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Pancartas del populismo leninista, chavista… o lo que sea 

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La propaganda del nuevo populismo leninista –como a su caudillo máximo, Iglesias, le gusta describir su propia filiación política– ha sacado a la calle y a los mítines unas cuantas pancartas que airean las grandes reivindicaciones de nuestra «nueva» izquierda. Veamos las cinco más grandes y llamativas.

Primera pancarta: detallar en la Constitución los «derechos sociales»

La primera pancarta exige «blindar» (es decir, detallar) en la Constitución como «derechos fundamentales» las prestaciones económicas y servicios sociales que asociamos al «Estado del Bienestar». Teniendo en cuenta que nuestra Constitución ya recoge (artículos 47 a 50) varios de esos «derechos» (por ejemplo, el derecho a «disfrutar de una vivienda digna y adecuada», la «suficiencia económica de los ciudadanos durante la tercera edad», «un sistema de servicios sociales» que atenderán a los problemas de los españoles en materia de «salud, vivienda, cultura y ocio»), esta reivindicación parece plantear que se especifique con mayor detalle y amplitud el contenido de esos «derechos», una lista que puede ser muy larga (prestaciones sanitarias concretas, subsidio de desempleo, viajes de vacaciones, residencias para ancianos y sus cuidados, becas de estudio, jardines de infancia, protección frente a desahucios, protección de personas con minusvalías… y muchos otros).

La extensión a estas prestaciones de contenido económico de la protección que nuestra Constitución otorga en su Capítulo Segundo a los derechos y libertades fundamentales sólo puede plantearse si se ignora o se quiere ignorar la diferencia que existe entre un «derecho» que se ejercita necesariamente a través del disfrute de una prestación determinada que alguien debe financiar, y los derechos fundamentales que afectan a la libertad y a la igualdad de los ciudadanos, y que no tienen coste directo alguno que alguien deba financiar.

El derecho a la libertad de expresión, a la libertad religiosa, a la libertad de asociación política, por ejemplo, no tienen contenido material o económico directo: ni el Estado, ni ningún ciudadano deben sacrificar parte alguna de sus recursos para que otro ciudadano asuma la fe religiosa que quiera, o para que pueda expresar sus opiniones libremente sin temor a represalias, o para que se asocie con otros ciudadanos para defender sus ideas políticas. Pero si la Constitución dice que tengo derecho a disfrutar de una «vivienda digna» y se especifica lo que eso significa a efectos constitucionales, o de una «renta básica», o de un «trabajo estable y bien retribuido», o de un subsidio de paro sin límite temporal, o me permite exigir que haya un profesor de Secundaria por cada diez alumnos, o a becas de estudio superiores a ciertos mínimos, o me ampara en mi «derecho constitucional» a determinadas prestaciones sanitarias, se plantea necesariamente la cuestión de quién paga. Porque nadie podrá ejercer ninguno de esos «derechos» si el Estado no se hace cargo, de un modo u otro, de su coste: nadie podrá ejercer su derecho a disfrutar de una vivienda digna si alguien no ha costeado su construcción; nadie podrá recibir una «renta básica» si el Estado o alguna otra administración pública no obtiene y dedica a ese fin recursos; nadie podrá disfrutar de su «derecho» a un «trabajo estable y bien remunerado» si alguien no paga su salario; no podremos tener un profesor por cada diez alumnos de Secundaria si alguien no se hace cargo del coste correspondiente, etc.

Dar rango constitucional a una lista semejante de prestaciones económicas y servicios públicos regulados hasta ahora en las leyes ordinarias añadiría un elemento nada trivial al funcionamiento del sistema democrático y de la economía de mercado que lo sustenta. Abriría un amplísimo campo de conflictos y reclamaciones sobre la adecuación, o no, a la Constitución de esas diferentes prestaciones, obligando a la Administración de Justicia y al propio Tribunal Constitucional a posicionarse sobre el contenido concreto de esas obligaciones económicas «fundamentales» o «constitucionales» del Estado y de las restantes administraciones públicas. No es difícil prever que en esa situación la lucha política tendería a transformar la maquinaria judicial y el propio Tribunal Constitucional en motores siempre en marcha de incremento del gasto público y, por ello, de generación de inestabilidad fiscal y financiera.

