalista del pueblo culturalmente distinto y homogéneo es incompatible con el pacto social, o con los principios de una democracia constitucional; cuando el proyecto nacionalista persigue directamente la secesión constituye un ataque a ese pacto sobre el que se asienta la vida política democrática. De forma más precisa, destacaría tres cuestiones centrales en esa oposición entre el pueblo de los nacionalistas y la comunidad de ciudadanos: la salvaguarda de la autonomía individual, las consideraciones de justicia acerca de la igualdad fundamental de los ciudadanos y el pluralismo como rasgo definitorio de una sociedad democrática. El pacto social en una sociedad democrática tiene por objeto proteger los derechos individuales, garantizando la convivencia en libertad y el desarrollo de la autonomía de las personas. Sin las garantías que representan los derechos civiles y políticos, eso que John Stuart Mill llamó «la única libertad que merece tal nombre», la libertad de conducir nuestra vida de acuerdo con nuestras convicciones de valor, o de examinarlas y revisarlas si llega el caso, correría el riesgo de ser ahogada por las expectativas comunitarias y demandas identitarias. Pocos han expresado esa preocupación tan bien como Renan:

No abandonemos el principio fundamental de que el hombre es un ser razonable y moral antes de estar ubicado en tal o cual lengua, antes de ser miembro de tal o cual raza, un adherente de tal o cual culturaErnst Renan, ¿Qué es una nación?, trad. de Andrés de Blas Guerrero, Madrid, Alianza, 1987, p. 78..

En segundo lugar, buena parte de las críticas de Arteta invocan razones de justicia y se refieren al hecho de que el nacionalismo busca socavar la igualdad de los ciudadanos españoles. En algunos casos, las políticas nacionalistas erigen barreras artificiales a la movilidad de los trabajadores y en el acceso a la función pública autonómica; en otros se trata de una distribución desigual de costes y cargas a través de las políticas lingüísticas. Pero lo más importante, a su juicio, es que el proyecto nacionalista es incompatible con la igualdad fundamental de los ciudadanos: primero, porque persigue subordinar los derechos de ciudadanía a las supuestas identidades colectivas; y, segundo, porque el éxito de su proyecto pasa por fragmentar el cuerpo político igualitario y soberano que conforman el conjunto de los ciudadanos. Como reitera a lo largo del libro, los modernos Estados democráticos son «espacios de justicia y solidaridad», por lo que la pretensión de romperlos en nombre de comunidades culturalmente homogéneas es profundamente regresiva (p. 107).

Eso nos lleva, finalmente, a la tensión que existe entre el pueblo que imaginan los nacionalistas y el pluralismo característico de las sociedades democráticas. El reconocimiento del pluralismo es inevitable allí donde hay instituciones libres y los derechos y libertades individuales están garantizados. Aunque en el libro no se cita a John Rawls, sabemos por el autor de Political Liberalism que el pluralismo, al ser consustancial a las modernas sociedades democráticas, nos obliga a reconsiderar las bases de la unidad y la estabilidad de un régimen constitucional democrático. Por decirlo de otro modo, una sociedad democrática no puede concebirse como una comunidad de fe o de cultura, ni cohesionada por un proyecto ideológico o movimiento nacional. De ahí surge la tensión inevitable entre el pluralismo social y político y los proyectos de construcción nacional que tratan de ahormar, si no superar, esa realidad plural para realizar la visión nacionalista del pueblo homogéneo. Y también el aire de paradoja que envuelve a la misma idea de la construcción nacional, obviamente otra metáfora, porque se trata de «construir», por medio de la acción del gobierno y los recursos del poder, la comunidad y la identidad nacional que se presuponen de antemano como justificación.

Por supuesto, no es que los nacionalistas no celebren la diversidad, pero la representan, por utilizar la célebre expresión de Ernest Gellner, como un cuadro de Modigliani compuesto por grandes manchas de color completamente homogéneas y perfectamente delimitadas unas de otras por un trazo rotundo. La diversidad que importa para ellos queda fijada en la coexistencia de pueblos distintos; se da entre naciones, por así decirlo, no dentro de éstas. Las políticas de construcción nacional, como formas de ingeniería social, están orientadas a que la realidad social se parezca lo más posible a esa visión de un Modigliani: para ello han de reforzar las diferencias entre comunidades y ocultar, o suprimir cuando sea posible, el pluralismo en su interior.

