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Atreverse a ensayar

AUSENCIA Y FORMA

Juan Barja

Abada, Madrid

302 pp. 19 €

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Resulta difícil, leyendo estos textos reunidos en el último libro del poeta y ensayista Juan Barja, no recordar aquella suerte de ensayo sobre el ensayo que escribió Adorno a mediados de los años cincuenta, «El ensayo como forma», y en el que nociones como «libertad formal» son correlativas a las de «libertad del espíritu», «aspiración a la verdad», «dicha» o «juego». En el ensayo, el orden de las ideas busca recomponer una perspectiva lógica desde la que el orden de las cosas ya no puede aceptarse como una mera consecuencia mecánica o metafísica, sino que exige que la aventura de la escritura sea imposible de distinguir de la aventura intelectual del que escribe o del que lee. En un ensayo la forma misma del texto, su densidad, sus sinuosidades y su campo, el arabesco de la argumentación, del hallazgo y de la asociación de ideas, son al final el objeto mismo de la cosa escrita. Por eso este género constituye él mismo la cumbre de una actitud cultural en la que lo artístico y lo poético, la divagación, la búsqueda de la verdad asociada a la propia voz (o al propio estilo), la «iluminación» y el libre ejercicio de la razón especulativa, trenzan un tapiz de diseños complejos, sofisticados e inaprensibles tanto por la mentalidad exhaustiva del tratadista como por una actitud atenta a la verificabilidad de lo dicho, a la limpieza de los argumentos, a la economía de la información.

Puede haber ensayos de elegante claridad dispuesta en torno a una o unas pocas ideas simples, y puede haberlos densos y erráticos en su discurrir por los vericuetos de lo sutil, lo complejo y, a veces, lo oscuro y lo difícil. Para ese segundo grupo, la claridad puede ser sospechosa de simpleza o de falsedad. La escritura de Juan Barja responde a esa segunda disposición. Él mismo habla en algún momento, con una mezcla de humildad y convicción, de «sus confusiones y su errancia» (pág. 183). Pero no son las confusiones del que confunde cosas, sino del que sabe que esas mismas cosas se hallan confundidas en una densa maraña de implicaciones que el discurrir de la escritura va iluminando y articulando, igual que un bricoleur echa mano de lo que encuentra para resolver problemas e inventar cosas. Como poeta que es, Barja no busca la negociación con un principio de comunicabilidad simple o de claridad compartible. Los textos recogidos en este volumen exigen un esfuerzo que puede verse recompensado, pero que reclama siempre la máxima atención sobre lo que se dice y sobre lo que queda en el subtexto.

Así, por ejemplo, las «Variaciones sobre Brecht» son singularmente portentosas si se piensa en cómo suele escribirse sobre Brecht. Es un ensayo escrito contra la inercia y el tópico. Las «Variaciones» brechtianas destacan el peso del sacrificio de una ética y una acción revolucionarias sobre la soberanía de la poesía y el arte, y muestran cómo eso comba, pero también llena de nueva claridad e inteligencia moral, la obra del dramaturgo alemán. No es frecuente hablar de sacrificio aquí ni de «acción inevitable». Pero si se lee bien lo que ya escribió Walter Benjamin sobre Brecht en los años treinta, por ejemplo, se percibe la tradición en la que se enmarca Barja. No sólo se rescata a Brecht de las consignas pedagógicas del realismo socialista, sino que se lo conecta con aquello que realmente permite registrar un relieve moral consistente en su literatura: el Brecht que en lugar de cegar el pozo de la oscuridad trágica con la arena de la justicia popular (sin el pueblo, claro) lo ilumina con los devaneos del héroe sarcástico y aparentemente cínico, el Brecht que se acerca a Villon, el Brecht que sacude lo moderno con una sabia risa enfáticamente premoderna. Tampoco se suele hablar de «tiempo» y de «estrategia mortal» a propósito de El Criticón de Gracián. Ni son tan frecuentes las lecturas para-cartesianas del Quijote. Ni es habitual que se especule sobre la historia del soneto como forma de la finitud, y, por lo tanto, como la forma poética por antonomasia de la vida. En los ensayos de Barja se percibe esa identidad que quería Adorno entre la forma (casi musical o poética) del texto con la fuerza y el sentido mismo de los argumentos. Éstos se levantan a menudo ante el lector como preguntas retóricas que el texto parece lanzarse contra sí mismo. Pero el lector debe agarrarlas al vuelo como invitaciones para zambullirse en el cauce del discurso y nadar si conviene a contracorriente. La perspectiva y el enfoque van siempre a contrapelo con respecto al brillo previsible que cada tejido parece proponer. Y también era ese, no se olvide, un método genuinamente benjaminiano: reescribir à rebours sobre las cuestiones ya gastadas de tanto pasarles la mano en el mismo sentido. La construcción de la metáfora y la constelación que las situaciones o «cruces» metafóricos crean entre sí (en «La palabra de cruce»); una impresionante teoría del poema moderno como una tarea centrada en expresar lo que fluye, desaparece y muere, una tarea muy virgiliana, si se piensa en el Virgilio de la novela de Hermann Broch (en «Después del diluvio»); luego otra variación sobre el mismo tema: el poema como cuerpo, como cadáver donde se inscribe la evanescencia del sentido hacia la pura e inane materialidad de la palabra y el libro (en «La escritura o el cuerpo»); y todavía otro ensayo sobre el poema de Vallejo «Viniere el malo, con un trono al hombro» (en «De un futuro imperfecto»). Todos los ensayos de la primera sección parecen girar en torno a los confines de un sentido existencial que podemos explorar con el poema y la escritura, y por lo tanto en torno a una muerte representada o figurada en la propia imagen y experiencia de lo escrito; en torno a algo como un enmudecimiento pleno (si es que algo así existe, según el último verso del poema de César Vallejo: «y de tanto pensar, no tengo boca») desde el que la poesía obtendría su fuente, su fuerza y su sentido. ¿Pero no es este el tema que anuda en una misma constelación todos los ensayos del libro?