En ningún país de la Unión Europea, en ningún país democrático desarrollado se ha dado rango constitucional al detalle de las prestaciones económicas y asistenciales básicas del Estado del Bienestar; tampoco, desde luego, en las socialdemocracias del norte de Europa, tantas veces puestas como ejemplo por nuestros populistas-leninistas. Hay que ir a las Constituciones de algunos países muy poco democráticos y escasamente desarrollados para encontrar una confusión de esa naturaleza, sin que tal elevación de rango haya implicado –como es notorio en esos países– mejor o mayor garantía de su respeto o cumplimiento.

Segunda pancarta: endurecer al máximo las incompatibilidades de los políticos y bloquear las «puertas giratorias»

La segunda pancarta explota una de las demagogias más fáciles y, por eso mismo, más difíciles de combatir, aceptada por unos y por otros durante las últimas décadas en la pelea política en España: el nudo formado por las retribuciones de los políticos y las reglas de incompatibilidad –lo que a veces se describe como «puertas giratorias»–, cuestiones eludidas o silenciadas por los grandes partidos debido, claro está, a su potencial explotación demagógica y a su posible coste político, pero una cuestión muy importante para la conexión entre actividad política y sociedad.

Podemos y otros grupos de la izquierda plantean llevar a cinco años las incompatibilidades de los políticos, parlamentarios y altos cargos de la Administración que, una vez que dejen sus cargos públicos, quieran trabajar en el sector privado. Esta restricción no tiene precedentes en ningún país de la OCDE. En cuanto al otro límite que aparece en esta pancarta, el de tres veces el salario mínimo como tope máximo para el sueldo de los parlamentarios y políticos, nada cercano o parecido estuvo jamás en vigor en la extinta URSS, ni en ninguno de los países del «socialismo real» en el bloque soviético, ni en la China de Mao, aunque, quizás, en la Camboya de Pol-Pot hubiera sido una idea apreciada. Probablemente, Stalin habría mandado fusilar a quien hubiera propuesto algo así, considerándolo un burdo intento de sabotaje anarquista.

Basta comparar los sueldos y salarios de nuestros políticos y las reglas de incompatibilidad que se les aplican en España, con los vigentes en los países de nuestro entorno, para ver que España es, con diferencia, el país de la Unión Europea en el que los miembros del Gobierno y los parlamentarios tienen menores retribuciones en términos absolutos y relativos (en particular, los sueldos de los miembros del Gobierno, empezando por el del presidente, son, como es de sobra conocido, sencillamente ridículos en comparación con los de sus homólogos europeos y los que se perciben en el sector privado en niveles altos de responsabilidad). Esta desventaja, que debe de desanimar a muchos de participar en la vida política, se agrava con las reglas de incompatibilidad y las restricciones, más y más endurecidas a lo largo de las últimas décadas, respecto a la posibilidad de que políticos y parlamentarios puedan incorporarse a una actividad laboral en el sector privado cuando dejan la actividad pública o política.

La pancarta antisistema sobre retribuciones e incompatibilidades en la actividad política da una vuelta de tuerca más en la peor dirección.

Acentuar la presión para mantener retribuciones bajas o muy bajas en la política, dificultar la vuelta de los políticos a la sociedad civil y aislar la vida política de la sociedad y de la actividad económica privada, convirtiendo la política en una profesión de la que es muy difícil salir, reforzaría el mecanismo de selección negativa y sumisión. Siempre habrá, naturalmente, excepciones, explicables por la vocación, la independencia económica familiar u otras causas. Pero dar más vueltas de tuerca a esta exigencia «progresista» acentuaría la tendencia, que existe en nuestro sistema desde hace tiempo, a convertir a muchos políticos en piezas obedientes de las cúpulas de los partidos. Las imputaciones a la clase política de ser una «casta», es decir, de perpetuarse en el poder aislada de la sociedad y ajena a sus intereses, la tan denunciada «partitocracia», tienen una de sus principales explicaciones, precisamente, en ese mecanismo de selección negativa, con la consiguiente amenaza al funcionamiento libre y abierto de los partidos, al sistema democrático y a la protección de las libertades.

Pero todo esto no preocupa a nuestros profesores leninistas-maduristas. ¡Todo lo contrario! Les anima a perseverar en esa dirección porque, cuanto peor sea la calidad y más difícil de mantener la independencia de criterio y actuación de los parlamentarios y cargos políticos, más fácil será para ellos dominar el terreno de juego, más fácil será implantar el centralismo leninista con el que sueñan.

