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Tintín en el país de los soviets

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Hergé describió Tintín en el país de los soviets como «una transgresión de juventud». Durante mucho tiempo se opuso a su reedición y cuando al fin salió de nuevo a la luz —principalmente para contrarrestar las ediciones piratas de mediocre calidad que circulaban a precios astronómicos—, afirmó que el álbum debía leerse como «un juego» y no como una obra de creación, pues aún se hallaba muy lejos su madurez artística. A diferencia de otras aventuras, Tintín en el país de los soviets nunca se reelaboró ni coloreó. Solo hace un año apareció una edición en color en el ámbito franco-belga. He visto algunas planchas y no me desagradan. Es el único álbum que leí ya de adulto. Conocí su existencia durante los años de la universidad, pero su fama de tebeo reaccionario me disuadió, si bien no apagó mi lealtad hacia el joven reportero que tan buenos momentos me había proporcionado durante mi niñez y adolescencia. Aún recuerdo emocionado los días en que mi madre aparecía con un nuevo álbum, pidiéndome que lo empezara después de acabar los deberes. Para mí, la felicidad era tumbarme de espaldas en una alfombra, con la cabeza apoyada en Tristán, mi pastor alemán, y con una aventura de Tintín en las manos, mientras escuchaba a los Beatles en un rudimentario tocadiscos y satisfacía mi apetito con unas esponjosas magdalenas bañadas en leche caliente.

¿Qué impresión me causó Tintín en el país de los soviets cuando lo leí de adulto? Es innegable que la trama es débil e inconsistente. Publicado semanalmente en Le Petit Vingtième, suplemento de Le XXe Siècle, el diario católico dirigido por el abate Norbert Wallez, el suspense es el pegamento que sostiene toda la trama, pero no llega a crear una sensación de continuidad. Se ha dicho que Hergé, católico, conservador y anticomunista, deforma grotescamente la imagen de la Unión Soviética, pero las investigaciones históricas avalan su perspectiva. El joven Georges Remi, con solo veintidós años, se limitó a leer Moscou sans voiles («Descubriendo Moscú»), una obra de Joseph Douillet, que había pasado nueve años en Rusia como cónsul belga. Publicado en Bélgica y Francia en 1928, el testimonio de Douillet no es objetivo, pero no miente en lo esencial. En el paraíso socialista no había libertad, la población soportaba graves problemas de abastecimiento y las autoridades reprimían implacablemente cualquier brote de desafección o disidencia.

Hergé nos muestra la violencia de la OGPU o Directorio Político Unificado del Estado, la policía secreta de la URSS hasta 1934. Creada el 6 de febrero de 1922 con el nombre inicial de GPU, continuó la labor represiva de la Checa y en 1941 se incorporó al KGB. Tintín sufre su hostigamiento desde el primer día. Detenido, se librará de la tortura y del fusilamiento gracias a su astucia y coraje. La URSS destruyó infinidad de vidas, utilizando como pretexto la defensa del socialismo. Bajo la tiranía de Stalin, murieron alrededor de dos millones de personas. Las planchas de Hergé que recrean la ausencia de libertad en las asambleas y la campaña contra los kulaks no distorsionan la realidad. Sabemos que esas cosas sucedieron. El joven reportero es un testigo imaginario, pero sus peripecias no son simple propaganda anticomunista. Reflejan hechos históricos ampliamente acreditados. La transgresión juvenil de Hergé se hizo particularmente escandalosa durante los años en que el marxismo disfrutó de una sólida hegemonía cultural entre los intelectuales, pero en nuestros días puede interpretarse como una crítica —algo infantil y tosca— del totalitarismo soviético. Acusado de antisemita, misógino y fascista, Hergé fue detenido en cuatro ocasiones después de la liberación de Bélgica. La prensa de izquierdas le acusó de colaboracionista, exigiendo un juicio ejemplar, pero la fiscalía desechó los cargos tras examinar el caso. Hergé siguió publicando durante la ocupación nazi en el diario Le Soir, de orientación abiertamente germanófila. Fue una época especialmente productiva donde el universo de Tintín se enriqueció con la incorporación del capitán Haddock y Silvestre Tornasol. Años más tarde, admitió en una entrevista con el Haagse Post que se dejó seducir por las promesas del nazismo: «Reconozco que yo también creí que el futuro de Occidente podía depender del Nuevo Orden. Para muchos la democracia se había mostrado decepcionante y el Nuevo Orden traía nuevas esperanzas. A la vista de todo lo que pasó, fue un trágico error». Corría el año 1973 y la Segunda Guerra Mundial empezaba a ser un recuerdo remoto. Ese mismo año, reconoció su inmadurez política en  la revista flamenca Elsevier: «Mi ingenuidad de aquella época rozaba la necedad, podríamos decir que incluso la estupidez». El creador de Tintín aún era muy joven y su principal referencia moral y política era el padre Wallez, ferviente admirador de Charles Maurras y Benito Mussolini. En su entrevista con Numa Sadoul, Hergé confesaría que con la edad se hizo más reflexivo, aprendiendo a aceptarse a sí mismo: «Quizás sea lo más importante de la existencia: llegar a vivir en paz consigo mismo. Ése es el gran problema».

