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Multicultura e individualismo

Tratado sobre la tolerancia

MICHAEL WALZER

Paidós, Barcelona, 1998

Trad. de Francisco Álvarez

128 págs.

1.500 ptas.

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El libro de Michael Walzer On Toleration es una aportación original e importante a la literatura ya inmensa sobre el multiculturalismo. Walzer no se pregunta, como lo hacen gran parte de los estudiosos del multiculturalismo, si las demandas de defensa de la propia identidad avanzadas por determinados grupos son compatibles con los principios del universalismo liberal, que reconoce a todos los individuos los mismos derechos. Ni trata tampoco de distinguir entre un multiculturalismo liberal que enseña a «negociar» la propia identidad cultural con otras identidades culturales y a respetar la diversidad de culturas y modos de vida, y un multiculturalismo iliberal que pretende aprisionar al individuo mediante identidades culturales rígidas, para usar la terminología propuesta por Anthony Appiah («The Multicultural Misunderstanding», The New York Review of Books, oct. 9, 1997).

Walzer plantea más bien el problema político de cómo transformar el potencial disgregador de los grupos culturales en una energía al servicio del reforzamiento de la vida democrática en los Estados Unidos. A tal efecto, y contra lo que es la opinión prevalente, propone reforzar y multiplicar los grupos culturales y utilizar la tendencia de los individuos a desmarcarse de grupos y asociaciones para vivir una vida propia en condiciones de independencia y autonomía. A pesar de las leyes de la física, las dos fuerzas centrífugas del multiculturalismo (que aleja a los grupos culturales de un centro común) y del individualismo (que incita a los individuos a alejarse de asociaciones y grupos) pueden ser cada una, según Walzer, el correctivo de la otra.

Para captar el significado y la originalidad de la propuesta de Walzer, resulta útil reconstruir las líneas esenciales del debate americano sobre el multiculturalismo, y la mejor manera de hacerlo es partir del libro Multiculturalism de Charles Taylor, editado por Amy Gutmann, que recoge también contribuciones importantes de Anthony Appiah, Jürgen Habermas, Michael Walzer, Susan Wolf y Steven Rockefeller. Multiculturalism nace de un seminario celebrado en Princeton con ocasión de la fundación del Center for Human Values en 1990; reeditado y traducido varias veces, es el texto clásico sobre el tema. En el ensayo «The Politics of Recognition», Charles Taylor habla en efecto de cómo emerge, cada vez más acentuada, la exigencia, por parte de grupos minoritarios y subalternos, de que la cultura propia se reconozca y respete, y define el multiculturalismo como principio que inspira esta «política del reconocimiento».

El presupuesto filosófico del multiculturalismo es la convicción de que el reconocimiento por parte de los otros constituye una condición fundamental para la formación de la identidad personal del individuo. Todo individuo, apunta Taylor citando a Rousseau, forma la conciencia de su propia identidad a través del reconocimiento de los otros, y si el grupo al cual pertenece no es reconocido, o es reconocido de modo distorsionado (misrecognition), el individuo, inevitablemente, experimenta graves repercusiones por lo que hace a la propia identidad personal.

La convicción de que existe una relación estrecha entre dignidad individual y reconocimiento de la cultura particular del grupo, ha llevado a Will Kymlicka a sostener que la política de la diferencia, esto es, la concesión a ciertos grupos sociales recursos o derechos particulares (sobre todo en lo que respecta a la tutela del idioma) puede justificarse desde un punto de vista liberal, en cuanto que la supervivencia del lenguaje y cultura del grupo es una condición esencial para que el individuo pueda formar autónomamente su propia personalidad moral (Liberalism, Community and Culture, Oxford, Clarendon Press, 1989).

