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En busca de la identidad perdida

The Third Way

ANTHONY GIDDENS

Polity Press, Cambridge (USA), 1998

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De algunos políticos y hombres públicos suele afirmarse que son insumergibles, como la corcha del pescador. Un accidente, o la picadura de un pez hostil, les hace desaparecer momentáneamente bajo el haz de las cosas visibles. Pero pasa un rato y el corcho orondo y pintón vuelve a asomar a la superficie del agua. Lo mismo ha ocurrido, más o menos, con el díptico verbal «tercera vía». Fue presentado en sociedad a principios de siglo, paseó su palmito por algunos círculos de la derecha populista de los años veinte, y luego se instaló decorosamente en el lenguaje socialdemócrata de la posguerra, cuando los socialistas europeos indagaban un camino intermedio entre el capitalismo y el comunismo. Ahora ha lozaneado de nuevo, a impulsos de la victoria de Blair en Gran Bretaña y del todavía confuso retorno al poder de los partidos de izquierda en Alemania. En su recepción más popular, se entiende por «tercera vía» una interpretación del socialismo compatible con los evidentes logros económicos de las administraciones liberales y las exigencias de la globalización. En ámbitos académicos, la «tercera vía» significa lo mismo, sólo que fundamentado, o presuntamente fundamentado. Nuestros socialistas, es obvio, están amusgando en este instante los ojos para atinar también con su tercera vía. El libro de Giddens, cuyo título coincide con el lema de autos, pretende ser un poco el hilo de Ariadna que nos oriente a través del laberinto. Giddens, además de asesor de Blair, es director de la London School of Economics y un sociólogo de prestigio reconocido. De ahí que su libro haya despertado considerable curiosidad dentro y fuera de Gran Bretaña.

¿Qué cabía esperar, en principio, de esta obra cuajada de promesas? Empezaré por lo más alto. Precisaré, esto es, lo que en mi opinión debería depararnos una justificación seria de la tercera vía. Los dos logros siguientes serían de obligado cumplimiento. Uno, que se nos explicara en qué medida el socialismo en ciernes constituye una prolongación, o para ser más exactos, una plausible reelaboración, de la socialdemocracia clásica. Dos, que se demostrara que las políticas sociales y económicas inscritas en la tercera vía podrían verse coronadas por el éxito allí donde ha fracasado, o al menos languidecido, la socialdemocracia de los últimos años. Va de suyo que es necesario hacer doblete, esto es, abatir las dos piezas de un solo golpe de escopeta. Si se contesta a lo primero, aunque no a lo segundo, no se habrá puesto en claro la viabilidad del socialismo nuevo. Y si se cumple el segundo objetivo sin atender al primero, se habrá propugnado una política tal vez atractiva para el votante, aunque no por fuerza imbricada en la tradición socialista. En el límite, tendremos un thatcherismo vergonzante. O sin ir tan lejos, nos enfrentaremos a un acto de prestidigitación, consistente en adornar con plumas y retórica socializante el tipo de política que han hecho los conservadores británicos o sus amigos americanos o europeos.

