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Cara a cara con Ingmar Bergman

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El valor de una obra no depende de los vientos que soplen en cada época. El hombre de hoy elude hablar de la muerte, apenas busca un sentido a su existir y ha prescindido de Dios. Un gran parte del cine de Ingmar Bergman gira alrededor de estos temas. De hecho, el cineasta sueco se mueve en la órbita del existencialismo, afrontando con angustia la posibilidad de estar atrapado en un universo absurdo, fruto del azar y carente de significado. Algunos apuntan que vivimos en una «época posreligiosa». Quizás esa sea una de las razones por las que el primer centenario del nacimiento de Ingmar Bergman no ha suscitado demasiados homenajes. En la mayoría de los casos, la prensa sólo le ha dedicado artículos que cumplen someramente con la obligación de evocar su figura y trayectoria. Por otro lado, la hegemonía de un cine de entretenimiento que combina un ritmo vertiginoso con unos guiones infantiles también ha contribuido a confinar al cineasta en el desván de lo presuntamente apolillado y caduco. Se pasa por alto que olvidar o postergar su obra sólo contribuye a mermar nuestra comprensión del siglo XX. Su cine es un testimonio privilegiado de su tiempo. Sus películas, incluso en sus formas más abstractas y atemporales, recrean con exactitud la crisis de valores que surgió durante la posguerra de 1945, cuando se alzaron protestas cada vez más enérgicas contra instituciones como la familia, la religión y el Estado. El sentimiento de liberación convivió con el miedo, la inadaptación y el nihilismo. El cine de Bergman recoge y explora la perplejidad de unas generaciones que ya no podrían resguardarse bajo el paraguas de la fe, los vínculos familiares o el sentido de comunidad. El proceso de transformación social emancipará a las conciencias de tutelas indeseables, pero también incrementará la sensación de precariedad y desamparo. La libertad siempre es una ventaja, pero puede convertirse en una pesada carga cuando se vive como una responsabilidad que desborda nuestros recursos. No saber adónde ir puede resultar tan abrumador como transitar por un camino trazado por otros.

Ingmar Bergman nace en Upsala el 14 de julio de 1918. Sólo faltan cuatro meses para el final de una contienda que había provocado la muerte de nueve millones de soldados y trece millones de civiles. Algunos historiadores duplican las cifras, lo cual acredita la extraordinaria magnitud de la catástrofe. Ingmar nace débil y enfermo, con fiebre y diarreas. Aquejada de una gripe, su madre, Karin Åkerblom, se queda sin leche y no puede alimentarlo. Karin no es feliz en su matrimonio. Lleva tiempo planteándose abandonar a su esposo, el pastor luterano Erik Bergman. Cuatro días después del nacimiento de Ingmar, anota en su diario personal: «Le rezo a Dios sin confianza. Uno tiene que arreglárselas como mejor pueda». Bergman viene al mundo en el seno de una familia que no llegaría a romperse, pero que siempre soportaría la incomprensión, los celos, el autoritarismo, la deslealtad, la tristeza y las tendencias autodestructivas. Una robusta muchacha rubia de un pueblo vecino salvó la vida del pequeño Ingmar, asumiendo el papel de ama de cría. La recuperación se complicó con nuevas enfermedades que dejaron –si creemos lo que nos cuenta Bergman en La linterna mágica, sus memorias– un «recuerdo preciso» del hedor de las secreciones del cuerpo, el tacto de las ropas húmedas y ásperas, la cálida luz de una lamparilla, el sonido de unos pasos sigilosos, el susurro de unas voces y la profunda respiración de la niñera. El cineasta habla incluso de los reflejos del sol en una botella de agua. «De todo eso me acuerdo –asegura–, pero no recuerdo haber pasado miedo alguno. El miedo llegó más tarde». El miedo es una experiencia de la conciencia adulta. El miedo básico que compartimos con otras especies es una reacción instintiva, poco elaborada. El miedo al que se refiere Bergman es el miedo de nuestra conciencia racional a la muerte. Ese temor es una vivencia específicamente humana. Descubrir nuestra finitud quizás es el precio que hemos pagado por elevarnos sobre el resto de las especies. Y ya no hay marcha atrás. Al igual que Antonius Block, el caballero cruzado de El séptimo sello (1957), jugamos una interminable partida de ajedrez con la Muerte, buscando un ardid para obtener una improbable victoria, pero en el fondo sabemos que cualquier esfuerzo será inútil. Tenemos los días contados y sospechamos que no hay nada al otro lado, salvo oscuridad, silencio y olvido.

La generación de cineastas suecos inmediatamente posterior a Bergman –Jan Troell, Vilgot Sjöman, Mai Zetterling, Jonas Cornell, Johan Bergenstråhle, Kjell Grede, Jan Halldoff o Jörn Donner (nacido en Finlandia), por citar sólo a los más destacados– rompió abiertamente con su legado, realizando un cine menos personal, sexualmente más explícito, políticamente comprometido, más agresivo con los valores morales convencionales y sin preocupaciones metafísicas o teológicas. La muerte no dejó de ser un problema, pero se asumió que la prioridad era habitar el mundo, disfrutar de la existencia, no desperdiciar el placer del instante por la expectativa de una inexistente eternidad. A pesar de ese distanciamiento –más temático que formal–, la huella del cine de Bergman es sumamente alargada, se reconozca o no. Woody Allen siempre ha reivindicado al cineasta sueco, afirmando que es «el gran poeta fílmico de la inmortalidad» y uno de los más finos indagadores de la psique femenina. Su influencia se percibe en John Cassavetes, Francis Ford Coppola, Paul Thomas Anderson, Martin Scorsese, Michael Haneke, Lars von Trier, Bille August, Steven Soderbergh, Sofia Coppola y muchos otros. Resulta paradójico que un rastro tan fructífero haya acabado difuminando su punto de partida. Para una nueva generación de espectadores, el cine de Bergman sólo tiene un interés arqueológico. Es una apreciación injusta. Fresas salvajes, El manantial de la doncella, El séptimo sello, Como un espejo, Persona, Gritos y susurros o Fanny y Alexander no son piezas de museo. Su espacio natural es la pantalla, muchas veces como punto de partida de nuevas obras cinematográficas. Sin el magisterio de Bergman, resulta casi imposible concebir películas como The Conversation (1974), de Coppola, con su personaje principal cada vez más aislado y enloquecido por su implacable búsqueda de la verdad; Magnolia (1999), de Paul Thomas Anderson, con sus historias de incomprensión, rencor y reconciliación; Lost in Translation (2003), de Sofia Coppola, con sus romances fallidos y el acoso permanente de la soledad; o media docena de películas de Woody Allen, con sus matrimonios en crisis, sus obsesiones neuróticas y su incapacidad de hallar respuestas que aplaquen su malestar interior. En algunos casos, la deuda es consciente y abrumadora, como en Das weisse Band (La cinta blanca, 2009), del austríaco Michael Haneke, una película que reúne casi todos los grandes temas de Bergman: la intransigencia religiosa, la educación autoritaria, los conflictos entre padres e hijos, el odio entre hermanos, los matrimonios rotos, la incubación del nazismo en una sociedad ferozmente represiva. La imagen más conocida y publicitada de La cinta blanca es un poderoso contracampo entre un severo pastor luterano (Burghart Klaußner) y su hijo Martin (Leonard Proxauf). De espaldas, el pastor recrimina a Martin, de unos doce años, que ultraje su cuerpo con prácticas onanistas. La cara de Martin se contrae y sus ojos se humedecen, no tanto por vergüenza como por miedo e impotencia. Al fondo, una pared con una sencilla cruz. El símbolo cristiano por excelencia proyecta su ascética moral sobre un despacho, donde la única nota de movimiento, color y vida se agita en el interior de una jaula en forma de pájaro. A pesar de su cautiverio, su canto despide alegría e inocencia, sin sospechar que será interrumpido de una forma cruel e inesperada. El pájaro aparecerá muerto. Atravesado por unas tijeras y con las alas extendidas, parece una sangrienta burla de la sombría moral del luteranismo.