Es espléndida la lectura del poema de Cernuda «Luis de Baviera escucha Lohengrin». En cambio, reconozco que el texto «Postmodern / Postmortem» o no lo he sabido leer o me resulta trivial. Porque en el fondo la cuestión de que el final de la vida sea un comienzo o bien se piensa cristianamente como el viejo Maragall («sia la mort una major naixença…»), o bien se piensa kantianamente: No hay final más que para los sujetos privados; la estirpe, en la medida en que sepa ser racional, es inmortal. Y la estirpe vive en el lenguaje, y en ningún otro lenguaje más intensamente que en el lenguaje del poema, en la escritura literaria. Pienso que esa conciencia la tiene Barja en los textos de este libro, muchos de los cuales giran precisamente en torno a la representación del final, del sentido del final, y del eco que la pregunta sobre ese sentido devuelve desde el país anticipado de los muertos. Sin este eco no puede pensarse ni en la gran literatura ni en el gran arte. Reconozco que me hubiera gustado, visto lo visto, y leído lo leído hasta aquí, una rebelión, un requiebro, y no ese énfasis voluntarista en la circularidad que vincula la experiencia del final con el sueño o la utopía del comienzo. El Testamento de Villon, muy presente en todo el libro como una suerte de gran subtexto moral, ofrece una perspectiva mucho más suculenta de esa cuestión (y no sólo para los cuervos). Por otra parte, la mera palabra «postmodernidad» produce ya tal hastío de falsa muerte, que para recuperarse uno debe apresurarse a pensar en la muerte en serio, en la muerte humana, en la muerte como verdad del gran arte. Y Villon, Brecht, Rilke, Vallejo o Gracián son, sin duda, un remedio potente.

Si no fuera muy decepcionante y empobrecedor pensar que lo abstruso se resuelve simplemente relegándolo al territorio de lo privado, uno se sentiría tentado a evocar a propósito de la escritura de Barja la distinción del filósofo estadounidense Richard Rorty entre filosofías públicas y privadas. Pero la importancia del tipo de cuestiones que afronta Juan Barja no admite que encaucemos nuestra extrañeza por esta vía. Más bien se nos exige un reconocimiento que antes encontrará su doble verdad en una superposición de lo ejemplar y lo secreto, que si se tensa entre la supuesta buena voluntad de lo público y el ironismo de lo privado. Lo privado tendría algo de trato inteligente con la muerte sólo si la distinción de Rorty perdiera funcionalidad para adquirir profundidad. Y en ese cambio creo que los ensayos de Juan Barja adquieren un relieve singular y especial. Plantean incesantemente la cuestión de cómo un lenguaje privado como el del arte logra ser más plenamente público que otros estilos más neutros o convencionales.

Adorno concluye su ensayo sobre el ensayo aludiendo al anacronismo del género y de los modos que le son propios. Cincuenta años después, un libro como el de Juan Barja viene a ser la enésima demostración de que ese anacronismo tiene todavía muchas cosas que decir, aunque posiblemente siga siendo una forma de relacionarse a contracorriente con la época. Adorno ya percibía en los años cincuenta que en la universidad soplaban malos vientos para ese tipo de escritura, y que una suerte de totalitarismo democrático disfrazado de buenas prácticas académicas proyectaba la inminencia de un tiempo oscuro sobre el arte del ensayo. Pero no puede haber una sociedad civilizada y atenta a sus propios modos de comprender eso que entiende por civilización, con sus sombras y sus límites, sin disponer de textos exigentes, colmados de promesas no siempre obvias ni fáciles de descifrar, como los que Juan Barja ha publicado en este libro.

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