Empecemos por el principio: ¿es la tercera vía socialista? Esta pregunta presupone que sepamos qué es el socialismo. Y sobre lo último Giddens se muestra de una parquedad desconcertante. Dice poco, aparte de que el socialismo tiene mucho que ver con el colectivismo, el Estado Benefactor, el gasto público, los impuestos progresivos y las economías nacionales. En vista de esta discreción rayana en la taciturnidad, conviene que recordemos que la socialdemocracia pastueña que ha sido preponderante en Europa hasta hace quince años, deriva en último extremo de una ideología escatológica que proponía la supresión de las diferencias de clase y del capitalismo. Luego, la socialdemocracia se adaptó al mercado y al régimen parlamentario, pero este acomodamiento es perfectamente inservible para comprender a la socialdemocracia en su integridad. O siendo más precisos, para comprender en qué sentido la sensibilidad o Weltanschauung socialdemócrata, o como prefieran ustedes llamarla, difiere de la sensibilidad política y social de los conservadores, los cuales no son opuestos en absoluto al Estado Benefactor. Es más, son los inventores del Estado Benefactor, según recuerda el propio Giddens. Lo que en mi opinión definió a los socialdemócratas, además de su dependencia electoral de los estratos de menos renta, su mayor preocupación por los menesterosos y manga ancha en el empleo del dinero público, fue una concepción progresista de la historia. Esta concepción, desvinculada de la escatología marxiana, se traduce en el concepto de que podemos aproximarnos asintóticamente a una situación óptima, o relativamente óptima, cuyas características sobresalientes son el igualitarismo o el relativo igualitarismo en lo económico, y la emancipación del individuo en lo social. Entendiendo por lo último una mayor secularización, una superación de las formas societarias tradicionales y un correlativo desplazamiento de las funciones históricamente desempeñadas por aquéllas a la esfera de la administración pública. Es evidente que esta manera de sentir las cosas facilitó la ejecución de las políticas socialdemócratas. Provocó, por ejemplo, que las políticas impositivas se practicaran con la necesaria ligereza de corazón: el rico, heredero de un lado de una situación socialmente reprobable y contrario del otro al estado de cosas que nos aguardaba en el futuro, merecía hasta cierto punto el castigo fiscal. La educación, monopolizada en países como España por la Iglesia, debía ser reconducida por el Estado, quien sabía mucho mejor que la Iglesia lo que vale un peine. Y así sucesivamente.

Este paisaje color de rosa sufrió conmociones decisivas a partir de los setenta. El Estado comenzó a endeudarse por encima de lo razonable, la Administración pública a encasquillarse y para colmo se hundió luego la Unión Soviética. Por qué lo último despertó perplejidad y hasta cierta turbación en la clase política socialdemócrata, dedicada, entre otros menesteres, a levantar impuestos para sostener a un ejército en lucha con la URSS, representa un asunto cuando menos intrigante. La respuesta menos insatisfactoria es que el régimen comunista constituía el único modelo existente de una sociedad más allá del capitalismo. La única demostración material, si ustedes quieren, de que cabía nadar contracorriente del capitalismo sin hundirse en una sima abismal. Y de que, por tanto, el proyecto socialdemócrata podía ser indefinido.

Bien, el caso es que Giddens se despide de cuanto acabo de decir sin que se le suelte el pelo. Nada más empezar el libro, nos dispensa el comentario siguiente (la traducción es mía): «Querría que este librito constituyera una contribución al debate que en muchos países está teniendo ahora lugar sobre el futuro de la política socialdemócrata. Las razones para el debate son por supuesto obvias: a saber, la disolución del consenso en torno al Estado Benefactor por el que se rigieron los países industrializados hasta los setenta, el descrédito definitivo del marxismo y los profundos cambios económicos, tecnológicos y sociales que subyacen a todo esto». En el instante de reconocer la justeza de las objeciones que contra ese Estado Benefactor han formulado los liberales, tampoco se muerde nuestro hombre la lengua. Terciado ya el libro, remacha el clavo: «Los partidarios de la tercera vía deben aceptar algunas de las críticas que contra el Estado de Bienestar ha hecho la derecha. Se trata de un Estado antidemocrático, puesto que depende de una distribución vertical, o desde arriba a abajo, de los subsidios. Su fin es proteger y cuidar, concediendo poco margen a la libertad personal. Muchas de sus instituciones están burocratizadas, son alienadoras e ineficientes, e inducen con frecuencia efectos perversos que anulan los objetivos que se pretendía alcanzar…». Algunos nombres conocidos dentro de la izquierda laborista han avanzado aún más en su despegue del modelo socialdemócrata. Han coqueteado con un sistema de pensiones en régimen de capitalización, han hablado de la posibilidad del impuesto proporcional, y de la privatización de la sanidad. En vista de ello, urge retornar a la cuestión inicial: ¿cuál es el camino que comunica la tercera vía con la socialdemocracia en su acepción clásica?