La lengua tiene un papel de primer orden en la política de construcción nacional. Basta pensar que los nacionalismos presentes en España son todos nacionalismos lingüísticos. Para ellos, la lengua marca la existencia de una cultura y un pueblo diferentes, y sobre esa existencia basan sus reivindicaciones políticas de autogobierno nacional y autodeterminación. Como afirma otro Arteta (Aurelio), en su prólogo «La distorsión en Navarra», la política lingüística, especialmente en el ámbito de la educación, es para los nacionalistas «la palanca básica de su construcción nacional» (p. 25).

En consecuencia, por tratarse de un libro sobre la construcción nacional en la Comunidad Valenciana, el foco principal está puesto necesariamente sobre la lengua y la política lingüística. Sin entrar en la vieja querella sobre el valenciano, que considera una variedad dialectal del catalán, el libro ofrece un estudio informativo sobre la realidad sociolingüística de la comunidad en el quinto capítulo, uno de los más importantes del libro. Basándose en informes de la Universitat Jaume I, de la Academia Valenciana de la Lengua o de la Generalidad, ofrece datos relevantes sobre el conocimiento y uso del valenciano, su distribución geográfica, o su demanda en la enseñanza universitaria y no universitaria, así como los cambios en la política lingüística en la enseñanza, en lo concerniente a la toponimia y a la función pública. Gran parte de esa información viene expuesta en gráficos y tablas, y es una lástima que por un problema de edición no tengan la suficiente nitidez para poder leerse bien.

Hay pocos asuntos tan necesitados de información precisa y de clarificación como la regulación de la diversidad de lenguas y la política lingüística. Es un terreno en el que abundan las metáforas que distorsionan y las buenas intenciones son presa de la confusión normativa. Como decía Ernesto Garzón Valdés a propósito de la diversidad cultural, las confusiones conceptuales y valorativas en relación con las lenguas tienen en muchos casos implicaciones políticamente nocivas y moralmente reprochables, cuando no son meramente retóricas en otrosErnesto Garzón Valdés, «La pretendida relevancia moral de la diversidad cultural», en Calamidades, Barcelona, Gedisa, 2004, pp. 93-94.. Cuando hablamos de la lengua como palanca de la construcción nacional, esos riesgos están más presentes que nunca, como repite Mikel Arteta en el libro.

Por esa razón, me hubiera gustado que se prestara una mayor atención a los principios normativos de justicia lingüística con que debemos evaluar las políticas de la lengua. No es que no aparezcan, pues se encuentran aquí y allá en el texto, entreverados con las denuncias y críticas de la política lingüística; y, además, son los correctos, en mi opinión. Pero se alude simplemente a ellos, se presentan brevemente al hilo de la discusión o se dan por supuestos. Pongo un ejemplo. Su caracterización de los derechos lingüísticos es impecable: «derechos individuales de ejercicio colectivo y, por tanto, contextuales» (p. 105); pero seguramente hubiera sido conveniente algo de análisis para mostrar al lector las implicaciones normativas que se siguen. Y son importantes, pues si las políticas lingüísticas han de proteger los derechos de los hablantes, esa protección ha de ajustarse necesariamente al contexto demolingüístico. Ese principio de «adecuación a la realidad sociolingüística», que debería orientar el ejercicio y la protección del derecho a la lengua, está presupuesto en el libro como el criterio básico para evaluar si las políticas lingüísticas son justas y justifica, por ejemplo, sus críticas a la inmersión lingüística o a la ingeniería social aplicada a la toponimiaAurelio Arteta ha defendido en sus trabajos el principio de «adecuación a la realidad sociolingüística», por ejemplo en «¿Libertad de elección lingüística?», Claves de Razón Práctica, núm. 215 (2011), pp. 30-41.. Dada la confusión reinante, no conviene dar por sentado que el lector está al tanto de los criterios de justicia lingüística. Aunque remiten a los principios de autonomía, igualdad y respeto por el pluralismo anteriormente mencionados, su articulación precisa en asuntos lingüísticos no es obvia y requiere cierta elaboración.

