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Autodesechos

Artistas sin obra. «I would prefer not to»

Jean-Yves Jouannais

Barcelona, Acantilado, 2014

Trad. de Carlos Ollo Razquin

160 pp. 22 €

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Cuántos esfuerzos para no escribir, para que,
escribiendo, no escriba pese a todo… Nada
negativo en «no escribir», intensidad sin dominio,
sin soberanía, obsesión de lo enteramente pasivo.

Maurice Blanchot, La escritura del desastre
 

En Artistas sin obra, «I would prefer not to», un ensayo vestido con traje académico y adornado con alguna nota de color ficcional, Jean-Yves Jouannais (Montluçon, 1964) mezcla la especulación filosófica, el bosquejo biográfico, la teoría estética y la obra de catalogación sin cerrar la puerta a la ficción metaliteraria. Todas son facetas de la actividad de Jouannais como investigador-comisario en torno a conceptos obsesivos como el fiasco, la idiotez o el kitsch, que han ido apareciendo en distintos formatos e in(ter)venciones: artículos, textos críticos en catálogos, comisariado de exposiciones, conferencias-performance, etc. El libro que nos ocupa apareció originalmente en 1997, un año antes de que se publicara Estética relacional, de su colega de investigaciones artísticas, Nicolas Bourriaud, quien formulaba que debía juzgarse las obras de arte en función de las relaciones humanas que promueven.

A lo largo de ciento cincuenta páginas y un epílogo, Jouannais dispone en cajones-capítulos, a modo de colección entomológica, los nombres de quienes han optado por no entregar su potencial creativo a la lógica de la industria, han preferido asumir el estatus de artista sin necesidad de justificarse y concentrarse en la distracción, o han llevado hasta sus últimas consecuencias la renegociación de los límites del arte y la subversión de las jerarquías. Son antiautores o improductores de obra breve, periférica, diletante, portátil, difusa o denostada por la crítica sin que, por ello, hayan dejado una huella menos profunda que la de las obras maestras, porque como dijo John Keats, en su «Oda a una urna griega»: «Heard melodies are sweet, but those unheard / are sweeter» («Dulces son las melodías que se oyen, pero más aun / las que no»). Sólo con la ayuda del mito o el reflejo en alguien de renombre asoman de su indiferencia activista, como es el caso de Jacques Vaché, «el primero […] que insistió en la importancia de los gestos» (p. 32), que con unas pocas cartas a André Breton se ganó, gracias a él, la etiqueta de «escritor francés».

Jouannais, redactor jefe durante una década de la revista Art Press, no se refiere a quienes han tenido que escribir para el cajón y silenciar su voz por causas de fuerza mayor, como fue el caso, entre tantos otros, de un gran número de autores soviéticos, sino a los que entendieron la creación como borrado o sustracción, se conformaron con la copia à la Bartleby, dilataron la finalización de una novela, cultivaron la indiferencia, abominaron del papel de autor y se dedicaron al noble arte de vivir por pereza inagotable o por convicción indestructible, por exceso de perfeccionismo o de vanidad: aquellos que aplicaron el imperativo pessoano de que «la posteridad quiere que seamos breves y precisos», todo un ahorro de papel. Ahora sería el momento de sacar a colación el urinario de Duchamp o los silencios de Cage. Con esas obras ha evolucionado una estética «en la que confluyen el gesto del dandi, la deriva situacionista, el infinito abanico de las poesías no escritas, la aparente gratuidad de los Congrès de Banalyse, el silencio de Marcel Duchamp, el arte sin objeto de Jacques Vaché, las novelas no escritas de Félicien Marbœuf, el Museo de las obsesiones de Harald Szeemann, la escritura introvertida de Joseph Joubert, los escándalos de Arthur Cravan, la vida acelerada de Edie Sedgwick, la femme fatale de la Velvet, las gestas fundacionales evocadas por Plinio» (p. 24). El libro de Jouannais demuestra gran pericia al seleccionar los elementos que conforman este multidisciplinar gabinete de curiosidades.