La huella del cine de Bergman es sumamente alargada. Woody Allen siempre ha reivindicado al cineasta sueco, afirmando que es «el gran poeta fílmico de la inmortalidad»

Al igual que Bergman en El huevo de la serpiente (1977), Haneke rastrea los orígenes del nazismo en La cinta blanca. Las serpientes suelen escoger como nidos para sus huevos lugares húmedos, oscuros y corrompidos, como el Berlín de principios de los años veinte, pero a veces pueden incubarlos en espacios luminosos y aparentemente tranquilos, como la ficticia aldea de Eichwald, al este del Elba. La cinta blanca que el pastor anuda al cuerpo de sus dos hijos mayores, Martin y Klara, simboliza la pureza, pero su yugo no es dulce ni suave, sino amargo y áspero. Sometidos a toda clase de humillaciones y despiadados castigos físicos, los hermanos se aliarán con otros niños con el propósito de vengarse de los agravios, torturando a seres particularmente vulnerables. Sus víctimas, un niño de ocho o nueve años, un recién nacido y un niño discapacitado, se parecen a esas familias indefensas y supuestamente indeseables exterminadas por la política genocida del régimen nazi. Paradójicamente, los agresores justificarán sus actos, invocando las severas reglas morales que les han inculcado a base de bastonazos y sermones. Los niños-verdugos se convertirán en esa «juventud sin Dios», por utilizar la expresión de Ödön von Horváth, que completará su deshumanización durante la dictadura nazi, transformándose en una horda cuyos crímenes desbordarán las fantasías más terroríficas sobre la maldad del ser humano. Ingmar Bergman podría haber participado en esa locura homicida si hubiera nacido en territorio alemán. De hecho, simpatizó con Hitler durante su juventud. Su hermano Dag fue uno de los fundadores del partido nacionalsocialista sueco y el padre apoyó su causa desde el púlpito.

Ingmar y Dag sufrieron una violencia parecida a la que soportan los hijos del pastor de La cinta blanca, interiorizando un furor y un resentimiento que volcaron sobre las personas de su entorno. Cuando nace Margareta, los hermanos interrumpen sus peleas habituales para planear «diversas formas de matar al repugnante gusano». Dag, con ocho años, alecciona a Ingmar, de cuatro, para que ahogue a la recién nacida con sus manos. Ingmar, demasiado pequeño para ejecutar el plan con eficacia, oprime el pecho de su hermana y le tapa la boca, creyendo que así podrá asfixiarla. Subido a una silla para acceder mejor a la cuna, pierde el equilibrio y atrae la atención de los adultos. Ha fracasado, pero siempre recordará haber experimentado «un intenso placer que rápidamente se transformó en horror». En La cinta blanca, uno de los hijos del administrador del terrateniente local abre la ventana de la habitación donde descansa su hermana recién nacida con la intención de que contraiga una neumonía. Es un muchacho de unos doce años que no desea compartir el afecto de sus padres con una intrusa. Los incidentes violentos entre Ingmar y sus hermanos, particularmente con Dag, recorrerán toda su infancia, adquiriendo a veces una crudeza tan brutal como grotesca. Ingmar y Dag maquinaban juntos sus trastadas (espiar traseros en los retretes, hurtar pequeñas cantidades a sus familiares, blasfemar en voz baja durante los sermones de su padre), pero los castigos casi siempre recaían en el hermano mayor. Dag se vengaba, pegando a Ingmar con cualquier pretexto, iniciando una interminable espiral de represalias. En una ocasión, Ingmar esperó a su hermano mayor detrás de una puerta y le rompió una garrafa de cristal en la cabeza, provocándole graves heridas. Cuando se recuperó, Dag le pegó un puñetazo en la boca, partiéndole dos dientes. Ingmar respondió prendiéndole fuego a la cama mientras dormía. El fuego se apagó solo y los dos consideraron conveniente establecer una tregua.

La violencia entre los hermanos era perfectamente natural en un hogar donde los castigos paternos consistían en azotar a los chicos con una vara hasta levantarles la piel. Después de los azotes, los hermanos debían besar la mano de su padre e implorar su perdón. Las palizas dejaron graves secuelas psicológicas en Dag, que se intentaría suicidar años más tarde. Su padre se mostró implacable con él. Era su hijo mayor y debía ser un ejemplo de virtud. Margareta se libró de los azotes por ser una niña, pero el amor intenso y posesivo de sus padres acabó desequilibrando su mente. Siempre vivió en «un suave desasosiego». Ingmar aprendió a zafarse de las reprimendas, cultivando con maestría la mentira.

Aficionado a fabular e inventar historias, se dejó llevar por el deseo de impresionar a un compañero de escuela, contándole que sus padres habían acordado venderlo al Circo Schumann. El amigo no fue capaz de guardar el secreto y lo compartió con otros chicos. Finalmente, se enteraron los profesores, que se pusieron en contacto con sus padres. Ingmar persiguió al delator con un cuchillo de caza por el patio de la escuela. Cuando una profesora se interpuso, trató de matarla. «Me echaron del colegio y me sacudieron de lo lindo –confiesa Bergman en La linterna mágica–. A mi falso amigo le dio una parálisis infantil y murió, cosa de la que me alegré mucho».

A pesar de todo, el cineasta no recuerda con desagrado su niñez: «Nunca me faltó alimento para la fantasía y los sentidos, y no puedo recordar haberme aburrido jamás. Al contrario, los días y las horas desbordaban de cosas curiosas, parajes inesperados, instantes mágicos». Eso sí, los valores inculcados en el hogar condicionarían el resto de su existencia, abocándole a sumarse al fervor hitleriano de su entorno: «Casi toda nuestra educación estuvo basada en conceptos como pecado, confesión, castigo, perdón y misericordia. […] Este hecho contribuyó posiblemente a nuestra pasiva aceptación del nazismo. Nunca habíamos oído hablar de libertad y no teníamos ni la más remota idea de a qué sabía». Durante sus años de instituto, Bergman reconoce que muchos de sus profesores eran nacionalsocialistas: «unos por estulticia o por resentimiento […]; otros por idealismo y admiración ante la vieja Alemania, “un pueblo de poetas y pensadores”». Al cumplir dieciséis años, Ingmar viajó a la «vieja Alemania» en un programa de intercambio. Pasaría seis semanas con la familia de un muchacho de su edad y éste le acompañaría más adelante a Suecia para estar con la familia Bergman otras seis semanas.