En la segunda mitad del artículo, rastrearé una senda interesante, aunque no sé si orientada exactamente a contestar a la pregunta que acaba de formularse. Con relación a esta última, y siempre que nos mantengamos en los términos por donde convencionalmente suelen discurrir las controversias político/sociales, he de decir que la trayectoria que Giddens va dibujando al apoyar el puntero sobre la pizarra se me antoja un tanto errática. Más que una línea veo una nube, despeluzada en los bordes y un poco sin orden ni concierto. Giddens, además, nos hace difícil la tarea de adivinar a qué clase de socialismo ha decidido a apuntarse: culebrea y se escabulle como una sierpe, y ostenta sucesivamente todos los colores del arco iris, con excepción acaso del rojo. En buena medida, suplanta la argumentación coherente por lo que los ingleses llaman hocuspocus: ensalmos y juegos malabares. Es este el instante de llamar la atención del lector sobre un asunto en absoluto baladí: «La tercera vía» constituye, desde el punto de vista de la retórica, un centauro. No se sabe a ciencia cierta si se trata de un manifiesto y un prontuario que Giddens ha brindado a Blair para que gane las siguientes elecciones, o de un intento de fundamentación teórica seria. A veces –no muchas– semeja lo segundo. Otras –casi siempre– lo primero. El resultado es que el análisis se mezcla con la consigna, con consecuencias eventualmente cómicas. Aparte de recuadros que sintetizan –y simplifican– las cuestiones, nos encontramos con apotegmas que lucirían bien en cartelones publicitarios en vísperas electorales, pero que sorprenden en el libro de un teórico político con toda la barba. Por ejemplo: «¡Derechos, pero también responsabilidades!».

Un poco después: «¡No a la autoridad sin democracia!».

Giddens no emplea puntos exclamativos; pero recurre a las cursivas, que es un poco lo mismo. Tampoco renuncia a brillantes fórmulas sin sentido: «centro radical» es quizá la que se lleva la palma. El uso de partículas adversativas, o de construcciones antifrásicas, nos orienta hacia una región que está relativamente reñida con el rigor lógico: la que ocupa el captador de votos, volcado en la tarea de atraerse el sostén de grupos o personas cuyos intereses, íntegramente considerados, resultan quizá incompatibles. Este ejercicio no es en sí censurable. Es más, sirve para allanar diferencias y juntar mayorías. Pero no ayuda a escribir buenos libros. Giddens opina que la globalización es inevitable aunque el Estado nacional continúa cumpliendo un papel importante; sostiene que el Estado se ha salido de madre aunque sigue siendo necesario para rectificar los excesos del mercado; afirma que la familia tradicional no es ya propugnable como un modelo universal, aunque no está tampoco de acuerdo con los libertarios. Y así, mediante la acumulación de cláusulas de reserva, encuentra, más que una tercera vía, el camino de en medio. Su libro, en fin, no es intelectualmente ambicioso. Confiábamos en que se nos trazase el perfil evolutivo del socialismo, una línea a cuyo filo, lo mismo que en esos cuadros que explican el origen del hombre, las sucesivas figuritas fueran desplegándose en suaves transformaciones morfológicas hasta llegar a una apoteosis final, que en este caso sería la tercera vía. Y lo que Giddens nos ofrece en lugar de esto es un collage, un sistema de yuxtaposiciones en que lo mejor del socialismo se solapa con lo mejor del liberalismo. Ello le permite resolver, por supuesto, el segundo interrogante, el de la congruencia de la tercera vía con las urgencias del mundo contemporáneo. Pero este éxito estaba descontado: en la medida en que la tercera vía aloja lo menos discutible del experimento liberal, la tercera vía está venturosamente destinada a superar las dificultades que ya ha superado el experimento liberal. Para este viaje, la verdad, no necesitábamos alforjas. Lo difícil era demostrar la compatibilidad de los elementos liberales de la tercera vía con la Weltanschauung socialista. Y sobre lo último no alcanza Giddens a ser especialmente persuasivo.

