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FULGENCIO ARGÜELLES Los Clamores de la tierra

Los clamores de la tierra

FULGENCIO ARGÜELLES

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Que toda historia es historia contemporánea resulta fácil de comprobar en un país como el nuestro donde el peso de las llamadas nacionalidades históricas es tan desequilibrante que no hay mirada hacia atrás en el tiempo que no pretenda reproducir el papel que juegan hoy en la vida española, olvidando que su preponderancia presente tiene una datación que no va más allá de una centuria, coincidiendo más o menos con la fundación de sus partidos nacionalistas respectivos y con el grave decaimiento moral del conjunto que cuenta además con el símbolo de una fecha precisa, la de 1898.

Sólo a esa luz se explica que hayamos aceptado con tanta naturalidad cambios de nombres de provincias, y hasta de regiones, sin más justificación que el temor a la algarada o unos parcos y confusos documentos añejos no siempre bien valorados. Poner ejemplos –aunque el comentario del libro sea un espacio recóndito, no tan secreto, sin embargo, como los propios libros–, resulta cuando menos enojoso, porque, nada más lejos de mi ánimo que entrar en polémicas con valedores de patrias, sean éstas grandes, chicas o mediopensionistas.

Y todavía temo que este pequeño exordio pueda inducir a error al posible lector de la novela de Fulgencio Argüelles, Los clamores de la tierra. La tierra que clama es, en este caso, la de Asturias, una tierra que como columbra Magilo, el mago, «es un puro sueño mal soñado por los dioses para la distracción de la historia de un pueblo que está enfermo de la memoria». Aunque sobre eso, sobre la identificación de la tierra que clama, no sería malo una mayor precisión, siquiera para sortear los desbordamientos de nuestra historiografía más influyente, aquella de los Albornoz y los Pidal. La Asturias que novela Argüelles no puede corresponderse, como pudiera pensar el posible lector, con la actual comunidad autónoma que lleva tal nombre, sino más bien con aquella otra que fue parte de la Gallaecia del Bajo Imperio y antes porción de la Asturia que conquistó Roma, cuya capital, Lancia, y población mayoritaria estaban del lado sur de la cordillera. A este respecto, y puesto que la novela se refiere a tiempos más próximos –aunque todavía bien remotos–, los del monarca astur Ramiro I (842-850), sería conveniente traer a colación el magnífico estudio del tan absurdamente olvidado Julio Puyol para «las memorias» de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas cuando señala que «al establecerse el solio en tierra leonesa, ni cambia la dinastía, ni cambia la vida interna del Estado, sino únicamente la capitalidad del mismo». Los cronistas de la época ni siquiera mencionan el traslado, lo que prueba la poca importancia que le concedieron. Y a pesar de lo afirmado por Ambrosio de Morales, nunca los reyes de aquella monarquía usaron el título de Reyes de Asturias sino otros que van desde el de Rey por la graciade Dios, hasta el de Emperadores deEspaña como Alfonso III y Ordoño II. No había, pues, asturianos ni tampoco leoneses sino astures, indígenas de los que se tiene constancia arqueológica hasta el siglo IV de que adoraban a sus propios dioses, bien que sus aras a Cosuo, Aerno o Mentoviaco las dedicaran en latín. Pero Los clamores de la tierra transcurre en el siglo IX , unos años antes del traslado de la corte a León, tierra todavía por entonces más propiamente astur que leonesa o berciana, con un obispo de Astorga que asiste a la coronación de Ramiro, según relata Argüelles. Época, pues, remotísima y también controvertida, por esas distintas miradas que a lo largo de los tiempos han caído sobre ella, desde la consideración de la Crónica General del Rey Sabio que titula a Pelayo primer Rey de León, hasta nuestros días, los del Principado de Asturias, en los que Asturias y León son realidades políticas separadas y, curiosamente, ambas en gravísima crisis.

Acierta Argüelles al mostrarnos en la ansiedad de Ramiro la ansiedad legitimadora de aquel Estado incipiente y confinado, o la determinación inclemente de tal poder inseguro a la búsqueda de la aquiescencia, cuando no del sometimiento, del pueblo, capaz de generar una realidad nueva y consolidada. Ramiro I fue uno de los tres reyes arquitectos de la dinastía de Pelayo, a quien se deben, a pesar de la brevedad de su reinado, Santa María del Naranco, San Miguel de Lillo y Santa Cristina de Lena. Argüelles nos lo presenta en los albores de su potestad cuando en Oviedo se dispone a presidir los ajusticiamientos del conde Nepociano y demás sublevados, indultando al mozo Arbidel.

Este Arbidel huye del obispo Adulfo y encuentra cobijo en una aldea o tribu de astures, los Arrugios –nombre significativo y simbólico, puesto que arrugia es, que sepamos, la palabra astur para una técnica determinada de extracción de oro–, que conserva sus creencias religiosas y restos del antiguo lenguaje. Cuando Arbidel está a punto de casarse en los montes con la joven Ayalga, irrumpen a caballo las fuerzas del conde Sonna y lo llevan apresado a palacio. Ramiro lo quiere como escultor real. Arbidel y Ramiro son los protagonistas de cada una de las dos grandes líneas argumentales de que se compone el relato. Lo que se cuenta de cada uno de ellos comparte la misma fértil calidad de escritura, aunque la trama sobre la que se urden sus peripecias respectivas difiera. La de Arbidel, seguida siempre con interés, tiende, no obstante, a una cierta novelería, no en vano se cuelan a su través los indigenismos en boga. Bien es verdad que Argüelles recrea con gran atractivo y exuberancia verbal toda una concepción telúrica de la vida. Notable y muy eficaz, incluso desde un punto de vista poético, resulta la vasta enumeración de hierbas y emplastos curativos.

Pero, a mi modo de ver, su mayor interés está en Ramiro y su entorno, tanto palaciego como íntimo. Ya hemos anotado lo bien que novela Argüelles la orfandad de aquel poder. Es también entonces cuando con más frecuencia la escritura, sin perder un ápice de atractivo, se despoja de alguna frondosidad para llenarse de vigor, como cuando se cuenta el malogrado parto de Paterna: «Todo fue resultando inútil y el parto no concluyó hasta la tercera noche, cuando ataron a la reina y la colgaron de una de las vigas del techo. Entonces sus carnes se abrieron, se resquebrajó su vientre y el niño salió como un estruendo en medio de un río de sangre».

Argüelles ha puesto en fin en Los clamores de la tierra mucha ambición y un conocimiento minucioso de la época, además de su espléndida capacidad verbal, logrando insuflar en aquellos personajes remotos de la corte astur de Ramiro I un pálpito de verosimilitud y cercanía muy sugestivo y convincente y, sobre todo, o al menos, lo que a mí más me ha interesado, ha acertado a expresar como de pasada ese azogue legitimador que tanto mortificó a aquellos monarcas y que acaso fuera el signo distintivo de sus reinados.

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