En la historia ya larga de las discusiones sobre el multiculturalismo ha habido, sin embargo, otros intentos importantes de justificar la política de la diferencia desde una perspectiva liberal. Entre ellos hay que recordar el ensayo de J. Raz, «Multiculturalism, a Liberal Perspective» (Dissent, invierno 1994, 67-7), donde se sostiene que resulta más justo mantener con vida, y ayudar, a los diversos grupos, que intentar su disolución en una cultura común, porque la pertenencia al grupo cultural determina el horizonte de oportunidades del individuo, y condiciona su enriquecimiento cultural y material, facilita las relaciones sociales del individuo y enriquece el sentimiento de identidad personal. Como explica Raz, la reivindicación por parte de los multiculturalistas de proteger y reforzar a los grupos se basa en argumentos individualistas, es decir, en la reivindicación de que los grupos enriquecen la prosperidad y la libertad individual.

Para Taylor, a quien Walzer considera un «vecino cercano» (pág. 133), la política del reconocimiento y de la diferencia es en cambio radicalmente distinta del universalismo liberal: la primera exige que se reconozca y trate con particular respeto la identidad única (unique identity) de un grupo en concreto; la segunda exige, sin embargo, que todos los individuos puedan gozar del mismo conjunto de derechos. En una palabra: el universalismo liberal quiere ser ciego; el multiculturalismo exige que las diferencias estén a la vista, se reconozcan en su dignidad, y sean tratadas con especial respeto.

El multiculturalismo, y éste es un aspecto del problema que suele descuidarse en las discusiones europeas, se distingue pues tanto del principio tradicional de tolerancia –esto es, el principio de dejar que las minorías culturales se gobiernen por sí solas– cuanto del principio liberal de la no-discriminación, esto es, la afirmación y defensa de los derechos individuales contra la discriminación religiosa, nacional, étnica, racial, o basada sobre el sexo o la orientación de la vida sexual. El multiculturalismo reconoce tanto el principio de la tolerancia como el principio de la no-discriminación, pero exige algo más: el reconocimiento por parte de la comunidad del igual status de los distintos grupos culturales, así como un apoyo activo del estado para mantener con vida a los grupos culturales.

Los maestros reconocidos del pensamiento liberal, confirmando la enorme distancia que separa ambas orientaciones, han criticado con palabras muy severas las tesis del multiculturalismo. Arthur Schlesinger (The Disuniting of America, 1992), por citar el ejemplo más obvio, ha explicado muy claramente que el verdadero liberal debe reconocer la libertad como derecho fundamental de los individuos, no de los grupos étnicos. Debe ser un valedor convencido del pluralismo liberal, que afirma el derecho de todos los grupos a cultivar sus propias tradiciones culturales, contra los defensores del multiculturalismo, que proclaman el derecho de los distintos grupos étnicos a reforzar su identidad cultural con ayuda del estado y con privilegios especiales. El multiculturalismo, para Schlesinger, hace imposible el sentido de solidaridad entre ciudadanos y el sentido de responsabilidad hacia el bien común, por cuanto disuelve el sentimiento de pertenencia a una comunidad, la de la república, más amplia que los distintos grupos.

También para Goerge Kateb, el abanderado del individualismo democrático, el multiculturalismo está moral y políticamente equivocado. Kateb critica el presupuesto fundamental del multiculturalismo, a saber, la idea de que los distintos grupos culturales sean tratados como entidades que merecen no sólo reconocimiento, respeto y tolerancia, sino también incentivo y sostén por parte del estado. La premisa del multiculturalismo es que todo grupo es digno de admiración, incomparable e inconmensurable; en suma, que representa un valor en tanto que grupo. Para Kateb, por el contrario, la identificación con el grupo es fuente de graves errores. Los individuos que se identifican con el grupo ponen la identidad del grupo en el centro de su propio yo; encuentran bello el espectáculo de la diferencia y de la competición entre los grupos; enmascaran su egotismo como devoción al grupo; experimentan orgullo por las realizaciones del grupo, especialmente las del pasado, aunque no hayan hecho nada por posibilitarlas; pierden la idea compleja de que todo individuo es contingente y finito; se encuentran en fin en disponibilidad de aceptar las ficciones y las mentiras transmitidas por el grupo (The Inner Ocean. Individualism and Democratic Culture. Cornell University Press, 1992, págs. 222-239).

