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Carmen, película de Vicente Aranda 

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Una de las características más notables de nuestra cultura, normalmente tan acomplejada, es la de haber sido capaz de aportar mitos literarios al imaginario universal con una abundancia acaso sin igual: Don Quijote, la Celestina, el Lazarillo, Don Juan. ¿Podemos considerar a Carmen también una creación española? Acaso sí porque, no obstante la condición francesa de su autor, sus fuentes de inspiración y sus elementos son tan marcadamente españoles que inauguran un estilo o un modo de ver la realidad, eso que, como producto terminado, podríamos llamar españolada. Y, contra lo que vulgarmente se cree, no toda la responsabilidad, ni siquiera la mayor parte, ha de recaer sobre Prosper Mérimée. Al fin y al cabo, él sólo escribió una novela en la que su aproximación a Carmen no difería mucho de la de Bram Stoker para contarnos su encuentro con el vampiro: viaje a país exótico y encuentro con personaje singular, Carmen en un caso, Drácula en el otro. Es verdad que la suerte de uno y otro mito ha resultado muy dispar. Drácula se ha internacionalizado, mientras que Carmen permanece enraizada en su entorno y en su tiempo, como si ambos fueran consustanciales a su carácter. Supongo que Mérimée sería el primer sorprendido, pues su novela se centra en las vicisitudes trágicas de don José, un joven soldado español de estirpe vasco-navarra, comprometido con su carrera militar hasta que se topa con Carmen, la gitana, que lo seduce y lo arrastra al crimen, arruinando su carrera, su buen nombre y su vida.

La acción se desarrolla a finales de 1830, con Fernando VII, el rey felón por antonomasia, todavía en el trono; fecha coincidente con la de uno de los viajes de Mérimée por España, cuando la condesa de Montijo le habla de un soldado celoso que acabó con la vida de una gitana.

La novela de Mérimée no ha gozado de buena prensa en España. Hoy resulta de muy fácil lectura y de bastante más calidad de lo que normalmente se cree. Uno de sus aciertos, y acaso lo que hace de ella una novela moderna, es el de estar contada en primera persona, como el testimonio de un viajero ilustrado de la época que entra casualmente en contacto con los personajes que la protagonizan, a uno de los cuales, don José, cede durante muchas páginas la voz narradora para ganar así nuevas perspectivas.

Publicada en octubre de 1845 en la Revue des deux mondes, no logró el éxito que cabe imaginar a tenor de su enorme proyección posterior, sino hasta treinta años más tarde, cuando en 1875, Georges Bizet publicó su mejor ópera, también titulada Carmen, inspirada en el libro de Mérimée, que es según opinión generalizada una de las mejores óperas que nunca se han escrito. Bizet llevó toda la acción a Sevilla, creó el personaje de Micaela la joven rubia contrapeso del de Carmen. Y rebajó algunos de los aspectos considerados más crudos de la novela: redujo, por ejemplo, los episodios de muerte y sangre, aunque acentuó otros, los más plásticos y coloristas. También mantuvo el final trágico de Carmen.

De la suma o de la fusión de novela y ópera nace el mito, y lo hace, ahora definitivamente sí, entre cigarreras, bandoleros, toreadores y gitanas. Y ahí está, Carmen, la mujer fatal, la hembra que pierde a los hombres cabales, con su modo de amar voluble y caprichoso, efímero y sin compromiso, al tiempo que voraz y exigente.

Carmen posee la fascinación del abismo. Mujer libre, dicen algunos; transgresora, dicen otros. Pero Carmen, la Carmen de Mérimée, es mucho más desaprensiva que transgresora, pues es verdad que conculca la norma, pero la norma de los payos, la que ella no considera suya; mientras que sí respeta la suya, la ley gitana, tanto que hasta muere por ella, pues se hace asesinar por su rom. Así lo dice ella misma en la novela: "Como eres mi rom [mi marido] tienes derecho a matar a tu rumi". Y más que dejarse matar se hace matar.

Mérimée, para reforzar la verosimilitud del personaje, enfatiza su condición gitana, su pertenencia a una etnia irreductible, con sus propias leyes y costumbres, comunes entre los gitanos de Alemania, de Francia, de España, entre los gitanos del mundo… No es, pues, la novela de Mérimée eso que, para entendernos, llamaríamos una españolada, según reproche generalizado entre nosotros, como no es Drácula una rumanada, si se me permite la expresión. Carmen podría incluso no haber sido española, pues lo característico de ella es su condición de gitana.