Tercera pancarta: para pagar las pensiones, subir impuestos y cotizaciones

La tercera se refiere a cómo hacer sostenible el sistema público de pensiones, amenazado por la evolución demográfica, el insuficiente crecimiento del empleo y la necesidad de evitar subir aún más las cotizaciones sociales, que son impuestos directos sobre las nóminas y, por ello, sobre el empleo.

Nuestra nueva extrema izquierda –y también alguna otra izquierda, menos extremista pero confundida o contagiada por el populismo neocomunista– sostiene que la solución es muy sencilla: establecer nuevos impuestos, o subir los que ya existen: la idea debe de ser que «los ricos» (todos los que superan los sesenta mil euros de renta anual, según Podemos) tapen el agujero de las pensiones.

Lamentablemente, no es tan sencillo. Si pretendemos incrementos significativos y permanentes en la recaudación del principal impuesto directo, el IRPF, esto no podrá lograrse sin incrementos significativos en la presión fiscal sobre los asalariados y sobre el ahorro, lo que, inevitablemente, tenderá a afectar al crecimiento económico y a la creación de empleo. Si pensamos en los impuestos indirectos –el IVA, claro está, en primer lugar– es posible que exista cierto margen; también puede haber margen en la actualidad –dado el muy bajo nivel de precios del petróleo– en los impuestos sobre carburantes, una situación que cambiará de signo antes o después. Pero, obviamente, nuestros populistas no están pensando en eso: eso no sería «progresista».

En un sistema de reparto, el objetivo es que el volumen de pensiones pagadas no sobrepase el de cotizaciones ingresadas. No es demasiado grave que esta condición se incumpla en algún período si el sistema puede hacer frente a sus compromisos mediante reservas que puedan volver a acumularse después (esta es, claro está, la lógica del Fondo de Reserva de la Seguridad Social, la llamada «hucha» de las pensiones, creada en 2003). Pero si se acepta que cualquier insuficiencia de las cotizaciones para pagar las pensiones se cubre automáticamente mediante impuestos, deja de existir la restricción fundamental del sistema (que el gasto en pensiones no supere la recaudación por cotizaciones), lo que cambia su naturaleza.

Como la fijación y revalorización de las pensiones es una pieza fundamental de la oferta electoral de los partidos, y subir las cotizaciones sociales está, en principio, excluido por sus efectos negativos sobre el empleo, el sostenimiento de las pensiones públicas pasa a depender del déficit público, que deberá, en adelante, absorber los desequilibrios entre pensiones y cotizaciones. En una perspectiva de escaso, nulo o negativo crecimiento demográfico y de escasa creación de empleo, confiar el equilibrio del sistema público de pensiones a los presupuestos generales del Estado equivale a instalar en las finanzas públicas un potente y permanente motor de gasto y, por ello, de déficit público y de incremento de la deuda.

Con las perspectivas demográficas y de empleo que hoy tenemos en España y en toda la Unión Europea, la única base sostenible a medio y largo plazo de un sistema de pensiones de reparto que dé a los jubilados las pensiones que esperan es el aumento en la tasa de ahorro. Pero a los populistas entender el problema no parece importarles gran cosa. La pancarta exige «que paguen los ricos»… y punto.

Cuarta pancarta: combatir la intolerable y creciente desigualdad que existe en España

La cuarta pancarta «denuncia» el «intolerable aumento de la desigualdad en España» a partir de la crisis económica y financiera que empieza en 2007. Esta «denuncia» se apoya en la evolución y nivel del índice de Gini calculado para España y para otros países europeos, o comparado su valor actual en España con el calculado para antes de la crisis.

Pero, como vamos a ver, el fenómeno de la desigualdad en la distribución de la renta y la riqueza, una cuestión de la mayor importancia para juzgar el desempeño de una economía, la solidez de sus instituciones y su estabilidad social, es complejo y no puede describirse, ni resolverse mediante brochazos simplistas y demagógicos.