En 1934, Ingmar viajó hasta un pequeño pueblo llamado Haina, situado a medio camino entre Weimar y Eisenach. Un pastor luterano con seis hijos y tres hijas lo alojó en su hogar. El pastor era un amante de la música, que tocaba varios instrumentos y cantaba con una suave voz de tenor. Su hijo Hannes, que sería el compañero de Ingmar, cumplía con todos los requisitos del ario exaltado por el nazismo: alto, rubio, ojos azules, orejas y nariz pequeñas. Ingmar descubrió que casi todos sus vecinos se saludaban con un cordial «Heil Hitler!» y preguntó al pastor si debía imitarlos. El pastor le contestó: «Mi querido Ingmar, todos lo considerarían como algo más que un gesto de cortesía». Ingmar siguió su indicación y empezó a saludar brazo en alto. Un día Hannes lo invitó a su escuela, donde lo recibieron con alborozo. Asistió a una clase de religión. El profesor utilizaba indistintamente la Biblia, el Mein Kampf y los artículos del diario antisemita Der Stürmer, repitiendo una y otra vez que los judíos habían envenenado el mundo. Extrañado, Ingmar preguntó a Hannes qué significaba esa arenga. Su compañero le contestó en tono paternal: «Oh, Ingmar, esas cosas no son para extranjeros».

Los sermones dominicales no diferían de las clases. Los pastores citaban el Mein Kampf en sus homilías y hablaban de la cólera de Dios hacia los judíos. Durante la fiesta del Partido Nacionalsocialista en Weimar, Hitler encabeza un gigantesco desfile. Ingmar asiste con entradas próximas a la tribuna de honor, presenciando las reacciones histéricas del público, que vocifera, llora y vitorea. El día de su cumpleaños la familia anfitriona le regala un retrato del Führer para que lo cuelgue en el cabecero de su cama y lo ame con toda su alma. Bergman admite que asimila el fervor nacionalsocialista, sin ninguna clase de resistencia: «Durante muchos años estuve de parte de Hitler, alegrándome de sus éxitos y lamentando sus derrotas». Bergman no romperá con el nazismo hasta que comienzan a circular las horribles imágenes de los campos de concentración. Desde ese momento, decidirá alejarse de la política, no tomar partido por ninguna ideología. Simpatizante de la socialdemocracia, evitará los pronunciamientos públicos y, por lo general, excluirá las cuestiones políticas de su cine. Años después, el Mayo del 68 llega hasta Suecia. Bergman protagoniza un sonado enfrentamiento con los estudiantes de Arte Dramático, que consideran innecesario y profundamente reaccionario aprender técnicas de interpretación para subirse a un escenario. Cuando el cineasta insiste en la necesidad de saber interpretar para hacer llegar al público un mensaje, incluso revolucionario, los estudiantes responden agitando el Libro Rojo de Mao. Bergman percibe en la atmósfera el mismo fanatismo de su adolescencia, pero con otras banderas: «El 68 fue a una velocidad vertiginosa. Los daños producidos en breve tiempo fueron sorprendentes y de difícil reparación».

Bergman describe a su madre como una mujer fría, a la que le molestaban sus arrebatos de devoción y ternura. Nunca se opuso a la severidad de su marido con sus hijos. Ingmar recuerda que a veces lo encerraban en un armario ropero como castigo. Para combatir el miedo a la oscuridad y la sensación de claustrofobia, el futuro cineasta escondía en un rincón una linterna con una luz roja y otra verde. Cuando cerraban las puertas, se tumbaba en el suelo y proyectaba la luz al techo o las paredes, imaginando que se hallaba en el cine. Su primer contacto con el mundo del espectáculo se produjo cuando su tía Anna lo llevó al Circo Schumann y pudo contemplar en la pista a los payasos, los acróbatas, los tragasables, los caballistas y las fieras. Fue también la tía Anna quien lo llevó por primera vez al cine Sture, donde proyectaban una película sobre un caballo basada en un famoso libro infantil: «Para mí, ése fue el principio –escribe en La linterna mágica–. Se apoderó de mí una fiebre que no desaparecía. Las sombras silentes vuelven sus pálidos rostros hacia mí y hablan con voces inaudibles a mis más íntimos sentimientos. Han pasado sesenta años y nada ha cambiado, sigue siendo la misma fiebre».

 Escena de El Silencio

Durante unas navidades, su hermano Dag recibe como regalo un cinematógrafo, una máquina relativamente sencilla con una lámpara de queroseno y una manivela accionada por una rueda dentada y una cruz de Malta. Ingmar le ofrece de inmediato cien soldados de plomo a cambio del cinematógrafo. Dag acepta sin pensarlo, satisfecho de poder incrementar su pequeño ejército. Al igual que la linterna con una luz roja y otra verde, el cinematógrafo se convierte en una vía de escape de la realidad. Una noche de otoño, Ingmar descubre a sus padres peleándose a gritos. Karin intenta marcharse de casa. Erik amenaza con suicidarse si lo hace. Gritan y forcejean. Ella le golpea en la cara y él la arroja contra la pared. El escándalo despierta a toda la familia, revelando que el esfuerzo por mantener las apariencias no ha proporcionado paz y felicidad en la intimidad.

Ingmar hallará el anhelado bienestar en el enorme piso de su abuela, viuda desde los treinta años. Situado en la silenciosa Trädgårdsgatan de Upsala, «significaba ante todo seguridad y magia». Con sus numerosos relojes, sus alfombras de estilo oriental, sus muebles antiguos y sus pesados cortinajes, dejaría un recuerdo indeleble en Bergman, que recrearía su atmósfera en Fanny y Alexander (1982), incluyendo aspectos reales del piso de su abuela: paredes decoradas con papel pintado de color verde, helechos y palmeras en grandes macetas, arañas de cristal, altas estufas de hierro, amplios ventanales por los que se cuela el sonido de las campanas de la cercana catedral o los cascabeles de un trineo, jarrones de porcelana. Bergman recuerda a Mårit, una joven niñera coja, regordeta y pelirroja, que en Fanny y Alexander se convertirá en Maj (Pernilla August). Bergman lamenta que sus recuerdos y vivencias se esfumen. Se pregunta si sería posible transmitirlos como un legado: «¿Adónde va todo? ¿Ha heredado alguno de mis hijos mis sensaciones? ¿Pueden heredarse sensaciones, experiencias, conocimientos?»

El tío Carl, un hombre extravagante, inestable e imprevisible, aportaría a Bergman esa creatividad que suele brotar de la inadaptación y la indiferencia hacia los convencionalismos. Mejoró su cinematógrafo, introduciendo un espejo cóncavo y tres cristales de colores que se movían independientemente. El joven Ingmar aprovechó las innovaciones de su tío, pero no se dejó arrastrar por su caos interior. Enseguida entendió que una película sólo podía realizarse satisfactoriamente planificando con meticulosidad sus distintos aspectos. Ser cineasta significa administrar lo indecible para transformarlo en una forma precisa y abierta a la comprensión ajena. El trabajo artístico necesita disciplina, método, rigor, pero también estabilidad interior y optimismo. Con los años, Bergman pasará por varios divorcios, apenas se ocupará de sus hijos, tendrá problemas con el fisco y sufrirá una crisis nerviosa que le acarreará una temporada en un sanatorio. Siempre saldrá a flote gracias a su fervor infantil por las cosas, a su pasión por la vida, a su inagotable vitalidad, a su vocación artística. En las horas bajas, recordará unas palabras que Bach anotó en su diario tras perder en poco tiempo a su esposa y dos hijos: «Dios mío, no dejes que pierda mi alegría». Bergman admite que alguna vez ha fantaseado con el suicidio y que en una ocasión realizó un intento, pero se trató de algo más simbólico que real. Nunca ha deseado realmente morir: «Mi curiosidad ha sido demasiado grande, mi ansia de vivir demasiado robusta y mi miedo a la muerte demasiado sólido e infantil».