El lector no encontrará en él un hilo de continuidad del que poder tirar para orientarse en el laberinto de referencias, pues es imposible dada la tesis de partida: «¿Cómo articular las líneas discontinuas que nada permite fijar y que sólo es posible restituir por medio de algunas figuras aisladas y yuxtapuestas?» (p. 123). Muchos detalles interesantes de los aquí citados se obvian, mandan la brevedad y la insinuación, confiando en que estos artistas sin obra, –incluido el imaginario Félicien Marbœuf, que nos recuerda que «la literatura y todo arte es la demostración de que la vida no basta»– se mezclen con nuestras lecturas previas y las interroguen. Tampoco hallará el lector enrevesadas teorías sobre el enigma duchampiano, aspectos no revelados sobre la novela inacabada de Roland Barthes, de apenas ocho páginas, o la clave para entender a quienes optan por copiar al pie de la letra, como hizo Gérard Collin-Thiébaut con La educación sentimental, en lugar de crear a partir de la nada, si es que eso es posible.

Lo que Jouannais hace, citando y acumulando ejemplos, es reivindicar una historia del arte como máquina generadora de historias, dado que en la fotografía canónica de la disciplina, basada en la sucesión y en la lista de artefactos y firmas, no están todos los que son. Es en el gran vertedero de los descartes donde encontraremos un reflejo más cercano de la mentalidad de un período de la historia. «Lo que muestra la cultura de una época es ya el resultado de una selección, elitista, culta, biempensante, entre las obras que han accedido a cierta visibilidad. La punta ínfima de un iceberg» (p. 27), afirma Jouannais, para quien, como Jean Dubuffet en Asfixiante cultura (trad. de Ángel Cagigas, Jaén, Ediciones del Lunar, 2011), la mano que sacude el tamiz nunca es inocente. Y la mejor praxis para ampliar el catálogo de viajes hacia la verdad por caminos inesperados, como definía Roberto Bolaño la labor del escritor, es imponerse la tarea de sumergirse en la invisibilidad del gran archivo de «los sueños, sistemas de pensamiento, intuiciones y frases realmente nuevas que han escapado de la escritura», en las inteligencias libres «dedicadas simplemente a nutrir y embellecer una vida sin someterse jamás al servil proyecto de urdir una estrategia para producir o para obtener reconocimiento y publicidad» (p. 24). De alguna manera, Jouannais intenta demostrar con el contraejemplo que el arte es «una vía, no un horizonte; una liturgia, no una religión; una obsesión, más que una situación» (p. 139).

A la vista de esto, no sorprende la complicidad del francés con Enrique Vila-Matas, compañero de juegos metaliterarios y prologuista de la reedición de Gallimard de Artistas sin obra, texto también incluido en el libro que ha publicado Acantilado. Mas aún cuando, casi simultáneamente, se publicó Kassel no invita a la lógica (Barcelona, Seix Barral, 2014), fruto de la experiencia del barcelonés como «obra de arte viviente» en la dOCUMENTA (13). Vila-Matas acudió tres semanas al restaurante chino Dschingis Khan, en las afueras de la ciudad alemana, a la espera de algo: la pregunta de un visitante despistado, tal vez unos noodles. Por supuesto, fue una oportunidad más para describir el mundo desde «el lugar absurdo al que se llega mediante una invitación muy extravagante». Todo esto entraba dentro de las infinitas posibilidades de una obra abierta y relacional. Comisarios convertidos en escritores, escritores en obra, artistas en comisarios… La cultura contemporánea está repleta de puertas giratorias. Las obsesiones comunes han acabado entrelazando, pues, los destinos de Jouannais y Vila-Matas, también en sus libros, en los que se citan mutuamente. Este último ha explicado en fecha reciente que almacena citas literarias en un documento Word llamado «Manual del futuro.doc», una espesura de entrecomillados que aguarda pacientemente su momento para salir al auxilio de la inspiración.

