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Pumba, pumba, pumba

Cabo Trafalgar

ARTURO PÉREZ-REVERTE

Alfaguara, Madrid

272 págs.

17,50 €

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Ya se sabe que las solapas de los libros, también las contracubiertas y las fajas de reclamo, las carga el demonio. El demonio editorial, por supuesto, que con tal de vender ejemplares, y Cabo Trafalgar promete ventas suculentas con la anuencia de los críticos más conspicuos, es capaz de decir cosas tan estupendas como las que siguen aplicadas a la última novela de Arturo Pérez-Reverte: «Una apasionante pieza clave para comprender la trágica jornada que cambió la historia de Europa y del mundo». Firmado: Alfaguara, naturalmente, que es la editora que pidió –según confiesa paladinamente– al autor y académico cartagenero que llevase a cabo un relato sobre el combate naval, dos veces centenario el 21 de octubre de 2005. Alfaguara, con visión de futuro –el que da primero da muchas veces–, se ha anticipado a la avalancha, ficción y no ficción, que se avecina publicando esta borrascosa –por espesa– novela que parece haber sido escrita a gran velocidad y con un sentido del humor más que discutible, trufando de absurdos lingüísticos y anacronismos chocarreros una historia que, cuando menos, se merecía el respeto que le imprimió Pérez Galdós en Trafalgar (un libro de verdad para conmemorar la efeméride) o el juego de veras divertido que, so pretexto de desmitificar la batalla que tanto influyó en Ferrol –su ciudad natal–, introdujera Torrente Ballester en Dafne y ensueños. Pérez-Reverte, yo ya no sé si a su pesar, como aquel filomeno torrentiano, se queda en la parodia, lo que choca con sus declaraciones altisonantes, a raíz de la aparición de Cabo Trafalgar, sobre la Historia de España y la incapacidad de los gobernantes españoles para conducirla. Y de algunos novelistas, podríamos añadir, para contarla. Como Arturo Pérez-Reverte, quien confunde, me temo, la acumulación de documentos –cosa esta que mucho maravilla a los incautos– con el saber sintetizarlos adobándolos con personajes de verdad, que vivan, sientan y padezcan, transmitiendo estas sensaciones al lector. Todo ello partiendo de la premisa de que Pérez-Reverte escribe novela realista, inspirada en Cabo Trafalgar en hechos auténticos, y que aquí naufraga con estrépito de puro amontonarlos como ganga inservible, carentes de personajes que circulen entre ellos como hilo conductor y metódico. Dicho de otra manera: Pérez-Reverte usa la Historia como fin y no a manera de medio, con sistema tan diferente al galdosiano, que embarca en la hecatombe trafalgareña a Gabrielillo, Marcial y Don Alonso, tan bien definidos que transcienden las, por otra parte, bellísimas páginas de la batalla propiamente dicha para la que Don Benito también se documentó rigurosamente, incluso a la hora de trazar el despliegue de los navíos, bien que sin el lujo tipográfico que Alfaguara presenta. Dicho esto señalemos que Cabo Trafalgar hace aguas en el disparate lingüístico dispuesto por Pérez-Reverte, que no justifica la variedad idiomática de los participantes en la batalla y que recuerda a libros pretendidamente graciosos como Speaking inSilver. Hay muchos ejemplos a lo largo del libro: incluiré dos que van seguidos: «–Nespá culpa nuestra, mon capitain –protesta el vigía de popa, creyéndose incluido en el paquete–. No se ve un auténtique merde con esta niebla. –Ne te he parlé a tuá, Berjouan. Métete en tus afaires» (pág. 24). O… «se hinchen las lonas y él pueda cumplir con su obligación y con la Patrie, echando un vistazo decente audesús de la melé» (pág. 25). Simpático, ¿no? Pues observen el siguiente diálogo en que el académico Pérez-Reverte abalroa la embarcación dialectal andaluza: «–Vaya un viahe velas, Curriyo. –Ohu, pisha. Sin faha en el ombligo me tiene el paisahe. –Tela, compare. De angurriarte y no eshar gota. –Uaaaag» (pág. 87). Muestra, en fin, tan delicada que haría enrojecer a los mismísimos Hermanos Álvarez Quintero. Y en cuyo remate vemos esa exclamación que demuestra el gusto que hacia las onomatopeyas experimenta Pérez-Reverte: fiu, fiu, flap, flap, flap, riiic, raaac, puumba, pumba, pumba, pumba, glups, bum, bum, bum, ar, ep, aro, ep, aro y –naturalmente–raca, en demostración continuada de que a Pérez-Reverte tampoco le disgusta jugar con el idioma. ¿Que en las batallas navales los sonidos, y los monosílabos, y las onomatopeyas sustituyen a los términos convencionales? Sin duda, y el que no lo crea lea Cabo Trafalgar de Arturo Pérez-Reverte.

Dominio también de los anacronismos poco funcionales, pues ni como private jokes sirven. Así cuando Pérez-Reverte mete de matute la siguiente cuchufleta: «A mi vera, verita, vera, como en las coplas de Rocío Jurado (esa niña de Chipiona que empieza a cantar)» (pág. 236).

Que es poca cosa comparado con una cara y unas miradas que «cantan La Traviata (cosa singular, por otra parte, ya que a estas alturas LaTraviata todavía no la ha compuesto nadie)» (pág. 140). Cabo Trafalgar, estas y otras cuestiones aparte, es novela de recorrido indeciso porque, y a pesar del rumbo veloz de sus descripciones bélicas, como escapadas de un tebeo de acción, el progreso de su argumento es nulo, empantanado o engolfado en una especie de calma chicha precisamente por el exceso de documentación que navega alrededor de los barcos reverterianos a manera de restos de un naufragio singular. Aparte de los navíos que tomaron parte en la batalla, Pérez-Reverte, lo que no deja de ser un alivio, introduce un barco de su cosecha: el Antilla, que bien pudiera tomar rumbo propio en otro relato suyo. En todo caso Pérez-Reverte sostiene en Nota del autor (pág. 259) que «es privilegio del novelista manipular la historia en beneficio de la ficción». Sin duda, más discutibles son las valoraciones-moralinas que el novelista, Pérez-Reverte en este caso, pueda hacer sobre personajes históricos: como Godoy, Villeneuve (¿se suicidó éste en París como asegura el autor de Cabo Trafalgar o en Rennes donde esperaba una resolución imperial sobre su persona tras el fiasco trafalgareño?) o Federico Gravina, a quien el autor cartagenero juzga –y condena-desde un despecho cuando menos arbitrario. Cabo Trafalgar, en fin, no es que sea la recreación definitiva de tema tan sugestivo sino, ni siquiera, un acercamiento brillante a éste.

 

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Ficha técnica

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