Sus problemas con el fisco sueco llevaron a Bergman a pasar temporadas en Alemania –por entonces, dividida– y Estados Unidos, pero nunca se sintió cómodo, feliz y relajado. No tuvo la sensación de haber hallado su lugar en el mundo hasta que se instaló en la isla sueca de Fårö, situada en el Mar Báltico. No es un lugar común. Su paisaje incluye unos farallones de roca calcárea labrados por la erosión natural durante la última glaciación. Denominados raukar, a veces alcanzan los diez metros de altura y sus formas despiertan todo tipo de fantasías, evocando seres reales o fantásticos, como árboles, caballos, ángeles, brujas y demonios. El paisaje de Fårö le aportó «simplificación, proporción, tensión, respiración», alejándolo de los escenarios de su infancia y primera juventud. Bergman siempre necesitó romper con su hogar natal. Su padre predicaba una estricta moral, llena de prohibiciones y sacrificios, pero, cuando una de sus criadas se quedó embarazada, la despidió sin titubeos, ignorando los mandatos de la caridad cristiana.

Desesperada, la muchacha se quitó la vida, arrojándose a las vías del tren. Margareta se enfrentó al mismo trance años después y su padre no le dejó otra opción que abortar. Ingmar no se marchó de casa por las buenas. Inició un romance y comenzó a pasar las noches fuera de casa. Su padre se enteró y le pegó una vez más, pero en esta ocasión su hijo le devolvió el golpe. El pastor se tambaleó y cayó al suelo. Su esposa comenzó a gritar por la habitación, recriminando a su hijo su conducta. Ingmar se marchó airadamente y no volvió a ver a sus padres hasta que pasaron bastantes años.

Bergman fue inestable e infiel en sus relaciones sentimentales. Entre sus parejas, se encuentra algunas de las actrices más seductoras del siglo XX, como Liv Ullmann, Bibi Andersson y Harriet Andersson, protagonista de Un verano con Mónica (1953). El cineasta admite que siempre se mostró egoísta y desleal. Desde la vejez, enjuiciará con dureza su carácter: «No reconozco a la persona que era yo hace cuarenta años […]. No confiaba en nadie, no amaba a nadie, no echaba de menos a nadie. Estaba dominado por una sexualidad que me obligaba a incesantes infidelidades y acciones compulsivas, torturado constantemente por el deseo, el miedo, la angustia y la mala conciencia». Tal vez esa tensión interior explica su insomnio crónico, que truncaba su descanso de forma abrupta: «Muchas veces me siento arrancado de un sueño profundo como en una espiral. Es una fuerza irresistible que no sé dónde se esconde. ¿Se trata de difusos remordimientos de conciencia o de una necesidad insaciable de controlar la realidad? No lo sé y en el fondo da igual. Lo único que tiene importancia es hacer la noche soportable a base de libros, música, galletas y agua mineral». Bergman señala que la interrupción del sueño nunca es lo más traumático: «Lo más difícil es la llamada “hora de los lobos”, esas horas entre las tres y las cinco. Es entonces cuando llegan los demonios: pesar, hastío, miedo, desgana, furor. No vale la pena reprimirlos, porque es peor». El director se limitaba a contemplar su paso, casi como si se tratara de los flagelantes de El séptimo sello, esperando a que se alejasen poco a poco.

La amistad le parece menos volátil que el amor. Es un sentimiento «más refinado, no tiene tanta necesidad de tumultos y de depuraciones». En La linterna mágica, Bergman habla de Sven Nykvist, director de fotografía y uno de sus más estrechos colaboradores: «Es uno de los mejores iluminadores del mundo. […] En nuestra colaboración reina la confianza y una total seguridad. […] Hay una satisfacción sensual cuando se trabaja en unión íntima con personas fuertes, independientes y creativas». Bergman es incapaz de disociar la pintura de la fotografía. Sus películas son lienzos que se despliegan, cuidando meticulosamente las leyes del color, la forma y la iluminación. La fotografía se asocia con las innovaciones técnicas, pero su fondo es tan primitivo, elemental y sincero como las pinturas medievales. Al comentar El séptimo sello, el cineasta señala que su meta ha sido «pintar como el pintor medieval, con el mismo compromiso objetivo, con la misma sensibilidad y con idéntico gozo». Algunos momentos de El séptimo sello evocan el mundo de Durero, Brueghel, El Bosco o Rembrandt. Las escenas ambientadas en la taberna, con sus claroscuros y su angustiosa tensión dramática, parecen telas flamencas, con sus campesinos y artesanos comiendo y riendo a carcajadas para espantar la amenaza de la peste. El alegre bullicio sólo es una máscara a punto de desprenderse para dejar a la vista una hedionda lepra moral.

Los espejos que aparecen en distintas películas de Bergman amplían el horizonte estético, reproduciendo atmósferas que se aproximan a las creaciones de Velázquez o Vermeer. En Juegos de verano (1953), Marie (Maj-Britt Nilsson) huye del dolor que le produce la pérdida de su pareja sentimental, refugiándose en su trabajo. El maquillaje actúa como una máscara que le ayuda a espantar el miedo a vivir en un mundo absurdo, carente de sentido, pero cuando se quita las pestañas postizas ante el espejo de su camerino comprende que su existencia es una huida hacia ninguna parte. El mago Coppelius (Stig Olin) entra en el camerino y aprecia su desamparo, comentándole: «Uno ve su vida con claridad una vez. Los muros que has construido a tu alrededor se derrumban. Te quedas desnudo y helado. Te ves a ti mismo por primera vez. No te atreves a vivir ni a morir». Bergman utiliza a menudo la figura de la máscara para mostrar que el ser humano tiende a esconderse, a no ser sincero, a vivir en una mentira, ocultando sus verdaderos sentimientos.