LA CRISIS CULTURAL

Pasemos la hoja. Como ya adelanté antes, el manifiesto de Giddens no me ha interesado peculiarmente por lo que dicen que dice, sino, más bien, por otra cosa en la que nadie parece haber reparado demasiado y a la que sin embargo Giddens vuelve una y otra vez. Me refiero… a la crisis cultural.

O afinando un poco más: a los efectos disolventes que en una comunidad puede producir el mercado como único instrumento reconocido de transacción social. Por supuesto, estoy hablando de modo figurado. Basta medir el porcentaje del PIB que en los países industrializados consume el sector público, para advertir de inmediato que no existe un solo caso donde el mercado represente el único instrumento reconocido de transacción social. La propia Thatcher consiguió congelar el porcentaje de tarta que se llevaba el Estado, pero no llegó tan siquiera a reducirlo. Así que seguimos chapoteando alegremente en economías mixtas. Ello, sin embargo, no resta valor a la polémica. Ésta reviste, en primer lugar, una importancia teórica. En la opinión conservadora de los últimos años ha ganado fuerza la idea de que el mercado podría inducir por sí solo una suerte de equilibrio homeostático en el cuerpo social, y este dictamen merece ser evaluado, o al menos sopesado. En segundo lugar, el mercado existe. Y porque existe, tiene efectos, efectos que tal vez sean más complicados, o más ambiguos, de lo que los conservadores pretenden. De manera que la cuestión no es para tomada a humo de pajas. Sobre ella vierte Giddens opiniones enjundiosas, y sugiere alternativas cuyo mérito se me antoja más dudoso. Pero vayamos por partes.

Uno de los méritos de la obrita de Giddens, al menos desde la perspectiva del lector español, consiste en que nos proporciona, ¡por fin!, una definición clara de «neoliberalismo». Esta palabreja ha estado circulando por los pagos nacionales sin que nadie supiera muy bien lo que significaba, aparte de algo tremendamente bueno o tremendamente malo. A partir de ahora, podemos pisar terreno firme. Según Giddens, el concepto de «neoliberalismo» resulta de componer entre sí dos tesis. Primero, una tesis económica: la de que el mercado debe actuar libre de trabas. Segundo, una tesis sociológico/moral: los neoliberales se apuntan a la familia y al menú de valores tradicionales que suele servírsenos bajo el epígrafe de «ley y orden». El neoliberalismo integra, pues, una doctrina a la medida de quienes, después de haber identificado la libertad con la libertad individual, y hecho la hipótesis adicional de que la libertad individual es inconcebible sin la libertad económica, es más, ha de ser defendida sobre todo como libertad económica, intentan retener, en el plano político, a las viejas clientelas conservadoras. A tenor de esto, Reagan y Thatcher serían neoliberales, mientras que no lo sería, por ejemplo, Nozick, ni lo serían tampoco los chicos de Chicago. Los de Chicago y Nozick serían otra cosa: a saber, libertarios. El neoliberalismo consiste pues en un libertarismo limitado y en un conservadurismo limitado. Es un libertarismo limitado, porque sólo es libertario en lo económico. Y es un conservadurismo limitado, porque sólo es conservador en lo moral.

Que la especie mutante llamada «neoliberalismo» aloje en su repertorio genético una vocación auténticamente conservadora, esto es, que se pueda ser neoliberal y partidario a la vez de sociedades fuertemente trabadas sin incurrir en alguna suerte de aporía lógica, es asunto más que debatible. Los neoliberales que conozco acostumbran a resolver el intríngulis afirmando que el mercado no funcionaría si los agentes económicos no exhibieran determinadas virtudes, unas virtudes que se corresponden, más o menos, con los valores convencionales del calvinismo acumulativo: temor de Dios, respeto de la palabra dada y espíritu de ahorro. La familia cristiana se convierte, de este modo, en el hueso de jibia contra el que han de frotar su pico los futuros actores del macrodrama productivo. El respeto sistemático de los contratos, que es uno de los ejes en torno de los cuales gira una economía libre perdurable, aparece como una versión secularizada del temor de Dios; el espíritu de ahorro se reivindica como un anticipo del espíritu capitalista; y así sucesivamente. El éxito de las economías abiertas acaba siendo presentado como una consecuencia de la excelente complexión ética de quienes compran y venden, y se invierte o pone patas arriba la teoría de que el mercado distribuye los bienes azarosa o arbitrariamente, y es por tanto injusto. Al revés, el mercado es justo, aparte de eficiente. Es justo porque, entre otras cosas, sólo prosperará entre los justos.