Como muestran los ejemplos que he citado, la polémica sobre el multiculturalismo es, en parte, consecuencia de dos modos distintos de considerar el individuo y la vida moral; por una parte, los liberales insisten en principios morales universales y en la idea de que el individuo trasciende todo grupo cultural; por otra, los multiculturalistas subrayan el carácter contextual, dialógico, de la vida moral del sujeto y, por ende, la importancia del vínculo con el grupo cultural.

Walzer ha descrito el contraste entre los dos tipos de discurso moral como contraste entre una teoría moral «thin» (universal, abstracta, referida a la humanidad y al individuo en general) y una teoría moral «thick» (local, específica, vinculada a la cultura particular y a la historia de un pueblo o un grupo), subrayando, en un libro titulado precisamente Thick and Thin, que ambas perspectivas son incompletas y que, para afrontar de manera justa y eficaz el problema de la convivencia pacífica entre diversos grupos culturales es necesario combinar ambas perspectivas, la universalista y la particularista.

Para Walzer, el yo posmoderno se encuentra atravesado por muchas y muy complicadas líneas de fragmentación. La primera es la que corre entre los intereses y los papeles que cada uno de nosotros persigue y asume no sólo a lo largo de la vida, sino también en el curso de un solo día. Somos ciudadanos, padres, trabajadores o profesionales o empresarios, profesores o estudiantes, médicos o pacientes y tantas cosas más; a cada una de estas dimensiones del yo le corresponden responsabilidades, derechos, capacidades, habilidades y bienes sociales diversos. En segundo lugar, el yo asume identidades diversas; se define respecto a la familia, a la comunidad nacional, la religión, el género, la adscripción política; se reconoce en distintas historias, tradiciones, ceremonias, celebraciones y pertenece a distintos grupos, cada uno definido por una identidad común más vasta. En el interior del yo posmoderno hablan distintas voces morales; somos capaces de autocrítica, tenemos dudas morales, angustias, incertidumbres.

Dada esta conformación del yo posmoderno, tanto los problemas de justicia «internos» cuanto los problemas de la autodeterminación a nivel internacional, pueden afrontarse sólo mediante teorías complejas, densas y sutiles, no con doctrinas únicamente sutiles o únicamente densas. Mi identidad en tanto que, digamos, italiano, o hebreo, exige a pleno pulmón ser protegida y reconocida por un estado nacional; pero a esta voz se une la del ciudadano o la del individuo que reclama derechos políticos y civiles; y aun una tercera, la de la pertenencia a la comunidad religiosa, que pide tolerancia. Puede ocurrir, sucede incluso a menudo, que una parte de nosotros mismos se convierta en crítica de otra.

Para responder adecuadamente a las múltiples exigencias del yo contemporáneo, se hace pues necesaria una concepción pluralista de la justicia tanto en los asuntos domésticos cuanto en las cuestiones internacionales. En el primer caso, se trata de una concepción de la justicia que afirma que los distintos bienes sociales deben distribuirse a tenor del significado que tengan en su esfera social propia: la salud se distribuye según la necesidad, no según el status social; el poder político, según la competencia y la rectitud, no según el nivel de renta. En el segundo caso, se trata de una concepción de la justicia internacional que sepa identificar las formas de autodeterminación apropiadas a las exigencias y a las tradiciones de los distintos pueblos.

«Necesitamos», subraya Walzer, «ser tolerados y protegidos en tanto que ciudadanos del estado y miembros de grupos –y también en tanto que ajenos a ambos–. La autodeterminación ha de ser a la vez política y personal –ambas se interrelacionan, pero no son lo mismo–. La antigua forma de entender la diferencia, que vincula a los individuos con sus grupos autónomos o soberanos encontrará resistencia entre disidentes e individuos ambivalentes. Pero cualquier nueva forma de comprensión que se centre sólo en el disidente encontrará resistencia entre hombres y mujeres que aún luchen por absorber, efectuar, elaborar, revisar y enjuiciar una tradición religiosa o cultural común» (págs. 90-91).

