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Bergamín en un aforismo

Las ideas liebres. Aforística y epigramática 1935-1981

JOSÉ BERGAMÍN

Destino, Barcelona, 1988

Edición de Nigel Denis

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¿Cabe un poeta en un verso? Parecería que sí, cuando nos vienen algunos a la memoria: en «No es sordo el mar (la erudición engaña)», nos resuena todo Góngora; «¿A dónde el paraíso, Sombra, tú que has estado?», parece contener toda la nostalgia de Alberti: «Serán ceniza, mas tendrá sentido», encierra entero, vida y obra, a Quevedo.

Bergamín quiso, en uno de sus brillantes, ingeniosísimos ensayos que escribiera a comienzos de los años treinta, encerrar a todo Lope en un verso, el mismo que luego haría suyo Federico Nietzsche: «Yo me sucedo a mí mismo».

¿Podría encerrarse a Bergamín en uno de sus aforismos? Yo lo intentaría en uno que, recogido ahora en este libro editado por el profesor Nigel Denis, apareció a mediados de los años setenta, es decir, cuando el poeta cumplía ochenta años, en Sábado Gráfico, revista en la que colaboraba semanalmente, y que fue, durante esa década, su única segura, aunque magra, fuente de ingresos económicos (con las consabidas interrupciones por multas y procesos). Muy perspicaces hubiesen estado los censores de entonces si hubiesen visto aquí una alusión al caudillo entubado que agonizaba por aquellos tiempos en un hospital madrileño. En este caso no podían inculparle de alterar aquel sagrado Orden Público de entonces, ni de provocar a las Autoridades Competentes. Decía así Bergamín: «Sabiendo que la vida es mortal, el hombre pierde el sentido de la vida cuando no empieza por dárselo a su propia muerte».

Que la vida es mortal de necesidad, que hemos nacido para vivir nuestra muerte, como diría César Vallejo, lo sabemos todos, pero no todos lo sabemos, y lo sentimos, de la misma manera. Hay seres que viven «dominados por la majestad de la muerte», y los que nacen con ese carácter o destino, como anota Wittgenstein en su comentario a «La rama dorada», «sólo pueden expresarlo a través de una vida en consonancia».

Desde hace muchos años, algunos después de conocerle, he creído que Bergamín pertenecía a esa clase de seres: el sentimiento dominante en él, íntimo y sobrecogedor, era esa «majestad de la muerte», y ello es lo que determinó y expresó su escritura y su conducta, a lo largo de toda su vida, de una vida vivida, seguramente por eso mismo, de forma agónica y apasionada, intensa y siempre extremada, agarrada como quien dice, a un clavo ardiendo: el de su fe, o su falta de fe; que no era, creo yo, más que la máscara de esa presencia constante, abrumadora de la muerte.

Su continua, repetitiva evocación, su darle vueltas y revueltas a unas pocas citas («el silencio de los espacios infinitos me espanta», «en todo hay cierta, inevitable muerte», «esperando la mano de nieve», «también para los tristes hubo muerte»), no hace sino ilustrar la paradoja vital (si de algo pecó Bergamín fue de paradojo) de quien consideraba que vivir es hacer lo contrario que quiere la muerte (como torear es hacer lo contrario que quiere el toro), consciente, eso sí, de que al final a ese toro no hay quien le burle, ni le engañe, ni le desengañe, ni haga con él más paradojas.

Muchos toros difíciles toreó Bergamín en el tiempo harto difícil que le tocó vivir, y a todos los toreó, como suele decirse, con el pecho por delante; aún más, sin mover las zapatillas. Por eso le cogieron mucho: toreaba en el sitio donde reparten las cornadas. Aunque es necesario recordar a los que no le han leído que lo que a él le gustaba, y lo que hacía, era toreo de arte, que, también hay que decirlo por si todavía alguien no lo sabe, es el de más riesgo, aunque casi nunca lo parezca.

Nada refleja mejor para mí esa trágica época, esa confusión de confusiones que le tocó vivir, que imaginármelo sentado, mejor aún hundido, en un sillón enorme su tembloroso y diminuto esqueleto, en uno de los salones del Kremlin, haciendo durante horas antesala para que lo recibiera Stalin, el mismísimo Stalin. Fue, como es fácil suponer, durante nuestra última guerra civil; Bergamín había ido a Moscú en su calidad de agente de propaganda de la agonizante causa republicana, cuando conseguir armas para defenderla, para defender a «aquella gloriosa República», como a él le gustaba decir, aquella República a la que siempre fue fiel, era más urgente que intentar meter a Lope o Calderón en un verso, aunque fuese ésta su vocación y de lo que, ciertamente, sabía más que un poco.

Y uno puede imaginarse también a Stalin, que nunca le recibió, despachando asuntos sin duda de mayor interés para él en aquellos tiempos. Por ejemplo qué hacer con Mihail Bulgakov: si enviarle a morir de hambre y frío en el Gulag, como acababa de hacer con Ossip Mandelstamm, o si directamente asesinarle en los sótanos de la Lubianka, como hizo poco después con Isaac Babel.

Mejor, mucho mejor que no le recibiese; que no recibiese a ese cetrino, diminuto, narilargudo escritor español empapado de sus clásicos, aventajado alumno de Juan Ramón, este aprendiz enamorado de Unamuno, editor y amigo de «la mejor capilla poética de Europa», como había dicho el recién fusilado García Lorca, el introductor de Vallejo, el corresponsal de T. S. Eliot, el amigo de Bernanos, el inútil para la guerra de África por estrecho de pecho, el vestido siempre de negro, porque en aquella época sólo le quedaba un traje, y que acababa de publicar sus tres sonetos a «Cristo crucificado ante el mar», esos que tanto impresionaron a don Antonio Machado, y no sabemos si a Stalin, aunque es poco probable que los conociese; o que, por el contrario, fuera esa precisamente la razón de que no quisiera recibirlo.

Como Mandelstamm, Bergamín sabía muy de verdad una cosa: la muerte significa. Sobre todo para un cristiano. No sé si tanto para un católico (él decía que lo era), pero sí, desde luego, para un cristiano (él sin duda lo era). Por eso hay que empezar por darle sentido a la propia muerte. Él eligió hacerlo en San Sebastián. (Nombre y lugar, por cierto, harto significativos.) Allí es donde mejor podía, sin desmentirse a sí mismo, equivocar a todos, incluidos sus pocos lectores y sus, hasta ese punto, fieles amigos.

Nadie más que su amiga María Zambrano, que, como todos, también al final le dejó solo, lo entendió cabalmente: «Bergamín crucificado» tituló su breve, certerísima evocación de persona y personaje, escrita a los pocos meses de su muerte. Ella había dicho en otra ocasión, a propósito de los héroes trágicos, que los seres que viven enamorados del fuego no soportan morir apagándose. En eso, él tan contradictorio, no hubo contradicción alguna.

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Ficha técnica

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