Por lo demás, Arteta ilustra convincentemente cómo el uso de la lengua como palanca de la construcción nacional requiere un ejercicio masivo de ingeniera social contrario al principio de adecuación a la realidad sociolingüística. Y, no menos importante, señala los numerosos errores y confusiones que persisten en torno a la política lingüística, a los que no son inmunes ciudadanos y partidos que no son nacionalistas y con los que se defienden esas operaciones de ingeniería social en materia de lenguas. La «distorsión nacionalista» que usa como hilo argumental se refiere justamente al uso preponderante del valenciano por parte de la administración pública autonómica y los medios de comunicación públicos, que se aparta de la realidad sociolingüística de la comunidad con el fin de «convertir en valencianoparlante nuestro espejo público» (p. 161). Un espejo deformado por el esencialismo lingüístico, cabría añadir, pero que se justifica en nombre de la normalización de la «lengua propia».

Es significativo, por ejemplo, que el Estatuto de la Comunidad Valenciana de 1982, en su artículo 7, no utilizara la expresión «lengua propia», pues afirmaba simplemente cuáles eran las dos lenguas oficiales: «Los dos idiomas oficiales de la Comunidad Autónoma son el valenciano y el castellano. Todos tienen derecho a conocerlos y usarlos». Hay que compararlo con la nueva redacción del artículo sexto en la reforma del Estatuto de 2006 pactada entre el PP y el PSPV-PSOE, donde, siguiendo el modelo catalán, sí aparece:

1. La lengua propia de la Comunitat Valenciana es el valenciano. 2. El idioma valenciano es el oficial de la Comunitat, al igual que lo es el castellano, que es el idioma oficial del Estado. Todos tienen derecho a conocerlos y usarlos y a recibir enseñanza del, y en, idioma valenciano.

Mucho se ha hablado de la distorsión que introduce la fórmula «lengua propia» y sus connotaciones, pues da la impresión de que el castellano es la lengua impropia o de fuera, que es oficial en la comunidad sólo porque lo es del Estado. Y ello a pesar de que es la lengua materna de la mayoría de los valencianos y la que usan habitualmente para comunicarse; que hay muchas partes de la comunidad en las que el valenciano tiene escaso arraigo; y que en zonas oficialmente designadas como valencianoparlantes habla la lengua vernácula alrededor del 30% de la población (p. 203). Se erige así la lengua minoritaria en seña de identidad colectiva y se atribuye al conjunto de los ciudadanos, con independencia de la lengua real que estos usan. En nombre de esa identidad ficticia se llevan a cabo políticas de normalización lingüística que, paradójicamente, pretenden cambiar lo que es normal para imponer una realidad lingüística diferente. En lugar de que la norma se ajuste a la realidad lingüística, se pretende ahormar ésta por medio de la norma. En suma, como ha observado José María Ruiz Soroa, el foco de tales políticas parece estar más centrado en la lengua, o en la igualación de la lengua minoritaria con la común, que en los derechos e intereses de los hablantes realesJosé María Ruiz Soroa, «Política lingüística y democracia constitucional», en La política lingüística vasca a debate, Vitoria, Ciudadanía y Libertad, 2008, p. 11..

Como se ve, el libro de Mikel Arteta abre importantes cuestiones sobre la regulación de la diversidad de lenguas y el nacionalismo. Contribuye así a un debate que desborda con mucho el ámbito de la Comunidad Valenciana. Como sostienen algunos constitucionalistas, el modelo de cooficialidad lingüística que establece el artículo 3 de la Constitución Española deja margen para diferentes opciones en las Comunidades Autónomas con lenguas particulares. La discusión acerca de las políticas lingüísticas más justas, o de los intentos por subvertir el modelo constitucional, es de la mayor importancia para la democracia española y dista de estar cerrada. Así lo demuestran las breves piezas escritas, a modo de prólogos, por Félix Ovejero, José María Ruiz Soroa, Roberto Blanco Valdés, Aurelio Arteta y Juan Antonio Horrach sobre las políticas de la lengua en las diferentes Comunidades Autónomas, que ofrecen una visión de conjunto y añaden un atractivo suplementario al libro.

Manuel Toscano es profesor de Ética y Filosofía Política en la Universidad de Málaga.

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