No conozco con detalle el tratamiento dado por el cine al mito de Carmen. Existen ya versiones en cine mudo, entre otras una de Charles Chaplin, otra de Cecil B. De Mille y otra de Raoul Walsh, con Dolores del Río en el papel de protagonista, lo que es suficiente indicio de la fascinación ejercida por el personaje. La lista continúa con el sonoro, una lista larguísima que probablemente rebasa el centenar de películas, abarcando casi todas las cinematografías, algunas tan insólitas como la venezolana o la checoslovaca, porque hay versiones en Estados Unidos, en Inglaterra, en Francia, en México, en Rusia. Yo recuerdo haber visto Los amores de Carmen, dirigida por Charles Vidor, con Glenn Ford y Rita Hayworth, el mismo equipo artístico que tanto éxito obtuvo con Gilda; Carmen la de Ronda, dirigida por Tulio Demicheli, con Sara Montiel de protagonista, Jorge Mistral haciendo de bandolero o de guerrillero, pues la acción se había llevado a la guerra de la Independencia, y Maurice Ronet en el de don José, un oficial francés de procedencia vasca; y Carmen Jones, adaptación de la ópera de Bizet, dirigida por Otto Preminger, que tiene como singularidad haber trasladado la acción a una base militar norteamericana, con Harry Belafonte y Dorothy Dandridge de protagonistas, en un ambiente de gentes de color.

Atreverse hoy con el tema, y en España, es admirable. A mí, después de ver la película de Aranda, se me han ocurrido algunas reflexiones que atañen a nuestra propia imagen. Me parece, por ejemplo, muy significativo que la adaptación de la Carmen de Preminger al mundo americano, lo sea a través de gentes de color, en las que la carga étnica resulta el expediente más fácil para explicar los excesos. El mismo Mérimée añadió en la segunda edición de su novela un último capítulo, el cuarto, dedicado a la antropología gitana, sin duda con la intención de hacer más comprensible a sus lectores el comportamiento singular de Carmen. Un añadido que hoy nos parece por completo innecesario, pues en el primer texto todo estaba ya meridianamente claro. Véase si no cómo terminaba la novela, cuando el desgraciado don José, a la espera de ser ajusticiado, todavía disculpa a Carmen: "¡Pobre niña! –exclama–, son los calés los culpables por haberla educado así".

Pero hablábamos de imagen, de nuestra propia imagen, y quizá deberíamos hablar de estilo. Los contemporáneos españoles de Mérimée acogieron con recelo la novela, un recelo que transmitieron a las generaciones siguientes. Aquel texto fue considerado, como buena parte de los que sobre España escribieron los viajeros románticos venidos de fuera, un chafarrinón plagado de tipos pintorescos y emociones librescas, caracterizado por el exceso; vamos, una Spain is different, mucho antes de que a Fraga Iribarne se le ocurriera el eslogan para su ministerio de turismo en los años franquistas. Ahí queda esa canción que dice "Yo soy la Carmen de España y no la de Mérimée y no la de Mérimée", tan reveladora de aquel estado de opinión que rechazaba lo que se consideraba excesiva acumulación de trazos gruesos.

Las cosas han cambiado mucho hoy. Lo que se tenía por prejuicios que veían lo español como un ámbito de pasiones extremas, ha sido aceptado casi como una imagen de marca, lo mismo que el toro de Osborne que lucen nuestras carreteras o el himno de la legión Soy el novio de la muerte… Entre nosotros sabemos muy bien que no somos así, pero también sabemos que es así cómo se nos ve fuera y hemos acabado aceptándolo como un estilo. Si no puedes derrotar a tu enemigo, únete a él, se diría que nos hemos dicho.

He ahí el cine de Almodóvar tan lleno de situaciones extravagantes con travestis que han sido monjas y acaban siendo putas o putos y que tienen hijos con los que mantienen también peculiares relaciones y que tanto entusiasman allende los Pirineos, considerándolas acaso lo natural entre españoles que viven de modo tan libérrimo sus pasiones. No es nuestra realidad, pero sí es nuestra realidad imaginada.