Visualmente, el primer álbum de Hergé preludia las virtudes de la «línea clara», según la feliz expresión de Joos Swarte: dibujo plano, sin sombras, luminoso, donde el volumen y la expresión se sacrifican en aras de la sencillez y la transparencia. No es un estilo brotado de la nada, sino una síntesis de los grandes maestros holandeses y las innovaciones de las vanguardias históricas. La obra de Hergé, que señalará a Ingres y Vermeer como sus pintores favoritos, es «arte menor», pero «arte menor» que inspirará a grandes creadores como Patrick Caulfield, David Hockney, Tom Wesselmann y Roy Lichtenstein. Influido por cineastas como Fritz Lang y Alfred Hitchcock, Hergé imprime a sus tramas un ritmo endiablado, que en el caso de Tintín en el país de los soviets se manifestará en vertiginosas persecuciones. El joven reportero y su fox terrier Milú huyen en motocicleta y sidecar, automóvil descapotable, vagoneta de tren, lancha motora, aeroplano e incluso caballo. Hergé plasma con habilidad la sensación de velocidad, formulando casi una poética del movimiento. Es la época del futurismo, que exalta las máquinas, la juventud y el deporte. El cine comienza a producir obras maestras, como Nosferatu (F. W. Murnau, 1922), El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1920), Metrópolis (Fritz Lang, 1929). Hergé imita el humor de Chaplin y Buster Keaton, explotando los recursos del slapstick, ese subgénero de la comedia basado en la reiteración de golpes, porrazos y explosiones, que —milagrosamente— no dejan secuelas en sus víctimas. Tintín sobrevive a varias explosiones en su viaje al paraíso socialista, sin experimentar nada más que leves arañazos y pequeñas quemaduras que le chamuscan el pelo. Eso sí, dos viñetas más tarde su piel se ha recuperado de las heridas y el mechón pelirrojo ha recobrado su tozuda rebeldía.

Lejos de la cuidadosa documentación de álbumes posteriores, Tintín y los soviets solo nos ofrece un perfil de Moscú en la lejanía, con las cúpulas de San Basilio y su torre central. En cambio, la escala del joven periodista en Berlín escamotea cualquier paisaje urbano, transmitiendo una áspera sensación de impersonalidad. Merece la pena destacar las viñetas en negro que Hergé utiliza para simular la oscuridad. Varios críticos han señalado su posible conexión con la pintura suprematista de Kasimir S. Malévich, en concreto con la serie de cuadrados negros sobre fondo blanco creada al comienzo de los felices veinte. En Tintín-Hergé. Una vida del siglo XX (Fórcola), Fernando Castillo apunta la posibilidad de que Hergé conociera la revista ilustrada La URSS en construcción, publicada en varios idiomas. No es una teoría inconsistente, pues el padre de Tintín siempre se interesó por el arte moderno y, especialmente, por la abstracción. Su primera representación de Tintín, pequeño, algo rollizo y con pantalones de golf, abstrae su humanidad hasta un feliz esquematismo: dos puntos en el lugar de los ojos, una boca minúscula, pelo encrespado. Se nota la huella de la época, que apuesta por el funcionalismo, incluso en su concepción de la figura humana. Esa depuración no impedirá que Tintín destaque por sus cualidades morales: valiente, idealista, leal. Reportero en un país sometido por una brutal tiranía, busca la verdad y no se deja intimidar. Es la única vez en que le vemos escribir una crónica periodística, acumulando cuartillas. La URSS no es el país del vodka y el caviar, sino del racionamiento y la escasez. Se engaña a los visitantes simulando una boyante producción industrial. Mientras tanto, los niños mendigan o roban para sobrevivir, agrupados en bandas.