Giddens asevera que con estos ingredientes no podremos ligar la salsa. Y aunque no documenta demasiado su respuesta, opino que lleva toda la razón del mundo. Intentaré explayar mis reparos, apartándome a sabiendas de lo que habría dicho quizá el propio Giddens. Bien, el caso es que el régimen sentimental que gobierna las relaciones familiares se parece al régimen sentimental que preside las relaciones de mercado como un huevo a una castaña. Dentro de la familia se aprende –o se aprendía– que es el padre el que manda, la madre la que nos cuida, y que el mundo en general se divide en dos mitades complementarias: la de los hermanos y parientes próximos, y luego todo el resto. De aquí brotan, como principios extrapolables, la jerarquía, el Estado Benefactor y una tendencia poderosísima a moverse y reposar en el círculo de los allegados, amigos o compadres. Nos encontramos en un territorio más afín al de la sociedad estamental, donde el movimiento centrípeto del espíritu de casta se compensa con el ejercicio de la caridad o el reparto de favores, que a la Sociedad Abierta popperiana o a la Gran Sociedad hayekiana. Obtenemos una prueba elocuente de las dificultades experimentadas por el hombre occidental para interpretar como «ético» el mercado abierto, en el significado variable del término «economía». Hasta después de Quesnay y los fisiócratas, no se consideró que el intercambio rentable de bienes mereciese ser objeto de estudio por parte de la Economía. El trueque racional se incluía, más bien, en la Crematística, una disciplina poco respetable. La Economía versaba sobre formas de administración material inspiradas en el modelo natural de la familia, o, agrandando la escala, de las monarquías con base agrícola. Las repúblicas mercantiles, con sus plutócratas burgueses y sus préstamos con interés, pertenecían todavía al dominio de lo artificioso, obscuro, y alarmante. Durante siglos, la Iglesia había procurado regular este lado sombrío de la actividad humana legislando a través del Derecho canónico. Pero lo hizo por motivos un poco de higiene, no desemejantes de los que recomendaban regular el lenocinio o el matrimonio entre primos hermanos.

¿Qué se sigue de aquí? No, desde luego, que el mercado sea malo. Pero sí que la moral del mercado es una moral, quizá incompatible con otras de las que informan nuestro comportamiento diario. Y esto tiene de nuevo una consecuencia que nos devuelve por lo derecho al libro de Giddens: la elevación de la moral del mercado a principio rector de toda moral, y en particular de toda filosofía social, podría muy bien abrigar efectos destructivos. Podría conducir a la anomia en lo social y a la desorientación o corrupción en lo individual. Es más: podría incluso ocurrir que ya estuviesen verificándose algunas de estas cosas. Yo, personalmente, soy de los que opinan que se está exagerando el protagonismo del mercado en este auto sacramental de finales de siglo. Creo que el desorden moral que acaso nos aflige tiene otras causas –más telúricas–, y que la agregación de voluntades que se expresa a través del mercado apuntaría en direcciones mucho menos perturbadoras si esas causas hubieran dejado de ser operantes. Pero este es otro asunto. Lo que se está elucidando aquí es si las virtudes que permiten desenvolverse con éxito en el mercado son de la misma índole que las virtudes «colectivas» o «sociales» por excelencia. Y la respuesta es… que no siempre. En esto último, se puede ser rotundos: no siempre.