Vicente Aranda, un director muy cualificado, que ha hecho repetidamente gala de su interés por los personajes femeninos, tal y como hacía, por ejemplo, Cukor en la cinematografía de Hollywood, se ha inclinado por retomar la novela de Mérimée para su película, olvidándose de Bizet, aunque no del todo. Pero, siendo la manera de contar muy fiel al texto, presenta, sin embargo, algunas variaciones que merecen un comentario, porque vienen a corroborar lo dicho más arriba.

Si Mérimée resaltaba la condición gitana de Carmen, Aranda prescinde de ella: ahora Carmen es española y andaluza, pero ya no gitana. Con Aranda el mito se ha españolizado. El comportamiento de Carmen no se explica ya por la adscripción a una etnia o a una cultura exótica; ahora se trata de un carácter: así es Carmen. Claro que también es probable que esa condición de exótica se haya traspasado consciente o inconscientemente a la cultura española.

Ya hemos comentado que Bizet rebajó los aspectos más duros de la novela de Mérimée. Aranda, sin embargo, los subraya y donde Mérimée usaba de las elipsis, Aranda se detiene y recrea. La prosa de Mérimée es contenida y sosegada, con inteligentes elipsis que eluden explicitar lo más escabroso y cruel. Y ésa es la paradoja de los tiempos que vivimos. Lo que no había en la Carmen de Mérimée y que tanto se le reprochó, lo hay en la Carmen de Aranda, no como gusto personal, sino como el estilo común a más de una generación.

Y, así, lo que en la novela es muerte casi accidental del teniente, en la película es una estocada aviesamente dirigida. Otro tanto cabe decir de la muerte del Tuerto, que Aranda convierte en asesinato, pues Carmen le cubre la cabeza a traición con sus vestidos para que no pueda defenderse. Y lo mismo ocurre con el torero, rejoneador en la novela, que muere a manos de un don José cuya sed de sangre ha aumentado en varios grados con respecto al personaje de Mérimée. También la lubricidad, –no sólo la de Carmen, sino la ambiental–, como esa dueña de la calle de Candilejo que en la novela es gitana y en la película no, y que a pesar de la diferencia de edad se ofrece al joven don José restregándosele. ¿Qué decir de los desnudos de Carmen, de su increíble falta de pudor, si precisamente Mérimée escribe por boca de don José «delante de los camaradas [Carmen] jamás consentía en que fuese mi amante»? ¿Qué decir de la necrofílica escena final, cuando ya muerta, de su mano, don José la desnuda y la besa por todo el cuerpo de abajo arriba?

A mi modo de ver, esto ya es estilo, pero estilo colectivo, un modo de hacer que hace de lo español una singularidad en Europa y en el mundo. De Buñuel a Cela, pasando por Almodóvar y tantos otros, hay un sello peculiar o una señal de identidad que no es carácter sino estilo, una forma de expresión artística que se complace en lo vehemente y desenfrenado, cuando no en lo gratuito y disparatado, o sea, en el exceso. Un estilo que, a fuer de arrebatado y supuestamente rupturista, se ha encaramado ya en la cima de lo políticamente correcto, como si determinadas elipsis no fueran finura espiritual sino apocamiento.

Pues bien, a pesar de todo, me ha gustado la película de Aranda. Hay en ella un logro que destaca por encima de los demás: su plástica bellísima, en la que predominan los tonos dorados, evocadora de aquellos pintores viajeros del romanticismo. En ese sentido es un auténtico gozo. Y es verdad que el espectador la disfruta mucho, pero también lo es que tiene alguna dificultad para creérsela. Acaso el mito de Carmen haya pesado demasiado en detrimento del propio personaje, sin que esto signifique crítica de la interpretación, también excelente.

Algo más que anecdótico resulta hoy, a tenor de cómo han evolucionado las cosas en la España de las autonomías, que Carmen hablara vascuence, lo que queda claramente recogido en la película. (Por cierto que se deben a Iribarren, el lexicógrafo navarro, algunas correcciones sobre el vascuence de Carmen, ese "laguna ene biotzeko" por "laguna ene bihotsarena", o ese "baratza" por "barratcea".) Y es precisamente esta habilidad la decisiva para conseguir que el sargento don José, un buen muchacho navarro, la deje escapar, con lo que comienza para él una carrera de despropósitos y crímenes. Pero la Carmen de Mérimée también hablaba caló, casi en cada página de la novela. Y esto sí que se ha perdido.

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