As de la aviación por accidente, Tintín se emborracha mientras le agasajan por haber volado desde el Polo Norte hasta Berlín. El reportero volverá a embriagarse en otras ocasiones, pero siempre será por una causa justificada, como afrontar con valor su fusilamiento por las tropas del general Tapioca o por la simple inhalación de las botellas rotas de una bodega, donde se ha escondido, huyendo de una banda de traficantes de opio. El capitán Haddock aún está muy lejos, pero ya se insinúan algunos de sus rasgos, como el anhelo de una vida tranquila expresado por Milú, harto de peligros. Durante el viaje a la URSS, Milú se comporta como un compañero leal e ingenioso, pero con ciertos defectos. Tiene miedo a las corrientes de aire y a las ratas, algo inconcebible en un fox terrier. Es presumido —Tintín, también—, glotón y algo perezoso, pero cuando su joven amo está a punto de morir ahogado en una galería cerrada con una reja, se niega a escapar, pese a que su tamaño le permitiría colarse entre los barrotes. «¡Jamás te abandonaré!», dice con aplomo. El padre Wallez fue el que ideó la aparición de un perrito en las aventuras de Tintín, pero Hergé supo darle vida, evitando que fuera un simple complemento. El álbum finaliza con un recibimiento triunfal en Bruselas que aplaude el valor del joven reportero y su pequeño amigo. Hergé y Wallez contrataron a un actor y alquilaron un fox terrier para representar una escena similar en la vida real. Fue una excelente idea que convocó a una multitud, demostrando que había nacido una estrella.

El líder rexista León Degrelle siempre sostuvo que Hergé se inspiró en él para crear el personaje de Tintín. «Hergé y yo nos tuteábamos, cuando ni él ni yo tuteamos durante nuestra vida a casi nadie», recordaría en varias ocasiones, sin faltar a la verdad. Degrelle viajó a la URSS como periodista de Le XXe Siècle, vestía pantalones de golf y exhibía un tupé. Indudablemente, se trata de muchas coincidencias. Se ha dicho que el modelo de Tintín fue Paul Remi, hermano menor de Georges, pero algunos apuntan que ni siquiera se llevaban bien. Todo sugiere que Degrelle inspiró algunos rasgos de Tintín, pero conviene señalar que en esas fechas el político belga aún no había fundado el Partido Rexista y su ideología se reducía a un anticomunismo asociado a su fe católica. Su adhesión al nazismo y el fascismo no se produjo hasta 1941, cuando declaró que Hitler era «el hombre más grande de su tiempo». Tintín es católico y anticomunista, como Degrelle, pero su moral es la de un Boy Scout, no la de un fascista. Humanista, ecologista y cosmopolita, Tintín siempre se opondrá al racismo, la tiranía y la guerra. Simpatizará con el Reino de Syldavia, una monarquía centroeuropea, y luchará contra la vecina República de Borduria, cuyo líder Müsstler (un nombre con una clara alusión a Mussolini y Hitler) conspira contra Muska XII, rey legítimo de los syldavos. La República de San Theodoros, a medio camino entre la Cuba de Fidel Castro y la Nicaragua de Somoza, le inspirará el mismo rechazo que Borduria. Degrelle llegó a afirmar que Milú era una copia del perrito que aparecía en varias fotografías de Hitler en su etapa como soldado en el frente de la Gran Guerra, pero no aportó ninguna prueba.

Tintín en el país de los soviets no proporciona tan buenos ratos como otros álbumes posteriores, pero merece la pena asomarse a sus páginas para conocer el origen de un mito del siglo XX. Sus imperfecciones poseen el encanto de lo ingenuo y elemental. Cuando yo era un niño ya no se jugaba con soldados de plomo, coches de hojalata y caballitos de madera, pero cada vez que releo Tintín en el país de los soviets experimento la sensación de adentrarme en la infancia de las generaciones que me precedieron.

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