El cine de Bergman nace bajo la influencia de dos grandes cineastas nórdicos, Victor Sjöström y Mauritz Stiller, máximos representantes de la Escuela Poética Naturalista

Así como la máscara esconde, el espejo abre el camino hacia una introspección profunda y despiadada. En esa tarea, el poder de la imagen supera el potencial expresivo de las palabras. En Persona (1966), la actriz Elisabet Vogler (Liv Ullmann) encuentra por azar la fotografía de un grupo de familias judías con los brazos en alto mientras varios soldados alemanes les vigilan con sus armas en una actitud amenazadora. Es una de las imágenes más conocidas de la Segunda Guerra Mundial. La cara aterrorizada del niño que aparece en primer plano contrasta con la satisfacción de Josef Blösche, cabo primero de las SS, que sonríe a sus espaldas y que sería ahorcado después de la guerra por crímenes contra la humanidad. Bergman ajusta cuentas con su pasado. No participó en los crímenes, pero se dejó arrastrar por el heroísmo de cartón piedra del Tercer Reich. Podría alegar que sólo tenía veintiún años cuando empezó la Segunda Guerra Mundial, pero Sophie Scholl sólo era tres años mayor y participó en la escasa resistencia interna contra la dictadura. Como es sabido, su compromiso le costó la vida. Bergman exorciza sus fantasmas con la estremecedora fotografía, que ya es uno de los iconos del mal radical. El espanto moral de Elisabeth se refleja en un montaje paralelo de su rostro descompuesto con flashes que muestran detalles de la instantánea. Al mismo tiempo, el sonido de una sirena se propaga con fuerza creciente, creando un clima aterrador. En otro momento, Elisabeth ve por accidente en la televisión la imagen de un sacerdote budista que se ha prendido fuego para protestar contra la guerra de Vietnam. El fin del Tercer Reich no significó el fin de la violencia y la barbarie. Las matanzas se encadenan una tras otra. Bergman nos alerta para protegernos de la seducción totalitaria, que puede brotar donde menos se espera. El ejercicio de expiación del cineasta no se agota en lo político. Elisabeth rompe una fotografía de su hijo, al que fantaseó con matar porque constituía un obstáculo en su carrera profesional como actriz. La paternidad no deseada es un tema recurrente en Bergman, que siempre concedió prioridad a su trabajo, descuidando la educación de los hijos.
La fotografía no puede disociarse del encuadre. El cineasta sueco es un maestro en la concepción del espacio visual, logrando poderosos y elocuentes planos que conjugan los distintos grados de angulación.

En El séptimo sello, el plano general de la Muerte bailando con sus víctimas en la cima de una colina produce la impresión de algo arcaico y, a la vez, sumamente actual. El hombre nunca ha dejado de danzar con la Muerte, preguntándose si realmente no hay nada al otro lado. No es menos impactante el plano de conjunto de los flagelantes, invadiendo toda la pantalla. Bergman muestra poco interés por los planos medios. En cambio, explota de tal forma los primeros y primerísimos planos que algunos críticos han descrito su cine como «una poética del rostro». En Persona, la cámara explora todas las perspectivas (frontal, lateral, de perfil), avanzando, retrocediendo o girando sobre su propio eje para transitar de la cara a la nuca y repetir el recorrido en sentido inverso. Los contrapicados se fijan más en el cuerpo, destacando su poder de seducción. En Un verano con Mónica, la cámara se demora en la anatomía de Harriet Andersson, destacando su sensualidad. Sentada sobre una roca, su cuerpo se recorta contra el cielo, subrayando su magnetismo erótico, que recorre la película como una fuerza incontenible, arrastrando a los personajes en direcciones diferentes. La cámara nos transmite con sabiduría que el deseo sexual es caprichoso y voluble, desplazándose violentamente hacia objetos sucesivos e imprevistos. El plano contrapicado de Mónica evidencia la fuerza del instinto, que se impone sobre cualquier otra consideración, desatando toda clase de calamidades.

Bergman trabaja con el mismo acierto la profundidad de campo o el montaje interno del plano. En Fanny y Alexander, los personajes entran y salen de la mansión de los Ekdahl, convirtiendo el espacio en una metáfora del laberinto emocional de la familia, que se debate entre los arrebatos pasionales y el deseo de estabilidad. Aunque todo está a la vista (las plantas de interior, el papel pintado, las arañas de cristal, los pesados cortinajes y los muebles minuciosamente ornamentados), la composición interna del plano sugiere que nos hallamos ante un mundo cargado de secretos. El sentido estético que inspira la decoración refleja una sensualidad reprimida y un hondo temor a las emociones sinceras. Al principio de su carrera, Bergman trabajará con Gunnar Fischer como director de fotografía. Con él rodará Ciudad portuaria, Juegos de verano, Un verano con Mónica, Sonrisas de una noche de verano, El séptimo sello y Fresas salvajes. Pintor, dibujante, ilustrador de cuentos infantiles, diseñador y autor de excelentes cortometrajes, Fischer se distanciará del neorrealismo, con su fotografía sucia y verista, para desarrollar una estética más poética y luminosa. Su forma de abordar el claroscuro será plástica y serena. El sentido trágico no desaparecerá, pero siempre será matizado por una visión sensual y esperanzada, con toques de comedia. Conforme a este planteamiento, la atmósfera tenebrosa de los flagelantes de El séptimo sello será neutralizada por la alegría de los cómicos que consiguen escapar de la muerte. El talento de Fischer para la fotografía en blanco y negro le permitirá pasar de escenarios festivos y lúdicos a ambientes sombríos y apocalípticos, sin restar fluidez o credibilidad a la trama. La pintura escandinava de los siglos XIV y XV que aparece en la iglesia de El séptimo sello muestra claramente el pesimismo de una época marcada por los sentimientos de pecado y expiación, pero la aparición en un prado de la Virgen con el Niño ante los ojos del cómico Jof (Nils Poppe) introduce una nota de ternura.

El fotógrafo Sven Nykvist comenzó a colaborar con Bergman en Noche de circo (1953), acompañándolo hasta el final de su carrera. Hijo de padres misioneros, Nykvist soportó la incomprensión de su familia, que menospreció su vocación artística. Aficionado a la fotografía, el padre había montado un laboratorio de revelado en Congo y había utilizado una cámara manual para documentar la labor evangelizadora de los misioneros. Sin embargo, nunca creyó que esa clase de actividades pudieran considerarse un oficio. Años más tarde, su hijo rodaría varios documentales en el Congo, recogiendo sus costumbres y tradiciones ancestrales, así como el quehacer humanitario del médico, teólogo, filósofo y músico franco-alemán Albert Schweitzer, premio Nobel de la Paz en 1952. Ese trabajo le valió el reconocimiento de su familia y le proporcionó cierta paz interior. Bergman y Nykvist se entendieron enseguida. Ambos habían sufrido la intransigencia religiosa en su infancia y luchaban tenazmente contra los sentimientos de culpa, pecado y redención inculcados en el seno familiar. Adictos al trabajo, los dos se mostraron inestables en sus relaciones sentimentales, descuidando sus obligaciones familiares. Nykvist aportó al cine de Bergman un tratamiento austero y minimalista de la luz y el color, combinando con eficacia las condiciones de estudio con los rodajes en exteriores, sin caer en artificios ni disonancias. Su concepción verista y cruda del paisaje se trasladó al rostro humano, trabajando con especial cuidado la mirada. Su manejo de la cámara y los filtros evidencia una sensibilidad pictórica semejante a la de Bergman. En Gritos y susurros, la fotografía adquiere la dimensión de una experiencia física. Los movimientos de cámara, extraordinariamente lentos, ponen de manifiesto el aislamiento de los personajes, que no logran establecer una comunicación sincera y fluida, capaz de aplacar su dolor psíquico. La combinación de rojos y blancos estiliza las emociones suscitadas por la expectación de la muerte. La mariposa que se golpea inútilmente contra una ventana simboliza la fragilidad de la existencia humana, abrumada por la conciencia de su finitud. Hollywood premió el trabajo de Nykvist en Gritos y susurros y en Fanny y Alexander con dos merecidísimos Oscar.

