
Palmagallarda, todavía inacabada
Quienes hace diez o quince años corrieron a leer cuatro libros sobre la Guerra Civil para poder improvisar el suyo, y que hace cinco temporadas se apuntaron a la «autoficción», son los mismos que ahora, de repente, han descubierto que hay que escribir novelas de doscientas ochenta páginas para explicarnos que hay que tratar bien a las mujeres, algo de lo que, al parecer, se han enterado ahora, y necesitan informarnos sobre ello de una forma muy seria, educarnos urgentemente al respecto. Conviene desconfiar de tales escritores, cuyas preocupaciones de cada época coinciden milimétricamente con los temas de moda o las tendencias editoriales, y, en consecuencia, se agradece la existencia (la supervivencia, cabría decir) de otros cuya obra se va construyendo al margen de toda conveniencia calculada o de cualquier estrategia de imagen. Tanto por temas como por perspectiva o como, sobre todo, por estilo, Ignacio Romero de Solís (Sevilla, 1937) anda bastante desubicado del presente, totalmente a lo suyo, y eso se agradece por definición. Será lo que sea, pero es incontestablemente genuino, literatura con denominación de origen.