Pensemos, verbigracia, en la virtud del patriotismo, venerada en el pasado y en absoluto malsonante a los oídos de muchos conservadores. El patriotismo implica la subordinación de los intereses individuales al interés general y una inversión del propio esfuerzo ajena a todo cálculo contable. La actitud de ánimo que inspira al patriota resulta, por tanto, ser la opuesta, justo la opuesta, de la que postulamos en un agente económico racional. Nos encontramos pues con que este último, en la medida en que elija moverse en una sola dirección, la que le define precisamente como agente económico racional, quedará inhabilitado o frustrado como patriota. He aquí un caso –simplicísimo– en que la moral del mercado no se alimenta, sino que entra en colisión con un principio moral distinto. Sobre ello podría hablarnos abundantemente Isaiah Berlin. Un ejemplo más del gusto acaso de los socialistas, nos viene dado por la virtud de la solidaridad. El mercado sólo es «solidario» en segunda derivada. Lo que resulta ser de verdad, es eficiente. Porque es eficiente, o en tanto que es eficiente, mejora a muchos o a casi todos. Pero ahí se queda la cosa. El lema smithiano con arreglo al cual el mejor modo de obtener pan de un panadero no es confiar en su generosidad, sino que consiste más bien en permitirle obtener una ganancia de la venta de su pan, resume, en muy pocas palabras, la equivocidad moral del mensaje economicista. Es cierto, sin duda, que los hombres se necesitan unos a otros, mejor, que pueden extraer provecho los unos de los otros sin que ninguno salga perdiendo, y que esto integra un factor importantísimo en la conformación del tejido social. Sin embargo, no resulta igualmente evidente que sea bueno dar un salto y elevar el reconocimiento de semejante circunstancia a un principio moral normativo. Dicho principio sonaría así: «Sácale el rendimiento que puedas a tu vecino». Sonaría, qué le vamos a hacer, muy mal. El ethos neoliberal enfila con frecuencia esta senda peligrosa y se adentra en una espesura donde los guacamayos perforan el aire silvano con agrios chillidos spencerianos. Que todo ello acabe teniendo a la postre efectos edificantes se me figura, por mucho que decoremos el escenario con manojos de rosas arrancados a los parterres de la «Casa de la pradera», más bien descabalado.

Giddens se pronuncia en términos que son más técnicos que evangélicos. Habla constantemente, sin cansarse un instante, de que está peligrando la cohesión social. O en todo caso dice que la cohesión social es un bien que debemos denodadamente asegurar. ¿Vamos a contrariar a Giddens? No, no lo vamos a contrariar. Pero ocurre algo harto curioso: y es que el deseo de cohesión social no es específicamente socialista. Es… específicamente conservador. Ello no significa que sea incongruente con el socialismo. Considerado sin embargo en sí mismo, entiéndanme, sin nada más alrededor, resulta de muy cuestionable utilidad para trazar un programa de acción socialista. Hago esta reflexión… con el fin de explicarme lo más absurdo de «La tercera vía». A saber, la receta que en ella se nos recomienda para infundir cohesión a una sociedad en trance de desmadejarse.

El conjuro o elixir que se le ocurre a Giddens es el de la participación democrática. Una participación que se verificaría a todos los niveles, desde el sótano a la azotea. La idea de participación es de raigambre inequívocamente comunitarista. De la filosofía comunitarista han echado mano, en ocasiones, Clinton y Blair, y no debería extrañarnos por consiguiente que Giddens decidiese tocar el mismo palo. No obstante, no habla, o no habla apenas, de comunitarismo, y ello por muy buenas razones. El modelo cívico comunitarista, en sus versiones académicamente más serias, se ha mirado en el espejo de Aristóteles, Hegel… y Maquiavelo. O para ser más precisos, en el espejo de Los discursos. Y la imagen de participación cívica que este espejo nos devuelve no pega ni con cola con la que Giddens tiene dentro de la cabeza. En Los discursos asistimos a una repristinación nostálgica de la república antigua, en cuya ágora los ciudadanos, permanentemente movilizados, ponen todos los días su destino individual al servicio del destino del Estado, que es un destino de expansión y gloria. El ciudadano democrático de Giddens, por contra, ha fermentado en las cubas de la filosofía liberal. Es un agente que, centrado en sí mismo, y sin arrebato de ningún tipo, se juega fríamente los cuartos en la bolsa de la política democrática, que ahora satura la esfera social de uno a otro polo. El contraste no puede ser más dramático. Mientras en Maquiavelo la cohesión o entereza del todo social está inscrita en el propio modelo, o garantizada por el modelo, en Giddens son los individuos sueltos y participativos los que habrán de cohesionar a la sociedad mediante sus decisiones discrecionalísimas. Lo último suena a congregacionalismo baptista en versión laica, y no acaba de ser convincente. Pero se hace positivamente ridículo apenas descendemos a la base de la pirámide y nos ponemos a bregar con la familia u otros conglomerados con un fuerte componente natural. En lo que se refiere a la familia, llega incluso Giddens a especular con el estrafalario proyecto de un contrato firmado entre padres e hijos: por él, el padre o la madre se obligarían como tal padre o madre, y el hijo se comprometería, de rebote, a garantizarles su apoyo en las horas bajas de la vejez y la renta declinante.