El cine de Bergman nace bajo la influencia de dos grandes cineastas nórdicos, Victor Sjöström (Årjäng, 1879-Estocolmo, 1960) y Mauritz Stiller (Helsinki, 1883-Estocolmo, 1928), máximos representantes de la Escuela Poética Naturalista. Sjöström escarbó en los conflictos psicológicos y emocionales, impulsando un estilo interpretativo realista, lejos de los manierismos del teatro de la época. Stiller se preocupó fundamentalmente del ritmo narrativo, desarrollando un tipo de montaje que intentaba captar el movimiento más adecuado para las historias. Ambos adaptaron obras de la escritora sueca Selma Lagerlöf, respetando su perspectiva humanista. Bergman asimilará las enseñanzas de Sjöström y Stiller, incorporando, además, la perfección caligráfica y el esplendor plástico de Alf Sjöberg (Estocolmo, 1903-1980). Indudablemente, Sjöström fue el director que dejó una huella más profunda en Bergman. De hecho, adquirió copias de sus películas en dieciséis milímetros, estudiándolas y desmenuzándolas a fondo. En una entrevista, comentó que los rasgos que más le habían impresionado de su cine eran la búsqueda implacable de la verdad, la observación minuciosa de la realidad, la firme renuncia al sentimentalismo y al esteticismo, la valentía para abordar tabúes y la tenaz exigencia artística. Su depurada sintaxis cinematográfica le había permitido ahondar en el paisaje, logrando una belleza clásica, pictórica, que recogía tanto el aspecto puramente material como la dimensión espiritual. Sjöström habló con Bergman al inicio de su carrera y le dio varios consejos, que no desaprovechó: «Huye de las escenas enrevesadas, trabaja con mayor sencillez, fotografía a los actores de frente».

Fotograma de la película Persona

Se ha relacionado en muchas ocasiones a Bergman con Carl Theodor Dreyer (Copenhague, 1899-1968), pero el cineasta sueco ha negado que exista algo más que cierta afinidad plástica originada por su común origen nórdico: «Admiro La pasión de Juana de Arco y Dies irae, pero no su pesimismo sobre la condición humana y su complacencia con el sufrimiento, que sólo contempla la alternativa de la resignación». Bergman no escatima elogios a Andréi Tarkovski: «Es el más grande de todos. Se mueve con una naturalidad absoluta en el espacio de los sueños». También dedica encendidos elogios a Federico Fellini, Akira Kurosawa, Luis Buñuel o Georges Méliès. Michelangelo Antonioni transitó por la senda de los grandes cineastas, pero «se mató, ahogado en su propio aburrimiento». Curiosamente, ambos directores murieron en la misma fecha, el 30 de julio de 2007. La posteridad les ha reservado un espacio común entre los directores de cine que se han aventurado en los abismos de la mente humana, intentando comprender la matriz de las conductas inadaptadas. Sería injusto no mencionar entre los maestros de Bergman al montador Oscar Rosander (Eksjö, 1901-Las Palmas de Gran Canaria, 1971): «Me inició en los secretos del montaje cinematográfico, me enseñó, entre otras cosas, una verdad fundamental: el montaje se realiza ya en el rodaje, el ritmo se crea en el guion. Sé que muchos directores hacen lo contrario. Para mí, la enseñanza de Oscar Rosander ha sido esencial».

La música desempeña un papel fundamental en las películas de Bergman. En sus inicios, recurrirá a compositores contemporáneos (Erland von Koch, Erik Nordgren) para la banda sonora. Después, empleará a compositores clásicos, fundiendo sus creaciones con los momentos culminantes de la trama. En Hacia la felicidad (1950), Stig (Stig Olin), violinista, se entera de la muerte de su amada Martha (Maj-Britt Nilsson), también violinista, y de su hija, mientras interpreta el final de la Novena Sinfonía de Beethoven. La cámara mezcla el dolor por la pérdida con la exultación de la «Oda a la alegría», mostrando que la música expresa emociones e ideas inasequibles a otros lenguajes. La música de Johann Sebastian Bach aparece en muchas de sus películas, lo cual no resulta extraño, pues se compenetra indistintamente con las atmósferas intimistas y el anhelo de Dios. A veces, el protagonismo de la música deja paso al silencio, que ejerce de complemento del sonido, ahondando en la pretensión de ofrecer un cauce a lo inefable, a las vivencias que desbordan las posibilidades de expresión de la palabra.

Entre los influjos literarios de Bergman destacan August Strindberg, Pär Lagerkvist, Henrik Ibsen y Søren Kierkegaard. El cineasta ha descrito a Strindberg como su «compañero de viaje». Su obra le ha enseñado que todo es posible, que el tiempo y el espacio son ilusorios, que las formas proceden de la imaginación y no de la difusa trama de los hechos físicos, que la mente es un órgano en permanente estado de combustión, donde lo objetivo y lo subjetivo se funden en un poderoso torbellino, que la locura no es iluminación, sino ofuscación. Bergman se apropiará del concepto de «teatro íntimo» de Strindberg, según el cual una pieza dramática debe imitar la austeridad de la música de cámara, empleando un pequeño número de actores, pocos y sencillos escenarios –o incluso uno solo–, y un exiguo arco temporal. La «trilogía espiritual» compuesta por Como en un espejo (1961), Los comulgantes (1963) y El silencio (1963) se ajusta a estas reglas, logrando crear un clima de extraordinaria densidad, donde los conflictos morales y espirituales adquieren una profundidad singular. Bergman redunda en los temas que más obsesionaban a Strindberg: la incapacidad neurótica para comunicarse con los demás, la introspección más implacable que se adentra en la penumbra moral del inconsciente, la disolución de la propia identidad por la pérdida de contacto con el mundo real, la dimensión grotesca de la existencia, la imposibilidad de establecer lazos afectivos duraderos, la correlación entre lo sobrenatural y la desintegración de la razón. En Pär Lagerkvist, Bergman encontrará un discurso elaborado sobre Dios como una realidad que se manifiesta y se esconde, que se hace presencia y se parapeta en la ausencia, dejando en suspenso la interrogación sobre el sentido de la vida. En Kierkegaard, aprenderá que la fe sólo puede vivirse como un problema existencial que confronta el absurdo –o, si se prefiere, el escándalo– de la fe con la impotencia de la razón, incapaz de trascender el aquí y ahora. Henrik Ibsen amplió su visión de la mujer, cosificada por el deseo sexual masculino y las convenciones sociales.