El índice de Gini, que permite estimar la mayor o menor igualdad en la distribución de la renta, sitúa a España entre los países con mayor desigualdad en Europa. Pero los que señalan este dato nunca explican que el índice de Gini tiene en cuenta exclusivamente rentas monetarias y no considera factores tan importantes como los alquileres imputados por la vivienda en propiedad (España es uno de los países de Europa con una proporción más alta de familias con vivienda en propiedad), ni las prestaciones en sanidad, educación, dependencia y prestaciones sociales diversas, etc., que también son importantes, en términos relativos, en España. Si se hace un cálculo completo, incluyendo los alquileres imputados de la vivienda en propiedad y las prestaciones sanitarias, sociales y educativas, es probable que España no sea un país significativamente más desigual que Alemania, Italia o Francia. Sin embargo, es cierto que el desempleo, que crece fuertemente desde 2007, ha afectado con particular intensidad a una parte de la sociedad –en particular, a los jóvenes– y ha contribuido a generar mayor desigualdad.

Cuando la medición se hace con cierto rigor, por ejemplo, a partir de la información que ofrece la Encuesta Financiera de las Familias (cuya calidad se encuentra entre las mejores del mundo), se puede aproximar la evolución de la desigualdad de las familias españolas (no de los individuos) no sólo a través de la renta, sino también a través de la riqueza, y entonces aparecen resultados distintos de los que pretende dar por demostrados el populismo de izquierdas.

Las comparaciones a partir de la riqueza son muy problemáticas porque los valores patrimoniales de la vivienda y los activos financieros varían con el ciclo económico y registran alteraciones en el tiempo de muy debatible interpretación. La medición de la desigualdad a partir de los datos de la renta nos dice más y está menos abierta al debate. Existen dos medidas que son ampliamente reconocidas y habitualmente utilizadas:

1) La primera consiste en comparar la renta media de las familias pertenecientes, por ejemplo, al 10% más rico de la población, con la renta media de las familias pertenecientes al 10% más pobre, o cualquier otra combinación de proporciones que recoja una comparación análoga.

Pues bien, cuando se hacen este tipo de estimaciones para España puede comprobarse que en 2002 la renta de la familia representativa del 10% más rico de la población equivalía, aproximadamente, a 7’5 veces la renta de la familia representativa del 10% más pobre. En 2008 y 2011 los valores eran prácticamente los mismos. Hay que notar que esta proporción (en torno a 7,5 veces) no es particularmente elevada si se compara con las economías más desarrolladas de la Unión Europea.

2) Otra vía consiste en seguir la evolución en el tiempo del porcentaje que sobre la renta total representa la renta del x% más rico de la población.

En el caso de España, la participación en la renta total del 10% más rico de la población pasó del 30,6% en 2002 al 31,6% en 2008 y al 33,2% en 2011, un incremento, ciertamente, pero no particularmente elevado, sobre todo si se compara con el registrado en otras economías de nuestro entorno después de la crisis. Es importante destacar que el incremento señalado se debe, casi en su totalidad, a la evolución de la renta de las familias en el 1% más rico de la población, cuyo porcentaje de renta sobre el total pasó entre 2002, 2008 y 2011 desde el 6,8% hasta el 8,8% y 8,9% respectivamente.

El hecho de que una proporción muy pequeña de la población –por ejemplo, el 1% más rico– haya aumentado sus rentas y su patrimonio hasta niveles altísimos, superiores en centenares o miles de veces a los de la mediana de la población, y todavía más alejados de los ingresos y patrimonio de los segmentos de menor renta, no puede considerarse que pruebe un «aumento de la desigualdad» para el conjunto de la sociedad si, simultáneamente, la distribución de la renta y la riqueza es más igualitaria para el restante 99% (y este razonamiento se mantiene, por supuesto, si en vez de comparar el 1% y el 99% comparamos el 2 y el 98%, o cualesquiera otras proporciones cercanas a estas).

En un reciente estudio (mayo de 2016) de la Fundación BBVA, utilizando el índice de Gini (es decir, sin incluir las rentas no monetarias y los alquileres imputados de la vivienda en propiedad), se muestra, descomponiendo el cálculo entre asalariados a tiempo completo (que podemos aproximar a asalariados con contrato indefinido) y resto de asalariados, que entre 2007 y 2013 se ha reducido la desigualdad entre los asalariados a tiempo completo y se ha mantenido para el total de asalariados, lo que significa, evidentemente, que la desigualdad ha aumentado para el resto de asalariados, los que son «víctimas» de la fuerte dualidad de nuestro mercado de trabajo entre «fijos» y «temporales» en cuanto a retribuciones y protección frente al despido. También aumenta la desigualdad cuando el cálculo se hace para el total de asalariados más autónomos, debido a que estos últimos han sufrido un fuerte deterioro de sus rentas, muy ligadas al ciclo económico; finalmente, cuando el índice de Gini se calcula para el conjunto total de asalariados, autónomos y parados, se llega al máximo incremento de la desigualdad, lo que demuestra que el principal factor explicativo del incremento de la desigualdad en España desde 2007 ha sido el desempleo, seguido, a bastante distancia, de la dualidad de nuestro mercado de trabajo.