Todos tenemos familia, que hemos vivido necesariamente como hijos y muchos vivimos también como padres. Pues bien, si algo nos ha revelado esta experiencia bilateral, es que la comunión familiar se caracteriza precisamente por no ser el fruto de una elección deliberada. Por supuesto, no hemos elegido a nuestros padres, a quienes solemos amar. Y aunque tal vez hayamos decidido tener hijos, no hemos decidido desde luego tener los hijos que tenemos. Los hijos que tenemos nos los da el azar. Si sometiéramos a la familia a una economía democrática, entendiendo aquí por democracia un procedimiento deliberativo y decisorio regido por el voto y la discusión entre iguales, estimaríamos legítimo divorciarnos de nuestros padres y nuestros hijos, y escoger otros más de nuestro gusto. Por cierto, ya se han dado en los USA y en Gran Bretaña algunos casos de divorcio, incoados por hijos descontentos. Y esta suerte de divorcio es contemplable en un marco libertario. Pero su generalización supondría un golpe inimaginable al orden social, uno de cuyos coagulantes esenciales está representado por el vínculo «natural», «impuesto», y sin fecha de prescripción, que implica la condición de padre o la simétrica de hijo.

¿Por qué se mete Giddens en este berenjenal? Intentaré el esbozo de explicación que he dicho que esta gigantesca blague exige. Giddens precisa enriquecer su legítima inquietud ante las señales crecientes de desorganización social con algo que lo distinga de los conservadores genéricos y empalme al tiempo con tradiciones socialistas. Y lo que hace entonces es pasar los dedos por el arpa del radicalismo. Realmente, no tenía muchas alternativas, puesto que la dimensión conservadora del socialismo, quiero decir, el catálogo de propuestas o avenidas políticas que le habría permitido presentarse como conservador y socialista a la vez, ha entrado en combustión durante las últimas décadas. Según él mismo confiesa, las recetas socialdemócratas para mantener la paz social –impuestos en alza y redistribución progresiva, subsidios, defensa a toda costa de la renta de grupos condenados a la marginalidad económica, etc., etc.– han prescrito a raíz de la crisis del Estado de Bienestar y de la globalización, y ya no sería prudente invocarlas, o invocarlas en solitario, como remedio contra los efectos anómicos del mercado. ¿Entonces? Resta entonces el expediente de combinar, e impulsar al tiempo en una dirección inédita, dos viejas inercias socialistas: el anhelo de una sociedad unida y la centenaria hostilidad a lo establecido, que ahora se transmuda en una inconcreta promesa de democratismo radical. En el socialismo fetén las dos tendencias, la organicista y la revolucionaria, se conciliaban en un horizonte escatológico de lumbres rojas e indescriptibles bienaventuranzas. Lo que en su lugar se nos propone en el libro de Giddens, es un invento posmoderno: la locomotora blairita discurriendo veloz por la Tercera Vía. ¿Subiremos al tren en marcha? Yo… prefiero no comprar billete. Yo soy de los que, después de pensarlo un rato, se quedan en el andén.

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Ficha técnica

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