Walzer invita a dejar de lado la nostalgia por los imperios, y a implicarse en la búsqueda de espacios justos que puedan permitir a los grupos vivir según la cultura propia. Las soluciones serán diversas según los casos –estados independientes, federaciones, garantías de autonomías locales en el interior de estados ya existentes–. Pero el punto de partida, si queremos reducir la intransigencia e intolerancia de los nacionalistas, debe ser la tolerancia y el reconocimiento. Si conseguimos que no se sientan amenazados, observa Walzer, los líderes nacionalistas no conseguían hacer creer a nadie que amenazar a los otros sea el interés de la tribu. La historia alecciona: los fanáticos religiosos del siglo XVII se vuelven poco a poco inocuos desde el momento en que se les garantiza el derecho de practicar su propia religión. ¿Por qué una política similar no habría de funcionar también para los nacionalistas y grupos culturales de nuestra época?

Para Walzer, los grupos culturales y las asociaciones de la sociedad civil son un recurso fundamental para mitigar el individualismo que impregna a la sociedad americana: «En una sociedad democrática, la acción en común es preferible al extrañamiento y a la soledad, el tumulto mejor que la pasividad, y compartir propósitos (incluso sin aprobarlos) mejor que la indiferencia privada».

Los Estados Unidos son una sociedad caracterizada por un elevado grado de movilidad geográfica, social, familiar y política. Multitud de hombres y mujeres cambian de ciudad; se emplean en trabajos distintos de los de sus progenitores; ascienden o descienden en la escala social; se separan y fundan nuevas familias o eligen vivir en soledad; votan ateniéndose a programas y candidatos, y ya no son fieles a las ideologías políticas y a los partidos. Cuando cambiamos de ciudad, de trabajo, de cónyuge, de partido o de confesión, ejercitamos derechos fundamentales liberales. Pero en muchos casos, subraya Walzer, los costes son elevados: abandonar el lugar de nacimiento y el domicilio implica a menudo una elección dolorosa, que deja una estela de pérdida o vacío; separarse e intentar reconstruir una vida afectiva es una libertad sacrosanta, pero puede suceder que al final se acabe en soledad, o que la nueva experiencia se revele peor aun que las anteriores; cambiar de partido es lo más liberal que imaginarse pueda, pero es fácil deslizarse hacia el indiferentismo político y de ideas. Si miramos alrededor, advertimos que probablemente tenemos menos vecinos, o amigos, o compañeros de partido o correligionarios, o simplemente personas con las cuales podemos contar, que los que tenían nuestros padres. A menudo nos sentimos como extranjeros en nuestra tierra.

Por estas razones, la respuesta al desafío de la «política del reconocimiento» y del multiculturalismo no puede ser el individualismo liberal, sino el reforzamiento de los grupos culturales, por muy contradictoria que tal cosa pueda parecer. Los individuos, subraya Walzer, resultan «más confiados, más comprensivos» cuando participan en la vida social, y cuando se sienten responsables ante otras personas. El auténtico peligro que amenaza a la sociedad democrática es, a decir verdad, el debilitamiento de las asociaciones de la sociedad civil y de los agrupamientos étnicos.

Cuanto más débil es, o más débil se siente, un grupo, más radicales se vuelven sus exigencias, y mayor es la disponibilidad de sus militantes y miembros a aceptar que demagogos y fanáticos religiosos hablen en su nombre. Cuanto más fuerte es, o se siente, un grupo, más dispuestos están sus líderes a moderar el lenguaje y sus demandas para conseguir cuotas más elevadas de recursos públicos en la negociación con otros grupos, y más oportunidades hay para los individuos más ambiciosos: «Nuestros activistas religiosos o étnicos empiezan defendiendo los intereses de la propia comunidad, y terminan entrando a formar parte de coaliciones políticas, esforzándose por encontrar acomodo en formaciones equilibradas, y expresándose (cuando menos) en términos de bien común. La cohesividad del grupo vigoriza a sus miembros y la movilidad y ambición de los miembros más vigorosos liberaliza al grupo».