La idea invita, como el propio libro de Jouannais, a que acompañemos nuestras bibliografías sentimentales con los gestos intangibles que nos inspiraron de alguna manera y los compartamos. Cada cual descubrirá en Artistas sin obra a sus personajes inolvidables, que, desde ese momento, lo acompañarán. Tal vez uno de los más memorables sea el políglota Armand Robin (1912-1961), autor de La falsa palabra (trad. de Carlos García Velasco, Logroño, Pepitas de calabaza, 2007) y artista de la escucha. Penetró cada noche en la selva invisible de las ondas de radio y advirtió de la «guerra contra el cerebro» que libraban los gobiernos al inundar el éter de una enormidad de lenguaje vacío y de propaganda que hipnotizaba a una humanidad exhausta. O bien Félix Fénéon (1861-1944), funcionario de día, dandi de noche, poeta del titular de sucesos en Le Matin, recogidos en Novelas en tres líneas (trad. de Lluis Maria Todó, Madrid, Impedimenta, 2011). Fénéon cargaba todas las armas de la retórica y la prosodia para condensar en menos de ciento cuarenta signos tipográficos una noticia, convirtiéndola en excepcional. En otras palabras, rompía la división entre el mundo de la ficción y la vida narrada en los periódicos. O bien el triestino Roberto Bazlen (1902-1965), traductor, asesor literario, autor de la protonovela El capitán de altura –ensamblada por Roberto Calasso y publicada en 1996 en la editorial Trama, con traducción de Cristina García Ohlrich– y de Informes de lectura. Cartas a Montale (trad. de Ernesto Montequin, Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2012). En una de estas cartas al premio Nobel italiano, este desapegado de la autoría le espetó que «carecía por completo del espíritu mesiánico y divulgativo» y que jamás había sentido necesidad alguna de compartir sus ideas con los demás, «y menos aún con los lectores de revistas».

Uno de los capítulos que tienen más peso es el titulado «La abstención del idiota», que recoge la estrategia sobre la cual se funda toda una dimensión del arte del siglo pasado y que Jouannais bautiza como el «siglo Mishkin», en honor al protagonista de la novela de Dostoievski. El concepto de idiotez ha evolucionado de «particular» o «único», según su raíz griega, de la que deriva también «idiosincrasia» o «idioma», a «inmadurez» y «desprovisto de razón». El artista, hoy, ha asumido ambas definiciones. Por una parte, cultiva su singularidad y, por otra, se vale de la risa, la ironía, la ambigüedad, la broma para fustigar la convención. ¿Cómo acercarse a una acción o performance que a primera vista nos parece una broma sin sentido? ¿Cuántas obras se habrán producido utilizando la boutade sin ningún fin o bien sin exigir un talento particular? Lejos de desaparecer, la idiotez ha sido asumida como método por y para el gran público, poblando redes sociales, mensajes virales, medios de comunicación y canales temáticos. La publicación tardía de este ensayo ha hecho que pierda algo de frescura este planteamiento, que ha tenido su seguimiento y desarrollo en Francia.

Llegado este punto, es difícil no desviar la mirada a la gran pantalla para reencontrarnos con Jep Gambardella, el dandi protagonista de la película italiana La gran belleza, un autor de corta distancia que publicó una sola novela de juventud y es consciente de no haber sido nunca un corredor de fondo de la literatura. Al principio de la cinta, un público asiste a la performance de una «artista de la provocación», Talia Concept, con la bandera de la Unión Soviética pintada en el sexo y la cara cubierta por un velo, que corre directamente hacia un muro y se golpea la cabeza contra él. Luego cae semiinconsciente, se levanta con un reguero de sangre en la frente y grita una frase inconexa. Aplausos. Gambardella se exaspera con los artistas que afirman no estar obligados a dar explicaciones. Encajarían aquí las palabras del príncipe Mishkin: «Ser ridículo puede, en ocasiones, representar algo bueno, e incluso lo mejor». Al final de la película, el director, Paolo Sorrentino, nos conduce hasta una idea no muy alejada de la apuntada en el ensayo de Jouannais, una invitación a arremangarse y a sucumbir a los raptos estéticos: «Todo está sedimentado bajo la cháchara y el ruido, el silencio y el sentimiento, la emoción y el miedo, los escuálidos e inconstantes destellos de la belleza».

Marta Rebón es traductora, crítica literaria y fotógrafa. Ha traducido al castellano y al catalán obras de Vasili Aksiónov, Yuri Olesha, Vasili Grossman, Borís Pasternak, Lev Tolstói o Zajar Prilepin. Sus últimas traducciones publicadas son Daniel Stein, intérprete, de Liudmila Ulítskaya, El fiel Ruslán, de Gueorgui Vladímov, El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov, Gente, años, vida (Memorias 1891-1967), de Iliá Ehrenburg, y próximamente aparecerá La facultad de las cosas inútiles, de Yuri Dombrovski. En la actualidad escribe un ensayo sobre un escritor ruso y sus viajes por Europa.

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Ficha técnica

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