Bergman apreciaba más su labor de director teatral que su trayectoria cinematográfica: «Amo enormemente mi trabajo de cineasta, pero si me forzaran a elegir me quedaría con el teatro». En una entrevista, aclaró sus motivos: «El teatro es un proceso creativo consciente y alentador. […] El cine es un cáncer, un hechizo. Cada película es la casa de mis demonios, no hay nada de purificante ni de liberador. El cine es fatigoso, incluso doloroso… Mi modo de vivir es el teatro. Es mi silencio, mi familia. En el teatro no me expreso a mí mismo, y esto es una gran libertad. […] Es un hechizo vivo, sin maleficios». Bergman no se consideraba un escritor, pese a que sus memorias y sus guiones, cuidadosamente elaborados, evidencian un indudable talento literario. Las anotaciones que ambientan los diálogos no son meras indicaciones, sino textos elegantes y precisos, donde se aprecia la tensión de un estilo creativo, artístico. Sus diálogos poseen autonomía. Pueden leerse sin el acompañamiento de las imágenes, sin experimentar la sensación de seguir un hilo incompleto. Bergman nunca es pueril. Sus conversaciones con su abuela incluían desde su niñez disquisiciones sobre el mundo, la vida y la muerte. Cuando en La cinta blanca, de Michael Haneke, la hija del médico explica a su hermano menor qué es la muerte, la reacción de perplejidad y enfado del pequeño –un niño de apenas cinco o seis años– parece un eco de las preocupaciones existenciales de Bergman, que siempre ha oscilado entre la fe y el escepticismo, la confianza –frágil– en Dios y su negación airada. En su adolescencia, harto de escuchar los sermones de su padre, acude con una novia a un oficio religioso y explota a la salida, vociferando que odia a Dios y a Jesucristo, con «su babosa comunión y su sangre». Grita que Dios no existe y que, si existe, es un ser «mezquino, rencoroso y arbitrario». Ya en su madurez, entra en el quirófano para una operación sin importancia, pero con anestesia total. Debido a un error, pasa seis horas profundamente dormido. «Desaparecieron seis horas de mi vida. No recuerdo sueño alguno, el tiempo dejó de existir: seis horas, seis microsegundos o la eternidad. […] Las horas que hizo desaparecer la operación me proporcionaron un dato tranquilizador: naces sin un fin, vives sin un sentido, el vivir es su propio sentido. Al morir te apagas. De ser, te transformas en un no ser». Atormentado durante años por la idea de Dios y la inmortalidad, Bergman apunta que ese descubrimiento le proporcionó paz interior y sosiego, eliminando su angustia. Sin embargo, cuando años más tarde alcanzó la estabilidad sentimental con Ingrid von Rosen, su última esposa, su punto de vista se tambaleó y reapareció la inquietud. «Hay un problema que no tiene solución: un día caerá el hachazo que nos separará. […] Como ni puedo ni quiero imaginarme otra vida, otra clase de vida al otro lado de la frontera, la perspectiva se hace espantosa. De ser alguien se pasa a ser nadie. Y este nadie ni siquiera lleva consigo el recuerdo de una intimidad compartida».

En 1958, Bergman había concedido una entrevista a Cahiers du Cinéma, expresando una opinión distinta: «Creo en Dios, no en la iglesia, protestante o cualquier otra. Creo en una idea superior que se llama Dios. Lo creo y es necesario. Creo que es absolutamente necesario. El materialismo integral no podría conducir a la humanidad más que a un callejón sin salida y sin calor». El Dios al que se refiere Bergman no se manifiesta como un poder omnímodo, sino como amor, misericordia, generosidad. En El séptimo sello, el caballero Antonius Block (Max von Sydow) engaña a la Muerte para facilitar la huida de la familia de cómicos. Su gesto le acarreará consecuencias fatales, pero le aproximará a Dios. De hecho, los fugitivos guardan una estrecha semejanza con la Sagrada Familia: un padre bondadoso y con visiones proféticas; una madre dulce y afectuosa que prodiga alegría y ternura; un niño que se llama Manuel (que en hebreo, significa «Dios entre nosotros»). En Fresas salvajes (1957), el profesor Isak Borg (interpretado por Victor Sjöström) se reconcilia con su pasado y con su hijo Evald (Gunnar Björnstrand), reconociendo sus errores y cancelando una pequeña deuda material. Infeliz en su matrimonio, nunca se preocupó demasiado por los demás, pero ahora entiende que el amor es la única forma de plenitud accesible al ser humano. El amor celebra la vida, crea vínculos, propaga la dicha. Donde no hay amor, sólo hay soledad, tristeza, vacío, frustración. El reconocimiento académico de la Universidad de Lund, que lo ha nombrado doctor honoris causa, no le reportará tanta alegría como la canción de despedida de los tres jóvenes a los que recogió en la carretera. O como el cambio de opinión de su hijo Evald, que se oponía a que su esposa Marianne (Ingrid Thulin) continuara con su embarazo, engendrando un hijo que él no deseaba. En El manantial de la doncella (1959), basada en una vieja leyenda nórdica, Töre (Max von Sydow) vengará el asesinato de su hija Karin (Birgitta Pettersson), matando a los pastores que profanaron su inocencia y arrebataron su vida. Su cólera es justa, pero la venganza no es un acto lícito. Por eso, pedirá perdón a Dios y prometerá levantar una iglesia en el lugar donde murió su hija. Dios responderá con un milagro, haciendo brotar un arroyo bajo el cadáver de la desdichada Karin. Dios no pide ofrendas sangrientas, sino actos de misericordia y una sincera contrición. Bergman afirmaba que El manantial de la doncella era su película preferida: «De todas mis películas, ésta es la que más amo».

La esperanza que se apreciaba en el desenlace de El manantial de la doncella comienza a resquebrajarse en Como en un espejo, primera entrega de la «Trilogía espiritual». David (Gunnar Björnstrand), un escritor viudo, habla con su hijo adolescente Minus (Lars Passgård) sobre Dios. El muchacho se muestra escéptico cuando escucha a su padre identificando a Dios con el amor: «Tus palabras suenan terriblemente irreales, pero comprendo lo que quieres decir. Y esto hace temblar todo mi cuerpo». Su padre concluye su argumentación con un sesgo dramático con tintes de ensoñación: «Mientras haya hombres, tiene que existir el amor. Es tan eterno como la vida, y tan indestructible como ella». A pesar de estas declaraciones, la imagen de un Dios colérico y nada compasivo se insinúa en la araña que se le aparece a Karin (Harriet Andersson), hermana de Minus. La fe nunca es una vivencia sencilla. Como señala el caballero de El séptimo sello: «La fe es algo muy doloroso. Es como si se amara algo que está oculto en la noche y que jamás hace acto de presencia por mucho que se le llame». En Los comulgantes (1962), segunda entrega de la «Trilogía espiritual», el pastor luterano Thomas Ericsson (Gunnar Björnstrand) ha perdido su fe. Cuando un campesino acude a pedir su ayuda, no logra transmitirle ni una palabra de consuelo.

Los matrimonios de sus películas son infieles, desleales, egoístas y débiles. Sólo el amor puro, disociado del deseo, perdura como un prodigio sobrenatural

Desesperado, el feligrés se suicida. La iglesia de Ericsson está casi siempre vacía. Sólo tres o cuatro personas acuden a los oficios. Aun así, el pastor cumple con su trabajo, más por inercia que por convicción, dolorosamente convencido de que no hay verdadero amor entre los seres humanos. En El silencio (1962), final de la trilogía, la desolación ha sustituido a la fe vacilante, y la incomunicación entre los seres humanos parece insalvable. Ester (Ingrid Thulin) viaja en tren con su hermana Anna (Gunnel Lindblom) y su sobrino Johan (Jörgen Lindström), atravesando un país desconocido que se prepara para una guerra inminente. La repentina indisposición de Ester les obliga a alojarse en un hotel. Durante su estancia, saldrán a la luz conflictos reprimidos, como la atracción sexual que Anna inspira en Ester o el miedo de las dos a la soledad. Se encuentran en un país cuyo idioma desconocen, lo cual acentúa su sensación de vulnerabilidad. Dios ni siquiera es un lejano eco en la película. Su eclipse parece definitivo, total. En una entrevista, Bergman explica su evolución espiritual: «Yo no tengo religión. […] Mi única religión es creer que todo ser humano lleva en sí una especie de santidad». Tampoco cree en el mito de la revolución política, supuesto umbral de un futuro perfecto: «Creo en el compromiso, en la discusión, en el diálogo. No creo en la violencia. […] Yo amo a los seres humanos».