Para reforzar asociaciones y grupos, apunta Walzer, hace falta que el gobierno se empeñe en primer lugar en crear empleo y favorecer a los sindicatos. El desempleo es, en efecto, la peor forma de disociación, mientras que los sindicatos son escuelas de política democrática y estructuras solidarias de asistencia recíproca. Además de favorecer el empleo y reforzar los sindicatos, los gobiernos deben promover programas que favorezcan que asociaciones de padres y enseñantes constituyan y administren las escuelas; deben ayudar a las cooperativas para la adquisición y la gestión de viviendas; alentar experiencias de autogestión en la economía; impulsar las iniciativas de los barrios para la prevención de la criminalidad, para la gestión de los espacios públicos, los museos, la radio, los centros deportivos, los centros juveniles. El multiculturalismo, en la versión de Walzer, consiste pues en «un programa que favorezca una mayor igualdad social y económica».

Debido a este carácter ambivalente –«no podemos defender coherentemente ni el multiculturalismo ni el liberalismo»– la propuesta de Walzer no satisface ni a los liberales ni a los teóricos de la «política de la diferencia», pero tiene el mérito de haber renovado una discusión que se había convertido, como tantas otras disputas académicas, en una repetición de temas gastados que ya cansaba a todos, incluidos sus protagonistas. El problema es que las políticas socialdemócratas que Walzer propone como medios para usar el multiculturalismo y el indvidualismo como correctivos mutuos, no forman parte de los programas de gobierno. Tanto en los Estados Unidos como en Europa, probablemente tendremos que resignarnos a ver crecer, por una parte, un universo de individuos aislados, y por otra, unos grupos culturales cada vez más cerrados y agresivos frente a otros grupos y frente al bien común.

Desde un punto de vista estrictamente teórico, la reflexión de Walzer es, en mi opinión, demasiado benévola respecto a los grupos culturales y religiosos. Walzer subraya que los grupos culturales pueden volverse agresivos e intolerantes hacia el exterior, pero no destaca el hecho de que los grupos culturales y religiosos son máquinas que moldean a los individuos de manera unilateral, y sofocan la pluralidad de identidad que debería ser la característica principal del individuo democrático posmoderno.

Quien entra a formar parte de una asociación afroamericana, o hebrea, o italoamericana, se ve impulsado a asumir la identidad cultural o religiosa del grupo como su identidad principal. Aunque se volvieran más liberales respecto de otros grupos y más dispuestos al compromiso político, como Walzer desea, los grupos culturales y religiosos son, por naturaleza, proclives a uniformar a los individuos, en medida mucho mayor de lo que lo hacen partidos políticos o sindicatos. Poseer muchos colectivos cuturales y religiosos florecientes es sin duda preferible a tener unos pocos grupos débiles y agresivos. Pero sería mejor aún tener auténticos partidos políticos y sindicatos que supieran absorber la multiplicidad de grupos culturales y religiosos, y que estimularan a sus miembros a considerarse, antes que nada, ciudadanos, esto es, miembros de la comunidad más amplia de la república.

Aunque Walzer piensa sobre todo en la realidad norteamericana, y en particular en una sociedad de inmigrantes, su propuesta tiene un gran interés para Europa. Para construir una Europa de ciudadanos no es necesario que exista un «pueblo europeo», o una opinión pública europea. No es ni siquiera realista pensar que los futuros ciudadanos europeos serán personas que tengan una identidad cultural particular, y además de ésta, una identidad política europea caracterizada por la adhesión a valores democráticos universalistas. La cultura cívica, o sea, el modo de pensar y de vivir propio de los ciudadanos que aprecian la igualdad democrática, se aprende en las comunidades locales, participando en el gobierno local, en la actividad de los partidos, de los sindicatos, de las asociaciones de la sociedad civil, de los grupos culturales, de las asociaciones deportivas y recreativas. Una vez adquirida a nivel local, la cultura cívica puede ser transferida a otros niveles y puede vivir incluso en el contexto europeo. Esto significa que para tener una Europa de los ciudadanos es necesario reforzar el autogobierno, las asociaciones de la sociedad civil, los partidos y los sindicatos. En Europa, como en América, los peligros más serios para la vida democrática provienen, como explica Walzer, de los individuos aislados y de los grupos sin esperanza.

Traducción de Julio Pardos

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