Las soluciones de nuestra extrema izquierda –Unidos Podemos se llama ahora– al problema de la desigualdad: incrementos salariales y subidas de impuestos a lo loco no sólo no resolverían nada, sino que agravarían nuestros problemas, porque nos alejarían del camino que puede ayudar a que en España se siga creando empleo –condición necesaria para el mantenimiento de prestaciones sociales y pensiones– y pueda corregir el problema de la dualidad de nuestro mercado laboral. Y esto nos lleva a la quinta pancarta que merece un comentario.

Quinta pancarta: para crear empleo, subir salarios

La quinta pancarta proclama que para resolver el problema del paro lo que tenemos que hacer en España, la verdadera solución, es subir los salarios. La lógica económica de esta sorprendente recomendación –elevar el precio de una mercancía o servicio cuando su demanda es baja para que suba– es la siguiente: si no hay empleo porque no hay suficiente actividad económica, pues subamos los salarios, lo que llevará a más consumo, esto a más inversión y así se alimentará un círculo virtuoso de creación de más demanda global y más empleo.

Lamentablemente, las cosas en la economía real –no en los escenarios en que estos profesores de «ciencia política» imparten sus ensoñaciones, consignas, elucubraciones y soflamas– son más complicadas. Una subida generalizada de los salarios no sólo no llevaría a un aumento del empleo en la economía española, sino a todo lo contrario, a su destrucción. Si, como consecuencia de las subidas salariales, la masa salarial total también se eleva porque la caída en el empleo no es lo bastante intensa para compensar aquellos aumentos, ello significaría, en ausencia de reducciones en otros componentes de los costes laborales o de un aumento de la productividad que no puede darse por supuesto, una reducción de los beneficios empresariales, una menor competitividad de nuestra economía frente al exterior y todo ello, a su vez, una caída en las inversiones y en las exportaciones. La única defensa de las empresas para sostener sus beneficios y su capacidad para competir frente a una subida generalizada de salarios sería la reducción del empleo: esto fue, exactamente, lo que ocurrió en la economía española entre 2007 y 2013 tras la pérdida de competitividad frente al exterior sufrida entre 2000 y 2008, consecuencia en gran parte de las subidas salariales disparatadas aplicadas en los primeros años de la crisis.

Una subida salarial generalizada no sólo afectaría a los beneficios empresariales, a la inversión y a las exportaciones; afectaría también a la tasa de crecimiento de la economía, con lo cual no sólo no generaría un círculo virtuoso de más empleo y más crecimiento, sino que generaría un círculo vicioso de más paro y menos crecimiento; hay una pieza clave de ese damero que los podemitas ignoran o quieren ignorar, que es la competitividad.

La economía española está integrada en la Unión Monetaria Europea y no podemos devaluar por nuestra cuenta nuestra moneda, que es el euro, ni fijar por nuestra cuenta los tipos de interés, que se fijan en el ámbito común de la zona euro y del Banco Central Europeo. En estas condiciones, cualquier aumento salarial no justificado por la evolución de la productividad y la demanda externa tiene un impacto inevitable sobre el equilibrio productivo y financiero de nuestras empresas, con un único mecanismo de compensación, que es el ahorro de costes laborales, es decir, la reducción del empleo.

Lo ocurrido en España desde 2012 es una contundente demostración del disparate de esta pancarta número 5: la moderación salarial ha sido crucial para que las empresas españolas pudieran mejorar productividad, mejorar competitividad, mejorar sus beneficios, invertir más, exportar más y competir mejor con las importaciones en nuestro mercado interior y, con todo eso, crear otra vez empleo, más de un millón de empleos netos desde 2013.

Antonio Fernández es periodista.

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Ficha técnica

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