Dios es un nombre vacío, la revolución es una fantasía opresiva, pero el amor conserva su trascendencia. En Gritos y susurros, Agnes (Harriet Andersson) agoniza por culpa de un cáncer de útero. Sus hermanas Karin (Ingrid Thulin) y María (Liv Ullmann) le hacen compañía, pero quien verdaderamente se ocupa de ella es Anna (Kari Sylwan), una criada que ha perdido a su hija y ha buscado consuelo en Dios. Aunque Agnes muere, los cuidados de Anna le han revelado la infinita ternura de un amor desinteresado. Bergman plantea un paraíso asequible, pequeño y humilde, muy alejado del absoluto postulado por las religiones convencionales. Ese paraíso acontece en los breves momentos de felicidad que disfruta el ser humano, como cuando el profesor Borg evoca las fresas salvajes de su infancia, o el caballero Block comparte unos instantes con los cómicos de El séptimo sello, aceptando las fresas y la leche que le ofrecen. El paraíso aparece incluso en los momentos más dramáticos, cuando Agnes pasea con sus hermanas por el jardín de su casa, gozando de la tibieza de un sol primaveral. La muerte sigue sus pasos, pero hay algo peor que morir a causa de una enfermedad: vivir y no amar. La soledad es la faz más amarga de la existencia. El ser humano es un peregrino. Siempre está en tránsito hacia algún lugar y, en su caminar, necesita el afecto y la compañía de los otros. En unas declaraciones de 1977 al semanario Le Point, Bergman aclara: «El lado “divino” de la vida se encuentra en el interior de los seres humanos y en sus propias relaciones. Cuando dos personas se encuentran y una pide perdón a la otra, allí se manifiesta Dios…, pero en esta vida, no en la otra». El caballero Block clama en la penumbra de un confesionario: «¿Por qué la cruel imposibilidad de alcanzar a Dios con nuestros sentidos? ¿Por qué se nos esconde en una oscura nebulosa de promesas que no hemos oído y de milagros que no hemos visto? ¿Por qué no logro matar a Dios en mí? ¿Por qué sigue habitando en mi ser? ¿Por qué me acompaña humilde y sufrido a pesar de mis maldiciones, que pretenden eliminarlo de mi corazón?»

Años más tarde, Bergman extirpará de su corazón la fe, pero no el sentido de la trascendencia, que desplazará al milagro de los afectos. Aunque niega a Dios, describe el amor como un misterio sagrado. No se refiere tanto a la pasión romántica como al amor fraterno. Los matrimonios de sus películas son infieles, desleales, egoístas y débiles. Sólo el amor puro, disociado del deseo, perdura como un prodigio sobrenatural. Es el caso de Anna, la humilde sirvienta de Agnes en Gritos y susurros. O del amor de Jof y Mia por su hijo Manuel en El séptimo sello, que «será capaz de hacer lo imposible».

Bergman manifiesta una inequívoca atracción por la imagen del crucifijo que muestra al Cristo escarnecido, humillado y martirizado. Frente a la cruz desnuda de la liturgia luterana, que intenta transmitir la alegría de la resurrección, el crucifijo revela el dolor de Jesús de Nazaret («verdadero hombre y verdadero Dios», por utilizar la célebre fórmula del teólogo católico Karl Rahner). El crucifijo adquiere un intenso protagonismo en El séptimo sello y en Los comulgantes. En ambos casos, aparece un Cristo con el semblante desfigurado por el sufrimiento. Su expresión casi es grotesca, pues el suplicio de la crucifixión produce una larga y penosa agonía. Bergman no es un cristiano anónimo, que simpatiza secretamente con la tensión mística del catolicismo. Sólo es un creador que busca un sentido a la vida y no se resigna ante la muerte, pues advierte que la extinción de la conciencia individual implica la disolución y la pérdida de todo un mundo de vivencias y recuerdos. No es capaz de creer en Dios, pero reconoce la trascendencia de la enseñanza paulina: «Si no tengo amor, no soy nada» (Corintios, 13:1). No se siente cómodo en el seno de ninguna iglesia, pues todas estrangulan y reprimen la libertad humana, pero sí cerca de la imagen de Cristo, pues expresa angustia existencial y desamparo. Bergman opinaba que «el arte perdió su impulso creador básico en el instante en que se separó del culto religioso. Se cortó el cordón umbilical y ahora vive su propia vida estéril, procreando y prostituyéndose. En tiempos pasados, el artista permanecía en la sombra, desconocido, y su obra era para la gloria de Dios. Vivía y moría sin ser más o menos importante que otros artesanos. […] La habilidad para crear era un don. En un mundo semejante florecían la seguridad invulnerable y la humildad natural». Bergman nunca conoció esos sentimientos. En el terreno creador, no fue un artista inseguro ni humilde, que cuestiona los méritos de su obra, pero en el plano humano e intelectual siempre se debatió con dudas, perplejidades e insatisfacciones. Desde luego, nunca desapareció bajo su obra. Cada una de sus películas nos hace sentir que nos encontramos cara a cara con su autor, enredados en sus conflictos artísticos y personales.

El cine de Bergman encarna el problema de la libertad, rebelándose contra la idea de destino o gracia. El hombre se ha atrevido a pensar, pero ese reto le ha dejado con la sensación de estar suspendido sobre el vacío. Al igual que Pascal, Unamuno o Kierkegaard, Bergman se caracteriza por el sentido trágico de la vida. No es un cineasta conformista o estático. Nunca dejó de evolucionar, ni de mirar al pasado, como se aprecia en los guiones de su última época. Las mejores intenciones (Bille August, 1991), Confesiones privadas (Liv Ullmann, 1996) y Niños del domingo (Daniel Bergman, 1992) recrean su infancia, pero el rencor hacia la figura del padre se transforma en voluntad de reconciliación. Personalmente, siempre asociaré a Bergman con Dios, los fracasos matrimoniales y las fresas salvajes. El ser humano llama a Dios y no logra que le responda, al menos de una forma clara e inteligible. Se embarca en relaciones de pareja, huyendo de la soledad, pero muchas veces sólo consigue sentirse más aislado e incomprendido. Sólo unas fresas salvajes le garantizan la plenitud de la dicha, aunque se trata de una alegría efímera. Bergman deja todos los interrogantes abiertos, pero nos acompaña en el viaje de la vida, logrando que nos sintamos algo menos solos y desamparados.

Rafael Narbona es escritor y crítico literario. Es autor de Miedo de ser dos (Madrid, Minobitia, 2013) y El sueño de Ares (Madrid, Minobitia, 2015).

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Film Director Ingmar Bergman

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