Walt Disney estaba convencido de que, después de muerto, su nombre dejaría de identificarse con él –un ser humano con sus sueños, sus obsesiones y sus logros– para pasar a ser, simplemente, el nombre de una empresa. Era algo que le inquietaba: creía haber logrado tantas cosas como individuo que diluirle bajo el nombre de una marca comercial sería una tremenda injusticia. No es que no se identificara con lo que nació como Disney Brothers Cartoon Studio y hoy es The Walt Disney Company: de hecho, aunque en ocasiones se distanciara del día a día de la compañía para refugiarse en los trenecitos eléctricos, creía que toda esa gran maquinaria empresarial no era más que una prolongación de su imaginación (disciplinada, eso sí, por el control financiero de su hermano Roy). Él había hecho el primer esbozo de Mickey Mouse, él había representado ante sus dibujantes todos los papeles de Blancanieves y los siete enanitos para que estos supieran cómo quería que hablaran y se movieran sus personajes, él subía a las atracciones de su parque temático en Los Ángeles para cronometrar la duración de los viajes y asegurarse de que la experiencia era perfecta. Pero estaba seguro de que era algo más que un artista y un patrón de empresa (la ambivalencia entre las dos cosas también le atormentó): creía ser un visionario tecnológico, un gran ideólogo, el fundador de toda una cultura.